¿Por qué San Agustín no bajó a protestar contra el Gobierno de Venezuela?

Emilio Mújica se apoya en la barandilla de un mirador que dominaría el paisaje desde lo alto de la parroquia de San Agustín hacia el norte de Caracas si no fuera porque dos inmensas moles de cemento trancan el horizonte. Son los edificios de Parque Central. Símbolos, para él, de época y modelo. Del país y el petróleo de antes.

- Fíjate. Nos separaron de la ciudad, ni muro de Trump ni coños. Mira esa muralla.

A su lado, Orlando Martínez, casi sesentón, hiperactivo de gesto y palabra, compite con Mújica en anécdotas. Es maestro. Saluda a niños y adolescentes que le llaman profe. Su relato abunda en la épica del barrio y su memoria, compartida, porque la tienen ambos, cómplices. Orlando con Emilio; los dos con el barrio.

Manejan la escena y la reubican. De la mirada a la acción. Del mirador, al teleférico gratuito que baja desde lo alto de San Agustín hasta el Parque Central y en dirección al centro de Caracas. Le ponen banda sonora al paisaje. El descenso de las cabinas financiadas por el petróleo de ahora avanza hacia el centro de la ciudad y pareciera terminar en choque brutal contra las inmensas moles de cemento alzadas al cielo del petróleo de antes, las que cortan la posibilidad de que el horizonte se extienda ante los habitantes de la parroquia.

El Metrocable San Agustín, un teleférico digno de estación de esquí suiza se ha convertido, para ellos, Orlando lo verbaliza, en el “ariete levantado por el chavismo frente al sistema de desarrollo anterior y su muralla urbana, de clase”. Una muralla, hoy rota, que sus habitantes no quieren volver a levantar. “Antes, separados por tres ticket de transportes y hora y media del trabajo y el estudio”, dice. “Ahora, unidos y a 15 minutos”.

En este barrio están acostumbrados a ser diferentes. A que traten de mantenerlos fuera. También a ganarse su lugar a pulso.

Desde el ariete elegido, nuestros anfitriones lanzan dos historias.

La primera, un recuerdo de Emilio. Cuando era niño, en los sesenta, el propietario de una de las quintas que convivían con las casas colgadas del cerro, a quien no le bastaba la valla metálica que separaba pobres de ricos, fácil de romper, que en algunos tramos sigue existiendo, harto de que los niños se acercasen demasiado a recoger mangos, decidió traer un león y colocarlo, con intención disuasiva, en su jardín.

- Entrábamos a recoger mangos y el león rugía, atado a una cadena.

Ríe pícaro. Emilio sonríe siempre. Como si no tuviera ya 61 años y gestionara un mesón, amén de múltiples actividades culturales desde hace décadas. Feliz del niño de calle que fue, del adulto de barrio que sigue siendo, referencia para todos quienes le saludan e interrumpen calle a calle con algún gesto de confianza.

Orlando añade.

- ¿Y no lo domesticamos al león jugando con él? Los de San Agustín somos arrechos.

La segunda: “Mira ahí abajo”, dice Orlando y señala. “Ese edificio era el Caracas Hilton. Los de San Agustín sabíamos que había mandatarios extranjeros para alguna cumbre internacional porque nos cortaban la luz para que no se vieran los pesebres, extendidos sobre el cerro. Uno miraba el plano de la ciudad y aquí, donde ya vivíamos nosotros aparecía como zona verde. Nosotros no existíamos”.

La memoria es edición de la historia y aunque ninguno de los dos recuerde el nombre del león –no es lo importante de la anécdota- es ese revivir selectivo y a retazos, de sensaciones, caminares escalera arriba callejón abajo, y mucha conversación, lo que define su identidad, la de su barrio. Sienten que no existían y ahora existen.

Sin que eso signifique que crean que alguien les entiende. “Yo hablo alemán, tú hablas francés. No tenemos traductor. Y en eso consiste una revolución”. Orlando pone sobre la mesa una palabra-síntesis a lo que les pasa: “Esto es un proceso”. Ninguna foto fija sirve. Según ellos -con clara visión de parte, que no monolítica- quien no quiera entender lo que sucede en Venezuela como mera descripción de lo que sucede en el trayecto entre un punto y otro, no puede entender nada.

Y ese otro, aclaran, es un por-venir que no conoce nadie.

San Agustín es una parroquia de 43.000 habitantes y 1,7 kilómetros cuadrados. Situada en el centro geográfico del eje este-oeste que hoy quiebra Caracas física y políticamente, convertida en escenario sobre el que se representan gran parte de los conflictos y debates que atraviesan el país. Encajada entre la ciudad más urbanizada, la de los edificios altos al norte y algunas urbanizaciones de mayor poder adquisitivo en su frontera sur. No es ni la más pobre ni la más violenta ni la más radicalmente chavista ni la más opositora.

Es, eso sí lo es, la que no permite obviar, por la sombra que recibe, la inmensa mole del edificio helicoide, sede de la inteligencia policial de antes y de ahora, que vigila desde uno de los laterales de ese proceso y se erige cual recordatorio de la represión pétrea, piramidal, con forma de mina a cielo abierto invertida, que se lleva a quienes protestan en las calles, a los opositores al gobierno de turno. Que existe como lugar donde nadie sabe cuántos de los detenidos durante las protestas de este año siguen encerrados.

Porque Caracas si es algo hoy, es miedo. San Agustín, es miedos. El miedo a la calle del gobierno y el de los vecinos a sus vecinos, el miedo a la revuelta, a la represión y al enfrentamiento civil.

San Agustín es barrio y no se sumó a las protestas que trataron de derribar al gobierno de Nicolás Maduro. La parroquia es uno de esos núcleos que se declara chavista, identificados por los demás como chavista, uno de tantos en los que sus habitantes mantienen, a primera vista, sólo firmeza.

Es también un lugar que, a medida que se escucha y camina, ofrece un diálogo tenso, cada vez más tenso, pero fértil, plural aún, útil para comprender lo que ha sucedido en el país a medida que las condiciones de vida y la crisis empeoraban y parecían ofrecer el caldo de cultivo perfecto para un estallido. Que no ha sucedido, pero sólo por ahora. Que sólo ha sucedido parcialmente y sin éxito. El gobierno no cayó. Nadie descarta el siguiente asalto. Es cuestión de tiempo.

La historia de San Agustín comienza a finales del siglo XIX, cuando comenzó a urbanizarse el norte, la parte más plana de la parroquia, con casas de alcurnia, de las mejores de la ciudad. A principios del XX, alguien decidió construir más al sur, pasando el río Guaire, casas para los obreros que trabajaban al norte. Se abre un conflicto de clase no resuelto. Y de ahí, más allá de las casas obreras, de los 12 pasajes obreros -que tanto recordarían a algunas esquinas de Gracia, en Barcelona si alguien les diera mantenimiento- nace hacia lo alto el desorden de los cerros. Que suman el conflicto identitario al de clase.

A esos cerros llegaron, caminando y en grupo, desde Barlovento, la tierra ardiente del tambor, los negros que han inundado el barrio de música y vida, organizados con orgullo en el “Cumbe”, el lugar tradicional de reunión de los esclavos libertos.

Con los recuerdos de Emilio Mújica y Orlando Martínez dialoga otro habitante de San Agustín, Noel Márquez, un negro recio, de voz profunda y guayabera blanca. El más político de todos. Presidente de la Fundación Grupo Madera, agrupación musical con décadas de existencia, orgulloso miembro –“negro no, afrodescendiente”- del proceso de la Asamblea Nacional Constituyente. En el que cree incluso tras su derrota: “No fui elegido pero sigo trabajando en las propuestas y el debate”.

A diferencia de sus amigos, Márquez, chavista, se lo cree, ese debate, el constituyente, ese que, al menos en las primeras sesiones de esa asamblea, no está sucediendo. Mientras ellos debaten de verdad en la calle, la Asamblea Constituyente de Maduro se hunde en una inmersión desenfrenada por la senda del autoritarismo. Tras la decisión política de la oposición de no participar en las elecciones, la Asamblea quedó convertida en un bloque monolítico que aprueba propuestas del gobierno por aclamación. La democracia venezolana, ya herida de muerte, ha comenzado a agonizar.

