El encuentro estuvo a punto de truncarse. La persona con la que nos habíamos citado avisó, preocupada por las consecuencias de hablar con un periodista, a la colectiva (la mujer que coordina el colectivo en su barrio de Caracas).
Puso una condición, aceptada. Exigió estar presente en la conversación sobre cómo ella, la madre, se las apaña para que su hijo de dos meses pase limpio el mayor tiempo posible. El barrio está bajo control real del Gobierno, como casi todos. En equilibrio, aún, gracias a una política social que genera una mezcla compleja de agradecimiento, interés y miedo: una relación condicionada que se basa en un tipo de apoyo a cambio de otro tipo de apoyo.
Hablar sobre los pañales de un bebé, sobre su escasez, sin supervisión tendría, en la percepción de Ella, la madre, de 28 años, la consecuencia de perder los beneficios que recibe del Gobierno. No se atreve a ser nombrada. Del mismo modo, la colectiva de conocerse su nombre, cambiaría su discurso, como sucede tanto en Caracas.
De camino al barrio, parada en tres Farmatodos (la cadena de farmacias más importante del país). En ninguno tenían. Ese día estaban a 20.000 bolívares porque sólo habían llegado de importación. Para conseguirlos sugerían hacer cola por la noche porque llegan a las seis de la mañana y se acaban rápido.
El barrio, frente a un campo de golf, colinda con mansiones de una riqueza insultante. Aquí, las dos venezuelas están tan cerca como a una sola calle de distancia, la que separa la Venezuela que protesta de la que no protesta (o no tanto o no del mismo modo). La que da entrada a un callejón estrecho por el que apenas cabe una moto y que da acceso, a su vez, a un laberinto más estrecho e insondable aún que el anterior, ruidoso, superpoblado, de escaleras y casas de bloque de todos los colores.
La música a todo volumen rodea a dos niños que corren agitados ante la visita. Ella, la madre, pálida y agotada, recibe con un bebé de pelo negrísimo que lleva apenas dos meses colgado de la teta de su madre, que grita a sus hermanos, de cuatro y siete años, ubicándolos frente a un televisor que emite dibujos animados sin sonido para que la dejen charlar en paz con la visita.
La colectiva limpia en la cocina. Escucha tras una cortina.
Ella, la madre, habla de tiempos pasados, mejores. “En 2010 con el de siete años se conseguían Huggies, Pampers, cualquiera, de la talla y hasta se podía escoger si llevaban dibujo de Winnie the Pooh o de Mickey. Había surtido, valían 20 bolívares y compré el primero unos días antes de que naciera el niño”, cuenta. “En 2013 con el de cuatro, valían 150 bolívares. Iba al Farmatodo y se conseguía”.
Empieza el problema. “La última Navidad supe que estaba embarazada. Ya sabía que no se conseguían. El primer paquete me lo dieron al nacer en un centro del barrio, de una donación de la Polar (una empresa local). La abuela me regaló otro. Una vecina me trajo otro de Colombia. De ahí, a comprarlos sueltos. Hace una semana valían 1.500 bolívares, ahora valen 2.500”. Silencio. “La unidad”, matiza.
El paquete de 20 a ese precio, de uno en uno, sale a 50.000. Más del doble que en la farmacia, más de cinco veces lo que vale a precio regulado. Es habitual que los más pobres tengan que acabar pagando más por los productos por su incapacidad de acumular dinero suficiente para planificar al menos un mes, de generar mínimas economías de escala. “El niño debería usar cuatro al día. Nunca ha usado cuatro. Quizá dos. Por la noche se lo quito pero tengo que tapar el colchón con bolsas porque lo orina y lo pudre, y un colchón está en 800.000, lo mismo que una cocina de cuatro fogones, porque tampoco hay”.
El padre del bebé murió en junio en un incidente con la policía. Ella vive con su padre, que es vigilante en un parking. Gana 70.000 bolívares al mes, más las propinas. Fue recepcionista en una empresa de ropa hasta que supieron que estaba embarazada y no le renovaron el contrato, que se renueva mes a mes. Ganaba 95.000. Además, “aquí ahora, en la empresa, a la mujer joven le piden hasta una eco para que demuestre que tiene el DIU y si no, no hay trabajo”.