En la versión de Maduro, el órgano llamado a traer la paz y diálogo al país tras largos meses de violencia política se limita por ahora a destituir funcionarias –la fiscal general- o ratificarlas –rectoras del Consejo Nacional Electoral- según su funcionalidad y sumisión al gobierno. O a modificar procesos electorales, adelantando las elecciones regionales porque el gobierno siente que ha retomado la iniciativa y quiere aprovechar el momento. O a la aprobación a ritmo vertiginoso de decisiones que subordinan al resto de poderes del estado a su poder total en una interpretación que, por más constitucional que pudiera ser, fulmina la separación de poderes en Venezuela. Que da a luz, en un parto con dolor, el peor momento en décadas para la salud democrática del país.

Leyendo poco más que un diccionario o unas cuantas páginas de manuales de derecho y ciencia política, surgen dudas. ¿No era el poder constituyente un poder jurídico absoluto –sin límites- que da forma al ordenamiento legal de un país frente a la constitución, definida precisamente por sus límites? ¿Es eso lo que sucede hoy en Venezuela? ¿Un enfrentamiento político durísimo en el contexto de una crisis aguda, la más aguda, sobre los límites de una revolución? ¿Acaso tienen límites las revoluciones? ¿Pueden ser las revoluciones formalmente democráticas?

Ese es el debate en estas calles.

Orlando, Emilio y Noel, con su amigo Reinaldo Mijares, coordinador del teatro Alameda en el Bulevar del barrio, plantean esas preguntas y lanzan más. Organizan el Cumbe Tour, un sábado de puertas abiertas al mes, la visita de las anécdotas, la puerta que da entrada a su parroquia. Invitan a una constituyente de calle. Hablan de música. Es política. Tratan de romper muros. De darse a conocer. De decir que existen y no piensan irse ni volver a ser invisibles. De limitar el conflicto tendiendo puentes. No son policías llevando periodistas embutidos en chaleco antibalas a ver malandros en patrullaje o épicas barricadas ardiendo.

Son vecinos invitando a empanada, cerveza y charla de calle sin ninguna prisa. Los días que haga falta. Son vecinos apasionados por el debate político. Orlando comenzó a militar en los 70. Noel también. A Emilio le gusta contar que su formación como activista la recibió de viejos anarquistas españoles, “ya viejitos pero jodidos y fuertes, de cabeza dura” a los que conoció en su primera estancia en la cárcel, apenas adolescente.

Los tres coinciden en que viven “en una parroquia con tres abuelas: la de los migrantes europeos, la de los indios y la de los negros” que, desde que ellos tienen uso de razón, “sólo ha sabido salir adelante luchando”. Por eso, la pregunta a ellos: al cerro.

¿Por qué no bajó el cerro a la protesta?

Porque estaban ocupados sobreviviendo, haciendo su política propia.

Una mañana de domingo de agosto, en una cancha situada en los bajos del edificio helicoide, una pareja de activistas llegados de fuera del barrio, con años trabajando en él, organiza, con la energía que deja un sol que cae a plomo, una asamblea de vecinas para el consumo de alimentos.

La comida se ha situado en el centro de los gritos que forman esa cacofonía de sorderas mutuas que es Venezuela hoy. Mientras la oposición tatúa las paredes de los barrios acomodados de Caracas con lemas como “tenemos hambre” y se repite por todo el mundo que los venezolanos no tienen para comer o que en Caracas hay niños comiendo de la basura, en San Agustín la comunidad se organiza para asegurar su consumo de alimentos.

Todo en San Agustín, en Venezuela, gira en torno a la alimentación. El discurso, las horas, las colas, los precios, la queja y la deserción, la búsqueda de alternativas y la militancia, por fuera y por dentro y contra la revolución.

Por eso los activistas.

Mientras el hijo de ambos juega entre las piernas del padre, la madre habla y detalla el orden del día de la reunión. Propuestas y debates convertidos en realidad que siguen sucediendo en los barrios en una dirección mientras en las avenidas se instalan barricadas en la dirección contraria.

Mientras al mismo tiempo, superpuestas y en otros lugares del barrio, el gobierno adopta otras medidas. Que, todas juntas, retienen lealtades para que los habitantes de San Agustín no bajen a las avenidas a instalar trancones con la oposición. Después de un largo rato, hablando, leyendo artículos y actas, hidratándose y refugiadas bajo la sombra, 32 mujeres y tres hombres leen y aprueban los estatutos de una cooperativa de consumo.

Hace un año que organizan un sistema que aboga por poner en contacto a los consumidores de alimentos de la ciudad con los productores del campo saltándose intermediarios, bajando precios, generando relaciones, apostando por cultivos autóctonos –sin transgénicos, insisten- a escala, por fuera de la distribución gubernamental, de la producción centralizada, la importación a precios prohibitivos y un mercado libre al que sus ingresos, capitidisminuidos por la hiperinflación, no les permiten, muchas veces, acceder.

La imagen de la asamblea para organizar el consumo de alimentos tiene algo de antiguo, de blanco y negro, de años sesenta y Víctor Jara. Sucede hoy y aquí, suena salsa y se bebe ron. Micrófono en mano, voz en grito: “El socialismo sí se puede construir en el territorio, aquí, hoy, ahora, nosotras” termina su discurso una de las dinamizadoras de la asamblea antes de que el grupo rompa en aplausos y canciones. Se trata de un ejercicio de Soberanía alimentaria. Algo que sucede en otras ciudades del mundo, de Ann Arbor, Michigan a Estocolmo, Suecia. Lo que en otros países es una apuesta por la economía sostenible, progresista, aceptable, aquí lleva otra etiqueta: socialismo y poder popular.

Atenas Miranda, una de las jóvenes activistas de la organización Pueblo a Pueblo, que empuja el proyecto explica que en San Agustín hay tres centros de distribución y unas 300 familias que cada 15 días hacen un pedido y reciben una bolsa de siete kilos de productos agrícolas, lechuga, tomate zanahoria, cebolla o papa, a 1500 bolívares el kilo. Todas iguales, las bolsas, máximo de dos por persona y a un tercio del precio libre que se encuentra en los mercados cuando hay suministro.

Así complementan la bolsa de alimentos que les da el gobierno, la bolsa que reparte el Clap (los Comités Locales de Abastecimiento y Producción). También, explica Atenas, con más interés por lo político que por las hortalizas, esa bolsa es barrio. Todo lo necesario para su gestión profundiza la organización popular, desde abajo, como les explicó Chávez. Sostiene Atenas que todo sucede sin conflicto con el gobierno pero también sin coordinación. Que las redes que se crean de manera autónoma son más profundas y duran más que las que vienen dictadas.

Es una obviedad. Como lo es que en la puerta de la cancha donde se celebra la asamblea, una mujer, apoyada en un bastón, pase lista sin una lista. Con la mirada y la memoria.

- “No viniste a la reunión”, le dice a alguien que entra a la asamblea.

- “No me enteré”, responde.

- “Si pasamos por las casas avisando”, recrimina.

- “La próxima, prometido”, sonríe y se va.

Emilio mira desde lejos. Señala y explica. La tensión del “proceso” está ahí para quien sepa verla. “Tienes delante a los dos chavismos”, dice.

La mujer “pertenece a un Consejo Comunal. Es organizadora del Clap. Está aquí mirando lo que hacen y quien viene a participar, no les gusta la competencia, pasan lista para todo, ellas saben quién está y quién no está, quién hace y quién no hace aquí”. Emilio es duro. Leal al ideal chavista, a su barrio, dice que eso le convierte en opositor al gobierno. Estalla molesto con todo lo que huela a burocracia y control.

Emilio dice que el Clap es el “bozal de Arepa” que mantiene a la población callada mientras come. Para él, muy crítico con todo, y que ha tratado de que la comunidad se organice por sí misma desde hace más de 40 años, la bolsa de comida está en el centro de su decepción. Es la viva imagen del fracaso de la revolución socialista.

“Este pueblo no tiene convicción ideológica profunda, sobrevive por adaptación al sistema que toca. La política de dar y dar y dar empobrece a la población. Todo se arregla dando una tarjeta que lleva beneficios, acumulan al pueblo a la dádiva y lo adormecen, los someten a la burocracia, la corrupción y el sometimiento”.

Dice que no le cuesta nada demostrarlo. Mira a su alrededor, apenas unos segundos, y se dirige a una mujer apoyada en una pared, allí mismo, frente a la cancha, que mira la actividad desde lejos, sin participar. Le pregunta si es chavista. La mujer dice que no. Pero que no se puede decir. Que no quiere hablar. Que ella hace lo que tenga que hacer por sus hijos. Por lo que le dan, por ejemplo la bolsa del Clap, que a ella le permite sobrevivir. No está cómoda.

Emilio no quiere forzar la situación. Esa misma escena, ese mismo diálogo, es recurrente. Sucede en otros lugares y momentos. Con resultados desiguales. Porque en el mismo barrio, el mismo foco, la misma pregunta, puede llevar a resultados antagónicos. La percepción de represalia existe.

El centro de la política social del chavismo es hoy la tan criticada bolsa de alimentos del Clap (Comités locales de abastecimiento y producción). La entrega el gobierno todos los meses. Contiene 16 kilos de productos como pasta, arroz, harina, leche, azúcar, café, aceite, mayonesa, mantequilla, granos y alguna proteína enlatada. Cada día, en los bajos del Metrocable de San Agustín, como en muchos otros barrios de la ciudad, hay filas para recogerlas. En esas bolsas, congeladas a un precio de 10.000 bolívares desde hace un año pese a una inflación de alrededor del 700% en el mismo periodo, se apoya hoy gran parte de las posibilidades de sobrevivir del gobierno de Nicolás Maduro.

La crisis lleva tiempo agudizándose. Se acentuó hasta niveles nunca vistos en Venezuela desde hace un año. Muchos dicen que, en realidad, viene de antes. Desde el fallecimiento de Chávez y la llegada al poder de Nicolás Maduro. Que viene también –por supuesto- de la caída del precio del petróleo, que ha provocado un desplome del Producto Interno Bruto del 35% desde la muerte de Chávez en 2013.

No es casual que en gran medida las lealtades no giren en torno al presidente actual sino al comandante fallecido y el pasado reciente, objeto todo de un culto cuasireligioso. Ahora faltan alimentos. Hay escasez y caos. El gobierno ha expropiado empresas que no ha sabido mantener en producción, muchos productos de importación necesarios son impagables para la mayor parte de la población en medio de una hiperinflación destructiva de cualquier economía, nacional y familiar y de una grave falta de efectivo, en una situación de corralito que ha logrado sostenerse gracias a que se puede pagar con tarjeta hasta un perrito caliente en un puesto callejero.

Y hay lugares donde quienes tienen dinero y paciencia, o dinero para pagar la paciencia de otros, siempre pueden acceder a todo. Los hay, como en toda crisis, que ganan dinero. Ante la escasez se impone una especulación callejera “bachaquera”, transversal y aunque va desde los 100 gramos de azúcar al cambio masivo de dólares, que ha instalado una serie de manejos perversos de precios y existencias que el gobierno no parece ser capaz de manejar más que como el apagafuegos de último recurso que detiene, o sólo pospone, el estallido generalizado.

“Por la plata baila el mono” o “cuando falte la comida de verdad, todo eso se cae en cuestión de días” son frases que uno escucha una y otra vez en la Caracas tan enfadada de hoy, donde las lealtades comienzan a fracturarse y podrían estar a un solo fallo logístico, a un barrio sin comida una semana o nunca, de estallar.

El Clap lleva en funcionamiento poco más de un año, desde principios de 2016. Durante uno de los repartos, varios días después de la asamblea que creó la cooperativa de consumo autónomo en San Agustín, frente a un pequeño Mercal, la cadena de supermercados del estado, encajado bajo un puente, había una larga fila de gente que esperaba varias horas, carnet en mano, para recoger su bolsa de alimentos.

Edith Márquez trabaja como secretaria en el Registro Civil, es militante del partido Socialista Unificado de Venezuela y está al mando aquí. Pasa de la puerta a la cola y al interior del supermercado. Habla con todo el mundo, maneja listas, pone orden. Es jefa de la Unidad de Batalla Electoral y de la distribución de las bolsas del Clap de su poligonal del barrio, que coordina junto a otras seis mujeres, las “voceras de calle”, y aglutina 606 familias.

En San Agustín hay 42 unidades como la que dirige Edith. 42 mujeres como ella, alrededor de 250 voceras de calle que peinan las casas hablando, avisando, pasando lista, discutiendo, tomando notas, midiendo sensaciones. Hace un par de días pasaron casa por casa en su zona avisando de que llegaba comida y hoy están en la puerta del mercado recogiendo y entregando carnets junto a las bolsas. Clap no es sólo alimentos, es organización territorial. Es barómetro social. “Sirve para conocer y sentir el momento en que se encuentra la comunidad”, dice Edith.

- ¿Es cierto lo que tantos dicen sobre las bolsas y el voto? ¿Que si no votan se les retiran los beneficios?

A falta de estadísticas verificables, de juicios sumarios y cuestiones de fe, tan diversas como creyentes, levanta la voz, “Sotellet!”, grita señalando a un anciano que camina con la bolsa sobre la espalda. Con un gesto le pide que se acerque.

- “Sotellet es mi amigo”, dice. Y el hombre asiente. “¿A quién votas?”, le espeta sin formalismo alguno.

- “Soy copeyano desde hace 51 años”, responde Sotellet, de nombre Manuel. (Copei es uno de los partidos históricos del país, hoy integra la Mesa por la Unidad Democrática, la oposición) Funcionario jubilado de la alcaldía de Caracas. Tiene 74. “No me pueden quitar nada, esto es mío como venezolano, la Constitución no la pueden borrar. No puedo acompañar las marchas por edad, pero yo soy opositor al chavismo desde el primer día y lo seré hasta que me muera”, explica.

- “¿Por qué no bajaron los cerros a las protestas, Sotellet?”, pregunta Edith.

- “No bajó el cerro porque tienen comida, porque no quieren violencia, porque no quieren perder todo lo que se ha logrado aquí, porque nadie quiere un enfrentamiento entre vecinos”, dice Sotellet.

- “Si vamos a la cola, igual encuentras tres chavistas, el resto son opositores”, dice Edith, paradójicamente satisfecha ante la manifestación de su derrota política. “¿Quieres verlo? Vamos”.

El debate es inmediato. Sin límites ni pudor. Son vecinos. Viven en la misma calle. Se conocen. De treinta personas levantan la mano apenas tres o cuatro cuando Edith pregunta quién es chavista. No mintió. La mayor parte pone cara de aburrimiento, “esos son ni-nis” dice Edith. Un grupo pica. Comienza una discusión acalorada.

- “Ven a las cuatro de mañana para ver las colas. ¿Qué más imagen quieres que vernos haciendo cola para conseguir comida?”, dice un hombre.

- “Esto es la debacle” grita otro, enfadado.

- “¿Y usted dónde trabaja?”, pregunta una joven que trabaja en la Alcaldía de Caracas y se define como chavista hasta el final.

- “En la alcaldía”, responde él.

- “¿Y no te da vergüenza protestar así contra el gobierno que te da esto?”, le recrimina la chica. “¿En qué otro país el gobierno alimenta a su gente así?”.

- “Esto no me lo da el gobierno, esto es de todos los venezolanos” dice el hombre. “Yo no voy a cambiar lo que pienso por una bolsa de comida”.

- “Saboteador” le espeta ella. “Tú lo que haces es vender por ahí para sacarte tu real”. La acusación no tiene sentido. A apenas unos metros, una pareja de ancianos vende productos de la bolsa en una mesa en plena calle. El azúcar y el aceite en bolsitas pequeñas. Con algo de beneficio. El hombre señala. “Esos no son bachaqueros”, dice, “son sobrevivientes, como todos. Nosotros hacemos lo que podemos y ustedes son robolucionarios”.