Comprar un día a la semana
El pañal nacional a precio regulado, el más accesible, el que responde a la política de planificación del Gobierno, está a 7.000 el paquete de 20. No es la única opción. Cuando hay. Si se puede hacer la cola. También está el de tela lavable que cuesta ahora 120.000 y dura mucho más. Pero mantiene la humedad y al bebé le sale pañalitis. La crema hidratante tampoco se consigue y, si hay, está a 25.000. El problema aquí es que sólo se puede salir a comprar un día a la semana; si la cédula acaba en nueve, la suya, son los viernes. Toda la noche “¿y yo cómo voy con este bebé? ¿Y mi papá, cómo va? ¿No duerme y después se va al trabajo?”, pregunta.
En la cola están los bachaqueros. Esperan toda la noche y después pueden dar paso a tres personas y así acaparar cuatro paquetes. Ellos no necesitan los pañales pero los compran y luego los venden por unidad. Por el paquete de 20 que compran a 7.000 y venden en torno a 40.000 se sacan 30.000. Por cuatro paquetes, 120.000. Su beneficio es inmenso. Es el libre mercado. En toda crisis, alguien sale ganando, y mucho.
“Los bachaqueros son escoria”, dice.
La colectiva sale de tras la cortina y se suma a la conversación. Está de acuerdo en la crítica a los bachaqueros. Ha entendido que estamos hablando de pañales y aporta, como madre que ha sido.
“Compran, acaparan y le chupan la sangre al vecino. Tienen contactos, amigos. Nadie puede decirles nada porque son ellos, son los mismos que mandan los que lo hacen. Muchos bachaqueros son guardias que se aprovechan del uniforme para dedicarse a ganar dinero. Te miran y te dicen que siempre van a estar ahí”.
La colectiva está de acuerdo con que el barrio hay gente que tendrá que rendir cuentas algún día por lo que hace.
Estos meses de protestas ambas han sentido miedo. Dice que todos sienten terror psicológico. “Había zozobra porque estallase el enfrentamiento del pueblo radical contra el pueblo radical y una sólo pensaba en la comida, la comida, la comida por lo que pudiera pasar. Pero tampoco se puede ir guardando para lo que pase porque una sólo tiene lo del día. Hay días que yo sólo como de noche para que coman los niños. No hay para más. He adelgazado mucho. He pasado hambre embarazada y el niño no tenía suficiente porque yo no comía suficiente. No comemos suficiente. La semana pasada la lechuga estaba a 2.000 y hoy está a 5.000 ¿Es que la importan de Estados Unidos la lechuga?, les digo yo. Sube el bolívar y sube la comida, baja el bolívar y sube la comida otra vez. Alguien se está haciendo rico con nosotros”.
Algo mejor que hace unos meses
En Caracas, hace mucho tiempo que todos saben dónde hay y no hay un determinado producto y a cuánto está. Es el tema de conversación, actualizado día a día, a medida que suben los precios sin parar y varía, cada semana, la lista de los disponibles y sus lugares en una situación que, sin duda alguna, pese a la dificultad e inestabilidad extremas, ambas coinciden en calificar como “algo mejor” que hace unos meses. Hay “algo más” que antes.
La colectiva se despide pero no sin antes dar su discurso final e invitar para el día siguiente al supermercado de barrio donde ella vigila la seguridad en las colas. “Yo soy chavista (se golpea el pecho) pero soy crítica y la culpa de esto la tenemos todos: Gobierno por sus errores, la oposición por su ambición y avaricia y el pueblo por permitirlo todo”. No cree, de ninguna manera, que el problema se haya solucionado.
- ¿Podría pasar algo?
- “Al ser humano en Rusia y en Estados Unidos y en Venezuela le toca usted la comida y todo acabó, no hay plática que valga ahí”.
La frase, clara, de despedida, venezolana y universal: “Por la plata baila la mona”.