Edith le espeta la lista de beneficios que ha recibido el barrio antes de que llegaran las bolsas de comida: Misión milagro, lentes gratuitas, Misión identidad, módulos para dar cédulas de identidad, Misión sonrisa, tratamientos odontológicos, Misión Robinson, educación primaria... la discusión sigue un buen rato. Nadie parece valorarlo.

Los argumentos en Venezuela, hoy, son ya poco más que bucles oxidados. No avanzan en ninguna dirección. Se estrellan contra identidades incólumes.

Y cuando todo se tranquiliza -a fin de cuentas ni saben desde cuándo se conocen, y ya ríen, jugando a ponerse apodos- el opositor reconoce, como tantos, ya en paz, que “de hambre aquí no se va a morir nadie. Eso sería mentir. Pero estos logros no son del chavismo”. La mayor crítica en las colas es la mala gestión y a la corrupción del gobierno.

Varios, muchos, casi todos los países de América Latina tienen programas de transferencias de alguna condicionalidad en diversas modalidades que van desde una bolsa de alimentos a material de construcción pasando por dinero efectivo, televisores o unas zapatillas. A cambio del cumplimiento de cierto objetivos o requisitos, con el mantenimiento de un carnet por medio y con el voto, siempre, rondando cerca. Es el síndrome bolsa de navidad del que hablan muchos economistas. Es una situación que va más allá de lo bolivariano, continental. Es también la redistribución y política social que defienden otros. Que parece ofender tanto a tantos.

Que sucede, en todo caso, a izquierda y a derecha, en países que comparten algo, de México a Buenos Aires pasando por Caracas. Se sitúan en las clasificaciones de organizaciones como Transparencia Internacional como los menos transparentes, limpios y efectivos en el manejo de lo público de todo el mundo. Así, a izquierda y a derecha, los problemas están servidos.

Para presentar el proyecto de la cooperativa de consumo de alimentos, el autónomo, que funciona por fuera de las colas de la estructura del estado, los activistas han decidido organizar un pasacalles amenizado con la percusión del Grupo Madera, el que dirige Márquez, para que recorra el barrio, lo presente a las vecinas que aún no lo conozcan y se sientan invitadas a participar. Se trata de un barrio donde las mujeres, casi sólo las mujeres trabajan, organizan y toman decisiones sobre las necesidades básicas.

Caminar por los callejones de San Agustín, empinados, estrechos y pobres, supone adentrarse en la música, en el bullicio de los niños, en una sociedad de puertas abiertas y hacinamiento que vive, aunque sea por obligación, en comunidad. Donde es más difícil la fractura. Donde la escasez y la economía paralela que el gobierno rechaza, saltan a la vista En cada puerta un cartel, algún modo de bachaqueo, pero micro. De rebusque, similar al de la pareja de ancianos que vendía junto al supermercado del Clap. Avanzando esquinas, quien no vende pañales sueltos, ofrece 100 gramos de cualquier cosa. O chupi, un dulce helado.

Así intercambian, venden, completan y comparten entre vecinos algunos productos de la bolsa solidaria que el gobierno les da cada mes y que no quieren consumir o les sobran. Sucede con normalidad aceptada. Y se convierte en solidaridad, que es la autoayuda real.

Durante ese pasacalles varios activistas conversan. Wilmer Chamarro, de 38 años es ingeniero en Pdvsa, la petrolera estatal y militante de una plataforma a la izquierda del gobierno, Chavismo Bravío. Su labor, “agitar permanentemente”, dice. Es sábado y utiliza sus días libres para visitar iniciativas en los barrios. “Vengo, observo, aprendo, regreso a mi organización y debatimos. Hay que mantener al pueblo en la calle y estar para acompañarlo y conocer el momento. No pueden abrirse más fracturas”. Analiza lo sucedido los últimos meses en el país y la primera palabra que le surge es “miedo”.

Es parte del discurso oficial en este momento. Repetir las palabras “paz” y “convivencia”, renegar de la violencia, construir un imaginario donde si el conflicto llegara a estallar, la culpa sea del otro bando. Por más oficial que sea, tampoco cuesta creer a alguien que camina por las calles de un barrio diciendo que no quiere acabar matándose con sus vecinos. No tiene por qué costar.

“Hay que evitar cualquier apología de la violencia, hemos estado al borde del enfrentamiento y se ha evitado porque el gobierno llamó a contención a la policía y a los militantes de los ”colectivos“, dice en referencia a grupos de motorizados chavistas organizados a los que mucha gente teme en el país.

- Pregunta. “¿Y los muertos? ¿Y el informe de Naciones Unidas?” (que habla de represión, uso generalizado de torturas y malos tratos durante las protestas, 5.000 detenidos, al menos 70 muertes que podrían haber sido provocadas por actores gubernamentales, un número similar de muertes que podrían haber sido provocadas por actores de la oposición, no se sabe a ciencia cierta ).

- “Todo cuerpo policial es represivo por naturaleza”. Señala el edificio Helicoide, que se ve desde casi cada esquina del barrio. “Son cuatro meses de protestas. El gobierno pidió contención. No todos los muertos y excesos son del gobierno, la oposición nos da miedo. No puede ser que uno trabaje para el gobierno y tenga miedo de hablar, de identificarse, de llevar una camiseta roja”.

El gobierno y sus partidarios se escudan en varios casos de personas supuestamente favorables al chavismo fallecidas durante las protestas para equiparar cuantitativa y cualitativamente las violencias. Alguno incluso quemado vivo ante las cámaras. Es innegable. Es evidente también que la desproporción es importante y la mayor parte de las víctimas cuyos casos son identificables caen hoy del lado contrario al gobierno. Es evidente también que en casi la mitad de los casos de personas asesinadas no se sabe a ciencia cierta quién disparó según las Naciones Unidas. Demasiadas capas de responsabilidad.

Pero también es cierto que los habitantes del oeste de Caracas no suelen acercarse al este, hace meses que el muro invisible del miedo se ha instalado en las calles, y que si alguien es sospechoso de ser progubernamental, la discusión escala mucho y muy rápido en gran parte de la ciudad. Corren historias, cada persona tiene su anécdota, tantas que resulta difícil creer que no tengan origen en alguna realidad, sobre insultos y agresiones de opositores a personas con camisetas chavistas o símbolos identificativos, imaginería que ya no se ve por la ciudad como sucedía hace un año.

En definitiva, que el gobierno ha reprimido, que el miedo, como toda percepción, es libre, y la polarización es altísima. Nadie puede negarlo. En ambos lados de la ciudad, en ambas direcciones. Hasta los extranjeros, en la cola de un supermercado, al mostrar su acento serán sujeto de preguntas para detectar de qué lado están, si es que un extranjero debiera, pudiera estarlo. Y ante la mera sospecha de bando contrario, las voces y escenas no son agradables.

El acento español da lugar a una pregunta recurrente en los barrios del este: ¿no serás uno de esos españoles de Podemos que trabaja para el gobierno? En San Agustín la contraria: ¿el medio para que escribes apoya el terrorismo mediático contra Venezuela?

De regreso con Wilmer, a pleno sol, en una de las paradas, con una Polar bien fría en el All Stars, un bar que lleva abierto en San Agustín desde 1964, la crítica al chavismo desde el chavismo salta a la segunda ronda. Nadie la oculta. Señala el pasacalles y lanza dos conceptos. Estado comunal y Estado burgués. La cooperativa de alimentos, para él, es Estado comunal, es barrio. El Estado burgués es el Estado, es la bolsa del Clap.

Wilmer cree que en la calle todo “ha bajado y se ha desinflado” pero que 10 años de organización son suficientes para aguantar hasta que escampe la crisis. Siente que la mayor fortaleza del chavismo es “haber liderado el proceso de inclusión social más importante de la historia del país, la recuperación de la identidad de muchos” pero habla de ineficacia en la gestión de los recursos públicos, de mucha corrupción y errores, solventables.

Cree que gracias a la identidad, que une vecinos, la balanza todavía se escora con peso suficiente hacia el lado del gobierno y que el voto que se pierde hacia la oposición es de castigo, pero no convencido. Cree que ante la duda, regresará.

- ¿Por qué no bajó el cerro?

- “La oposición venezolana, las clases altas, son racistas y clasistas. Los habitantes del barrio no pueden identificarse con ellos. Es imposible. Pertenecen a mundos diferentes. Con gobierno o sin gobierno, este barrio no podría sumarse a las protestas de la oposición. Son demasiado diferentes. Podrán dejar de votar, podrán incluso votar contrario, pero no van a bajar a las calles porque ellos se lo pidan. Eso en estos barrios no puede pasar”.

Kivenger “Yorma” González es uno de los jóvenes del barrio que curioso, acompaña el pasacalles. Se acerca a la barra del All Stars, pide una Polar y escucha. Todo lo que sea fiesta le interesa. Hablar también. Nació un par de meses antes de que Chávez llegara al poder. Tiene 18 años. Su padre murió asesinado. Ni siquiera llegó a conocerlo. Ha crecido con su abuela en el barrio. Es bachiller, bailarín profesional del grupo Madera y dice que un día de estos llegará al edificio Helicoide a preguntar qué tiene que hacer para ser agente del Sebin, el Servicio Bolivariano de Inteligencia. Quiere ser policía de investigación. ¿Por qué? Escueto: “Tengo una prima que trabaja ahí. Está contenta”.

Yorma no maneja efectivo. No tiene. Nunca ha pasado hambre, dice. “Porque si yo no tengo un día, voy al vecino. Si el vecino no tiene, viene a mi casa. Siempre alguien tiene. Aquí funciona la ayuda mutua. Aquí nadie ha pasado hambre. Eso no lo entienden fuera de aquí porque fuera de aquí no se vive como vivimos aquí y aquí no viene nadie a ver cómo vivimos. Todos sabemos, todos conocemos, nos ayudamos. No vamos a decir que comemos bien ni que comemos lo que queremos. Pero todos sabemos resolver. A las siete de la tarde en cada casa hay plato de comida. Por eso el barrio no bajó”.

Piensa. Es tímido. Discreto. Callado. Claro y asertivo también.

“El barrio sí salió”, dice.

“Fue el 19 de abril a mediodía. Avisaron que una marcha de la resistencia venía para acá, que querían trancar en la entrada del barrio y poner un punto de guarimba (protesta). Bajamos una tarima, los instrumentos y nos pusimos a tocar y a bailar. Nosotros teníamos un mensaje de paz”, dice. “Éramos cientos. Nos vieron de lejos y no se atrevieron a acercarse. Tuvieron miedo y se fueron”.

Sigue:

“Si tuviéramos que salir sería porque nos lo pidiera el gobierno. Sería con los colectivos motorizados, armados, sin necesidad de disparar un tiro, sólo con su presencia. Yo no tengo miedo pero tampoco tengo dudas. Me daría pena, me pondría muy sentimental. Sé lo que tengo que hacer si me lo piden. Pero matarnos no es la idea. Nos lo repiten todos los días. Matarnos entre venezolanos no es la idea. Todo el trabajo que se ha hecho estos años se terminaría. La mejor pelea es la que se evita, dicen siempre los mayores”.

El 15 de agosto de 1980 murieron 11 de los integrantes originales del Grupo Folklórico y Experimental Madera cuando navegaban por el Orinoco durante una gira de conciertos. Una de las compuertas de la embarcación se abrió, provocando que la nave se hundiera. Vivían y hacían música en San Agustín. Que sigue de luto por la pérdida de quienes recuperaron los ritmos afrovenezolanos y los ubicaron en escenarios de éxito.

Desde entonces, cada año, cuando se cumple el aniversario de las muertes de quienes fueron sus compañeros, Noel Márquez organiza un “compartir” que sirve como excusa para que decenas de habitantes de San Agustín bajen con sus sillas a una cancha junto al bulevar del barrio a escuchar música y a bailar hasta muy entrada la noche.

En el microcosmos de San Agustín, en esta ciudad dentro de las muchas ciudades que es Caracas hoy, la música y la fiesta duran, un par de veces por semana, hasta que llega el día siguiente. Mientras tanto, más allá del río, el resto del tejido urbano languidece oscuro y de calles desiertas, surcado por vehículos no se detienen en los semáforos tras la caída del sol de puro miedo que pasan sus conductores a ser asaltados.

Márquez, maracas en mano, calentando motores para el concierto, explica que de su historia, este presente. “Nuestros antepasados se organizaron en cofradías para la resistencia. Nosotros seguimos organizados. Antes la sociedad se preguntaba ¿Qué hacen esos negros en medio de la ciudad? y ese discurso continúa hasta la Cuarta República (sistema de gobierno previo a la revolución bolivariana liderada por Hugo Chávez). Siempre se pensó en nuestro desalojo, en que este es un territorio infrautilizado habitado por seres marginales”, continúa “hasta que la revolución nos permite resignificar el espacio, recuperar la identidad y convertirnos en sujetos de pleno derecho de Venezuela, algo que nunca habíamos sido y que algunos les sigue molestando. La oposición quiere que esta gente se sume a su movimiento, pero a esta gente no la politizaron ellos, Se dieron cuenta muy tarde de que nosotros existíamos. Llegaron tarde y estábamos ocupados”.

Avanza la noche. Muchos bailan. En ese “compartir” de la Agrupación Madera también se habla mucho. En las esquinas, con la música de fondo, la conversación fluye. Orlando saluda de manera efusiva a una amiga suya que ha crecido y vive en el barrio y se acerca acompañada de sus dos hijos. La discusión, tras unos minutos de formalismo, se esquina para protegerse del volumen de la música y entra en el tema central y final de todas las conversaciones de la Caracas de hoy: La política. La Asamblea Nacional Constituyente.

Los militantes de barrio, críticos, discuten sobre la Constitución de 1999, la del chavismo, que sigue en vigor y a la que hoy todo el mundo apela, sobre sus artículos e interpretaciones, sobre táctica y estrategia. Sobre traiciones, facciones e interpretaciones de todo tipo.

Hay tantas opiniones como personas hablan. Defienden en público esa misma Asamblea Nacional Constituyente a la que se refieren mientras hablan entre ellos con rictus que circulan entre el asco y la vergüenza ajena. Ante las repreguntas callan y no abundan. En eso consisten las lealtades previas. Les cuesta mucho defender el presente. Encadenamiento de justificaciones e “ytumases” que se aplica como pegamento uniformizador a cada análisis. Se echa la culpa al otro de la alocada deriva descendente.

Así se diluye cualquier posibilidad de comprensión racional de lo sucedido y el ancla se adentra y clava sin remisión en el fondo del lodazal. En una negación mutua de legitimidades que no puede llevar a nada bueno. Los argumentos son trincheras reforzadas. Las rondas terminan casi siempre en una justificación de posiciones previas y omniabarcantes que niegan los detalles. Cuando los detalles, la aplicación estricta e igual de las normas en igualdad para todos, son la base del estado de derecho, de un estado de derecho que se hunde en Venezuela a medida que avanza la confrontación. O a medida que la revolución se intensifica y avanza hacia su fase autoritaria, la que toda revolución acaba pasando.

Como siempre, y pese a la música, el baile y el “compartir” del homenaje, Caracas es una ciudad de apartes. Hay palabras que sólo fluyen en la esquina más discreta. Igual que el casco urbano se parte entre un este más opositor y un oeste algo más chavista, en este centro, tradicionalmente más chavista pero cada día más opositor, hay divergencias duras.

El disidente, uno de los hijos de la amiga que propició el encadenamiento de conversaciones coreografiado por Orlando. Ya vive en otra ciudad. Aquí conoce todo y todos, es de aquí. Pero para hablar, sólo se siente cómodo en mayor privacidad, algo que en el barrio no es tan fácil de conseguir.

A la esquina, con la excusa de una cerveza más. Una esquina más acompañada de lo que quisiera. Con paciencia, después de días de sonrisa, el comisariado político, que no por leve deja de existir, calla y asume.