Ya sin la presencia de la colectiva, más soltura. Ella, la madre, explica que nunca fue chavista, nunca votó por Chávez ni por Maduro. Explica también que para la Constituyente sí votó. Fueron a votar porque los llevaron. El que no vota pierde cualquier beneficio que esté recibiendo, la bolsa de alimentos mensual, 18 kilos a 10.000 bolívares, el primero. Eso es lo que ella cree. Que no puede no ir a hacer lo que le digan. Que sin esa bolsa no come.
En todo caso, sabe que el control de precios no sirve para que su hijo tenga cuatro pañales al día.
Empresas que no producen
En otra esquina de Caracas, de avenidas y cafeterías bien surtidas, Ella, la economía de mercado, está representada a la hora del desayuno, por una empleada de mando intermedio que recibe antes de comenzar su jornada y tampoco quiere ser identificada porque su empresa no le permite dar entrevistas del mismo modo que el partido llama a silencio a la colectiva.
“Cuando el Gobierno expropió a la otra empresa, se quedó con la mitad del mercado. Mitad ellos, mitad nosotros. A ellos les cuesta mucho producir y sacan poco producto y a nosotros no nos sale rentable con el precio del dólar paralelo. No producimos. No venderíamos. Así comienza la escasez”.
El dólar en la calle está hoy a unos 10.000 bolívares. La tasa oficial que el Gobierno vende a 2.900. Las empresas que necesitan comprar dólares tienen que solicitarlos al Gobierno al 30% de su precio real en el mercado negro. Se pierde dinero. Mucho.
“La pulpa absorbente que va dentro del pañal es de importación, carísima. Por eso no estamos produciendo. Hay una fábrica que puede producir pero no tiene materia prima porque no tiene dólares y porque los precios están regulados. Vendiendo, no recupera. Acaban de subir el precio oficial de venta a 8.000 (1.000 bolívares de diferencia al alza en un día pese a que el dólar paralelo ha caído en una semana de 18.000 a 10.000 bolívares) pero con eso no se puede fabricar, es a pérdida”, explica. “De fabricarse saldría a un precio que aquí nadie puede pagar y no se vendería”.
Como explicaba Ella, la madre, baja el dólar pero no baja el producto. Bienvenida la especulación. Nadie en Caracas entiende el criterio por el que una página web llamada Dolar Today, con sede en Miami y dirigida por opositores al Gobierno, marca una cotización del bolívar que estos días no se encuentra en la calle. Nadie, desde el chavismo a la empresa privada, comprende la lógica detrás del cálculo pero sí, en cambio, el daño que hace a la capacidad de afrontar una mínima planificación de costes de importación a medio plazo.
Ella, la economía de mercado, ofrece una conclusión para este barrio, para tantas personas: “El 80% de las familias usa pañales de tela. Eso no es bueno para los niños”, dice. “Pero”, y aquí da su opinión, “el Gobierno ha hecho sus cálculos. El 30% de las familias son compradoras de pañales. Llevan así casi un año y no se han levantado, así que ya han visto que puede seguir la situación. Hace que descienda en la lista de prioridades”.
Como posible solución, sólo acierta a pensar que “hay que lograr salir de regulación de precios. Véndelo al precio que te dé la estructura de costos. Será carísimo, nadie lo podrá comprar. Y con el tiempo, si el país vuelve a ingresar dólares, eso se estabilizará de nuevo. Con los productos alimenticios, leche, arroz, han ido liberando producción y precios haciendo la vista gorda respecto a sus políticas declaradas porque si no, la población iba a estallar”.
Con los pañales, como con tantas otras cosas, por ahora, no va a pasar.
Ella, la economía de mercado, sabe que con la economía de libre mercado, Ella, la madre, tampoco tendría cuatro pañales al día para su hijo. Como sucede en tantos lugares.
Y en el Ministerio de Economía no hubo manera de conseguir una respuesta del Gobierno. Tras varios días de espera, el día de la cita se suspendió porque el personal que trabaja en el sistema de fijación de precios estaba asistiendo a una marcha contra el imperialismo.