Se llama Lucas Albert, tiene 23 años y acaba de terminar la carrera de derecho. “Mira”, comienza didáctico “yo soy de la resistencia. Yo he estado guarimbeando” (dice guarimbeando ante el extranjero, para que se entienda. Guarimba, como se conoce a las marchas y protestas contra el gobierno, protagonizadas en su mayor parte por jóvenes es un término en este lugar y momento, peyorativo). “El país se levantó, los jóvenes nos levantamos hartos de todo lo que está pasando. Pero no ha habido una estrategia constante, la culpa del fracaso la tiene la oposición, que un día no reconoce la Asamblea Nacional Constituyente, no se presenta y se la entrega al chavismo y al día siguiente reconoce al Consejo Nacional Electoral y se presenta a las elecciones regionales. ¿Pero esto qué es? Hace un mes no íbamos a dejar las calles hasta llegar a la libertad y ahora ellos están otra vez dentro del sistema y nosotros en casa”, dice enfadado. “Nos han puesto la zancadilla. La próxima vez que nos digan que salgamos a la calle habrá que pensárselo bien”.

No tiene duda sobre lo que tiene delante: “Esto es una dictadura. Desde que perdieron (el gobierno) las elecciones legislativas a finales de 2015 decidieron terminar con las formas. Cambian las reglas sin parar como mejor les conviene, irrespetan la Constitución y a quien se opone lo quitan de en medio y eso lo sabemos todos. Eso es indudable. Todo el barrio sabe que el gobierno está mal y la oposición no existe. Todo lo que sucede hoy en la política venezolana es una gran mentira”.

A la pregunta sobre porqué los barrios no se levantaron responde con claridad: “Por miedo. Estos (en referencia a los chavistas, señala directamente a quienes conoce desde siempre, con quienes ha vivido) sacan a sus motorizados y acaban con todo. La mayor parte de la población no quiere al gobierno pero no lo dice por miedo”.

Como tantos, reconoce lo hecho y su deriva. “Chávez fue interesante, apoyó a los barrios, les dio lo que nunca habían tenido, pero todo eso se detuvo y se convirtió en una bolsa de comida, un delivery de voluntades muy complejo que ha destruido la economía nacional y ahora no hay quien desmonte. Chávez al menos respetaba sus propias leyes, estos ya van sueltos, hacen lo que quieran”.

Es tarde, se va.

El debate duro se resuelve dentro.

Orlando sabe lo que se ha hablado. Le toca responder. “Si no bajamos no fue porque no quisiéramos”. Y no se refiere a protestar contra el gobierno. “Hubiéramos ido al este de Caracas, pero ni siquiera fue necesario”. Distendido, cuenta anécdotas de los tres golpes de estado que vivió en la calle. Se suma Reinaldo. Ninguna alusión es inocente. Son hombres curtidos. Reinaldo Mijares es el coordinador del teatro Alameda, en pleno Bulevar de San Agustín y le mete broma. Broma en serio. “Pagan porque les laven la ropa, pagan porque les hagan la comida, pagan porque les limpien el suelo, mandan a limpiar su carro y no se atreven a mandar a sus hijos a la pelea. Nosotros sabemos hacer todo eso. Nosotros no tenemos a nadie que nos cocine, nos lave nos planche ni a nadie que nos defienda. No bajó el cerro porque no hizo falta. El día que haga falta, se baja”.

San Agustín es fiesta. Jesús Paicosa es patrimonio nacional viviente. Cultor. Como Emilio, Como Orlando, como Noel. Cultor, en Venezuela es quien rinde culto, profundiza y sigue una actividad cultural. No llega a los sesenta y algo habrá hecho para ser patrimonio nacional. Su perfil, a partir de una foto en blanco y negro, cuando aún no tenía canas, de pelo largo y bigote, está pintado sobre la fachada de la casa en la que nació. Una y otra canción. Una y otra canción. Rotando instrumentos. Ahora tambor, ahora guitarra, ahora sentado, ahora de pie, ahora en silencio, ahora cigarro en la esquina de los labios, ahora bailando salsa, después cantando a toda voz. Viven la música en público y en privado. El concierto real comienza cuando se va el público y se quedan solos.

Cerveza en mano, dice:

- El chavismo llega y me dice: yo soy como tú. Y yo miro y digo: tú eres como yo.

Paicosa canta siempre. Esta vez a Juan Gabriel. Lo cita, lo usa, lo canta. A su alrededor callan y escuchan. Disfrutan la música. La hacen juntos. Se mueren de risa. - “Te pareces tanto a mí”. Cantan a coro. “Te pareces tanto a míííííí” Como Orlando, Emilio y Noel, como el resto de cultores, cuenta anécdotas. Se gira. Señala una virgen de Fátima. Habla de política sincrética. La que se hace en San Agustín.

- ¿Conoces la estrella de Marín, la tienda del portugués? ¿Donde sirven café con leche? Cuando el Caracazo no dejamos que la saquearan. Era inmigrante, pero era del barrio, de los nuestros, era familia y a la familia no se la toca. En agradecimiento fue a Portugal y nos trajo a su Virgen.

Socialismo, espiritismo afrodescendiente, virgen de Fátima, procesión de San Juan. Identidad propia. Fuerte. Unida. “Eso no hay quien lo toque. Sabemos de dónde venimos. Quienes somos. Eso no hay quien lo toque”. Otra cerveza. “Su planteamiento (el de la oposición) es yo existo y tú no. La lucha de clase más marcada que hayamos tenido nunca. Los dueños del Valle contra los empleados de la finca. Y Chávez cantó ”es que ustedes me están llenado de algo y más que arrojo es frenesí y ese día nos jodió a todos“. A carcajadas. Otra cerveza.

Siguiente ronda, ya de las últimas de la noche, de vuelta en la más estricta seriedad, Orlando presenta a quien califica como su maestro político y de vida. Antonio Blanco, de 58 años, un hombre bajo, de cabeza rapada, bigote cano y brazos y manos duros como su mirada, dura y seca como el cemento reposado. Es profesor de música y milita, ¿Dónde? “Milito como organizador del barrio”, responde seco.

La respuesta es clara y no admite repregunta. “Tenemos todos los motivos para salir: inflación, corrupción, problemas con los alimentos. Pero hemos estado luchando 20 años, no vamos a tirar la toalla. Con los nuestros nos podemos pelear, con aquellos nunca ha habido diálogo. Todo el mundo sabe que si sale a la calle lo usan y lo tiran. Siempre nos tiraron. Aquí no pusieron un pie nunca cuando se les necesitó. Por eso aquí nadie sale”.

Orlando salta. Los intercalados fluyen. Sus experiencias no son sólo las de los golpes que jalonan los últimos años, son más viejas, llegan a la década de los ochenta: “En el Caracazo bajamos ¿sabes qué pasó? Que nos quedamos sin tiendas y comida. Tardamos meses en regresar a la normalidad, y los muertos. Tenemos memoria”. Con el índice se golpea la sien. Una, dos, tres veces. “Hemos perdido tantas veces que ahora que sabemos lo que es ganar no queremos arriesgarnos a perder otra vez”.

Blanco, tipo duro, tiene un monólogo preparado. No debe ser la primera vez que lo suelta:

“Tenemos 500 años resistiendo, esa es nuestra matriz. Desde hace siglos hay dos venezuelas, la de los oscuros llevando coñazos y la de los amos dándolos. San Agustín es un Cumbe de esclavos cansados y libres que han aprendido a defenderse. La esclavitud para nosotros terminó. ¿Porqué no bajaron los barrios? Que responda la oposición. ¿Porqué después de todo lo que ha pasado no son capaces de calentar la calle? Yo nací en 1960 y crecí en el puntofijismo”.

Ante la extrañeza que provoca la expresión, aclara: “Los pactos de la Moncloa a la venezolana, el consenso”. La mitad de mi vida vi cómo dos partidos se repartían todo, un rato tú, un rato yo, un rato tú, un rato yo y nos cansamos de la exclusión. De no recibir nada más que pobreza y golpes. Que te den de un lado o de otro te cansa. Mi conflicto es identitario, es de clase, es que dejen de darme coñazos, yo peleo por ser yo, eso es lo que estamos defendiendo. Ser nosotros. Nosotros hablamos de igualdad, de derechos sociales y los cumplimos“.

Hay un quiebre. Una pausa. Se lo piensa. Se abre otra ronda.

“No somos como ellos, pero tampoco somos como Diosdado Cabello (hombre fuerte del país junto al presidente Nicolás Maduro) porque un revolucionario no es un ladrón ni un corrupto. No estamos con la oposición pero tampoco podemos con estos. No apoyamos, nadie apoya la gestión de este gobierno. Han constituido una boliburguesía que es igual que la burguesía de antes, que la del este. Por eso estamos en el Cumbe, no tenemos nada que hacer allá (señala al este) y cada vez menos allí (y señala hacia al norte) en Miraflores (palacio presidencial)”.

“Esto va a terminar. Ya veremos cómo. No lo sabemos”. Los demás asienten.

Orlando va más contenido. Con la seriedad de un padre que presenta orgulloso a hija y sobrino. Ella trabaja en un banco el este, discreta. Él, Luis Martínez tiene 20 años y sostiene que él aún ve y conoce las dos Venezuelas, a diferencia de sus amigos y familiares. Es el sobrino. Como si fuera hijo. Su como si fuera hermana asiente ante todo.

Mientras la mayoría de sus vecinos dicen que les da miedo ir al este de la ciudad, él lo hace a diario. Nació y vive en el barrio pero cruza la frontera cada tarde y regresa de noche, a las cervezas y la música en la calle. Trabaja como somellier en uno de los mejores restaurantes de la ciudad, donde una botella de vino cuesta varias veces -seis, siete, ocho- el salario mensual de una familia, un lugar donde una sola propina puede ser equivalente a varios ingresos mensuales de una familia. Conoce la desigualdad, la invisibilidad. Le pagan por ser funcional, rápido, muy discreto, casi transparente.

“No soy chavista ni opositor”, comienza. Toda una declaración. “Y eso del hambre es una estupidez. Aquí no hay hambre. Si no lo hay en San Agustín, no lo hay en el este y eso demuestra que muchos venezolanos no son capaces de mirar más allá de sus narices y además mienten a sabiendas porque les conviene. Unos dicen que hay hambre y otros que construyen el socialismo. Son todos mentirosos”.

¿Por qué no baja el barrio a la protesta? Para los habitantes del este de Caracas, para quienes quieren que caiga el gobierno, nosotros no existimos. No hemos existido nunca, no somos ciudadanos de este país. Nadie les cree ni les va a seguir. El principal problema de Venezuela es que Venezuela no es un país, son dos países, dos realidades que no se pueden encontrar porque no quieren, porque no avanzan más que por túneles oscuros. Ya hacen bastante para no chocar con todo como para pensar en encontrarse“. Cree que ”la oposición mantiene una actitud destructiva y sólo quiere tumbar al gobierno y el gobierno martiriza a quien se opone y ha perdido cualquier capacidad de liderazgo“.

Cree , también, certifica una evidencia de hoy: El poder lo tiene el gobierno y que la situación es insostenible. Después, como tantos, se contiene. Por el miedo a lo que esté por venir. La hija de Orlando no deja la sonrisa ni en el momento en el que mira a su padre con profundo amor y le dice que no, que ella no está de acuerdo con lo que pasa en el país. Que ella también cree que esto tiene que terminar ya.

En algún momento de una noche, junto a la cerveza apareció una pistola. No es atrezzo. Es real. Sabe usarse. Es parte fundamental del contexto. De lo que esté por venir.

Ese miedo a lo roto siempre está ahí. Lo que se rompe es difícil de reparar. Todos lo saben. Igual que en el resto de Caracas, en San Agustín se han dado situaciones de quiebre interpersonal. Orlando, Emilio, Antonio, Reinaldo, ponen, sin dudarlo, el ejemplo de un antiguo compañero de militancias y actividades en la parroquia: Gilberto Sojo, de 51 años, hoy diputado, miembro fundador de Voluntad Popular, el partido del líder opositor encarcelado Leopoldo López. Hace tiempo que no se le ve. Ya casi no camina por el barrio desde que en diciembre pasado salió de la cárcel tras cumplir más de dos años de reclusión acusado de almacenar explosivos.

Sojo es un hombre tranquilo, de voz dubitativa y quebrada. Dice que salió de la cárcel enfermo. Con sólo oírle hablar se comprueba que es cierto. Se considera preso político. “Conozco la plastilina porque fui al colegio. Cómo voy a saber yo lo que es el C-4 (un explosivo plástico) que la policía me plantó”.

Como tantos, votó por Chávez: “Fui chavista, no lo vamos a negar, ganó hasta las juntas parroquiales. Pero dejé de militar porque los recursos no llegaban, se quedaban en la parte baja del barrio y a la gente de arriba del todo del cerro no la ayudaban”. Habla de corrupción y de un enfoque diferente, no ideológico. “Así empezó mi lucha. Recolectaba dinero para almuerzos navideños, ayudaba a las personas que no tenían que comer, traté de ayudar a los niños a que salieran de la droga, creé un club de abuelos y traté de buscarles pensiones. Mi trabajo ha sido social siempre, no tanto político, de ayudar al pobre y al humilde”.

- ¿Por qué no bajó el cerro a protestar contra el gobierno?

- “Hay mucha gente que defiende mucho la revolución. No hay quien lo niegue, se han hecho cosas: hicieron el Metrocable, hicieron 34 edificios de misión vivienda en San Agustín, dispensarios médicos, llegaron las misiones, los alimentos. Por eso la gente se siente agradecida”, dice el diputado de uno de los partidos de la oposición más dura al chavismo.

Pero añade también que “el gobierno juega mucho con el estómago de la gente. Dicen que le van a quitar la bolsa de alimentos cuando esa bolsa no se regala, se compra. Si quieren bajar a echar al gobierno, que bajen y si no que no bajen. Pero que sea por voluntad propia y no por miedo”.

Cree que la violencia está afectando mucho al país. No cabe duda de que tiene miedo de hablar. No profundiza, no quiere desarrollar ninguna tesis política. Es diputado. “Estamos dos equipos, los Leones de Caracas y los Navegantes del Magallanes y en ambos hay muchos fanáticos pero esto que nos está pasando tiene que parar, no tiene que convertirse en agresión mutua entre los habitantes del barrio. Los gobiernos pasan pero los vecinos quedan. Hay que parar”.

Sojo reconoce que en San Agustín ha habido enfrentamientos, “sólo verbales. Pero nada serio. Son muchos años de convivencia. ¿Cómo se va a dañar esa convivencia?” y se pone como ejemplo. “Si yo hubiera salido con resentimiento de ese hueco en el que me encerraron, no podría hablar con nadie” antes de concluir con un mensaje claro: “Esto sólo se va a solucionar desde el respeto. Desde la aceptación mutua del bando contrario”.

Pero echa de menos a aquellos con quienes creció. Hace tanto que no los ve.

- Ahora no se puede. Algún día se podrá.

Pregunto de regreso en el barrio por él.

- “No es mal tipo, lo usaron o se dejó usar”, me responden aquellos con los que creció. Duros, fríos. No parecen echarlo de menos. Dos mundos cada vez más alejados.

Charlene Arias acaba de separarse. Tiene 35 años, una hija de siete. Ha perdido su empleo en un almacén de medicamentos del Seguro Social y desde entonces es una de las mujeres más activas en la cooperativa de consumo de alimentos de San Agustín.

Lo es desde el primer día, hace más de un año. Lo es desde el amanecer de un sábado veraniego reciente en una cancha que hay que limpiar, organizar y adecentar para vender decenas de bolsas de vegetales que llegan en camión, desde lejos, directamente para los habitantes del barrio que han decidido autogestionarse y seguir construyendo. Mujer, negra, pobre, madre soltera. Políticamente activa. Dura. No es la hija de Emilio ni es la hija de Orlando. Tampoco lo es de Antonio ni de Reinaldo.

Es su consecuencia política.

Charlene ordena sin dar órdenes. Maneja con soltura ese punto de pago que pareciera darle sofisticación a su mercado callejero y es, en realidad, lo único que las salva del corralito que sufren en un país sin efectivo, donde hasta una bolsa de papas en un barrio pobre se resuelve con tarjeta de débito. Ordena con esa iniciativa discreta de quien ya sabe que la miran como líder. Acaba de hacerse de día, las calles aún no están puestas. Ha llovido. Hay que sacar el agua de la cancha con una escoba. No abre la boca, lo hace. No cobra por esto. Cree.

Mientras se colocan sillas y tarimas, el inmenso plástico con el que se protegerá la papa y la zanahoria de la posible lluvia muestra una imagen de un empleado del petróleo. Paradojas. Tanto por un lado y tan poco por otro.

Comienzan a llegar hasta una docena de vecinas. Y media docena de vecinos. Todas juntas han debatido sobre los precios de la bolsa, sobre el cuidado necesario para que todas las bolsas tengan el mismo peso, el mismo producto, el mínimo margen de beneficio necesario para pagar el Sancocho, la sopa colectiva que tomarán al terminar, para pagar esas bolsas de plástico necesarias para empacar. Nadie cree que haya que vender más de un 10% por encima del precio de coste.

Su formación política es clara. Y Charlene, sin enfrentarse con nadie, ha ganado un par de fieles más. Además ha argumentado que si alguien no puede pagar, se le de un margen de confianza. “Socialismo”, dice, “comunidad”, añade. “Hay que ser flexibles”, defiende, en respuesta a otras participantes en la cooperativa que creen que el que no pague en el momento no puede llevarse bolsa. Charlene es consenso y sonrisa. Estratega. No discute. Calla y regresa dos temas después, cuando los demás han rebajado el tono. Lo hace con más fuerza. Gana.

Activista desde hace mucho, política, entra directa al problema. “Hace más de un año que la situación se agravó mucho”, recuerda. “Se nos hacía cada vez más difícil conseguir los alimentos, faltaba, había escasez, había mucha rabia. Todo se venía rudo. La peor frustración es que una tenía el dinero para comprar pero no llegaba qué comprar”.

En su memoria, de entre todos, guarda un día. Por la comida, claro.

Gestual, hiperexpresiva, sonriente, el recuerdo del momento en el que casi, pone la seriedad sobre la mesa, junto al café. Allá por Mayo de 2016. Mercal, supermercado, largas colas. El de las mismas largas colas de hoy. El camión con las bolsas del Clap no llegó. “Éramos seis mujeres, las voceras de calle, y sesenta personas que pedían comida. No había policía”. Vamos a trancar, vamos a quemar, recuerda que decían. Ayudó a frenarlo. “Estuvimos hablando un día entero. Apelando a la conciencia, al proceso, al Comandante. Todo fue muy tenso. El único día que he sentido miedo de verdad, de que todo estallara. Pero creo que ni aquel día, el único que la comida no llegó al barrio, hubo gente que pasara hambre”.

Y explica. “Cada casa sabe que día le toca comprar. Todos sabemos cuando compra cada casa. Un día pido yo, otro día me piden a mí. Ponemos en común, por eso el barrio sobrevive. Porque vivimos juntos. Aquel día pasó eso. Que decidimos arreglarlo entre nosotros. Y así hemos seguido hasta hoy”

Su puerta está abierta a la calle mientras a la calle. Se asoma, señala. El resto de puertas de la calle también.

Charlene tiene un discurso sobre patrón alimenticio. “Aquí hay vegetal, el vegetal es venezolano, mientras gran parte de la comida procesada es de importación. La importación falla, consumamos lo venezolano, que además es más sano. No tenemos que estar todo el día metiéndonos carbohidrato y harina y arroz. Comamos vegetal”. Ríe. Lo diría un nutricionista fuera de Venezuela. Aquí, Charlene lo sabe, suena a propaganda política.

“En la casa descubrimos un molino. Años de no usarlo. Ahora molemos para nosotros y para todo el barrio. La gente llega y hablamos, nos organizamos. Hablamos todo el día. No podemos ponernos vendas en los ojos. El gobierno ha tenido muchos desaciertos y es necesario un voto de castigo, un toque de atención, el gobierno no invirtió en producir venezolano, sólo en importar. Aprendido para toda la vida que ese fue el peor error”.

Habla de una iniciativa política en retroceso. “Ese error ha hecho que perdamos gente. En mi poligonal, al menos el 30% de los vecinos ya no han votado. Eso será muy difícil de recuperar. Ahora hacemos asambleas de cuadra para proponer y cada vez hay más enfado. Además, llego al estado mayor de San Agustín (los responsables políticos del barrio) a explicar lo que sale de mi poligonal y veo burocracia, un día, dos días, sólo para hablar con alguien. Antes no pasaba. Falta presencia en la calle, falta voluntad política de estar en la calle. Se están equivocando”.

Sigue por la propuesta. Se llama a sí misma al orden. Ha sido clara.

“Recuerdo que Chávez dijo en 2002 `El petróleo es de todos. Lo que tenemos es de todos´ y empecé a votar y a militar. La vida de esta familia cambió. Pensiones para mis padres, que habían trabajado y entonces descubrieron que las empresas no habían aportado lo que les correspondía para cobrar una pensión. Útiles escolares, comida, Canaima (pequeñas computadoras gratuitas que se reparten en las escuelas) médicos, misiones. Adquirimos conciencia social ya mayores. Me formaron para trabajar y cuando no trabajo, me pagan un dinero para vivir”. Y a cambio de ese dinero, se forma de nuevo.

Charlene asiste hoy a un curso gratuito, todos los días, jornada completa, sobre parto humanizado y salud sexual y reproductiva que tiene como objetivo formar a miles de mujeres para que puedan atenderse partos y cuestiones relacionadas con la salud de la mujer en los centros de salud de cada barrio.

Además del curso, de su transferencia condicionada, de esa formación a cambio de una especie de seguro de desempleo, algo bastante similar a lo que sucede en tantos países, Charlene participa mucho. No sólo trabaja en la cooperativa de consumo de manera voluntaria. Pertenece al partido. Y a la poligonal que le corresponde cuando toca repartir las bolsas del Clap y los beneficios que el gobierno trae al barrio.

Explica una y otra vez que la mayor fortaleza de las militancias múltiples que maneja es la transparencia. Todos saben, ella sabe. Es muy difícil mantener secretos o actuaciones que los vecinos no aceptaran, porque la telaraña de complicidades tejida es muy densa. Con muchos nudos. Esa es su metáfora sobre las redes que les permiten vivir el día a día. Ejemplo en primera persona: “Estoy desempleada, sale la tarjeta de hogares de patria, que me da un ingreso para comer. Lo solicito en el Consejo Comunal, piden informes, entrego informes, se me concede”.

Charlene no niega. Pero desmitifica. “Ser chavista ayuda a recibir beneficios. Hay gente que no es chavista que tiene los mismos que los chavistas”. Y le parece incoherente. “Cuando el nivel de apoyo está mermando tanto, habría que defender a los de una y no a los contrarios. No se hace con claridad y yo pediría que eso pasara más. La comida es política. La participación en los modos de conseguir comida, de conseguir cualquier artefacto hoy es política. Hay que participar políticamente: no se puede limitar el acceso a nadie a la comida. Pero en cosas que no sean tan básicas yo creo que hay que darle al chavista por su grado de conciencia y colaboración antes que al opositor. Es mi opinión, yo trato de hacerlo. Pero no está bien visto. No es justo que unos colaboren y otros no y todos reciban por igual”.

Charlene recuerda el día que el cerro bajó igual que lo recuerda Yorma. Confirma que fue el 19 de abril y repite: Convocatoria boca a boca, música, mucha gente. Difiere en los detalles. Los ve con más matices que Yorma. Quizás por aquello de doblarle la edad y entender más allá, participa de otro nivel de debate. “Costó mucho evitar que la gente bajara a enfrentarse con ellos. Hubiera habido muertos. Hubo que pararlos”.

- Charlene, ¿qué piensas tú?

- “Me he tambaleado. Pero sigo reflexionando”.

- ¿Cuánto tiempo vas a aguantar?

- Si yo viera hambre en la calle, que de verdad no hubiera para comer, con todo lo que vamos pasando, yo no aguantaría más. Nadie aquí aguantaría más“.