Viaje a la desesperanza: diario de una semana en Palestina e Israel

26 de octubre de 2024 22:00 h

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Llegué a Jerusalén un viernes al atardecer, después de un viaje mucho más largo de lo habitual por la imposibilidad de volar directamente de Madrid a Tel Aviv. La gran mayoría de los vuelos habían sido cancelados esa semana después del ataque iraní con misiles balísticos contra territorio israelí –que no causó víctimas–. Los ánimos estaban revueltos por la ofensiva y por la cercanía del primer aniversario del atentado de Hamás del 7 de octubre.

El objetivo de mi viaje era cubrir esa efeméride destacada, un pretexto para hacer balance del año que había pasado no solo desde el mayor ataque de la historia del Estado judío, sino del comienzo de la guerra en Gaza en respuesta a ese asalto –una guerra de castigo colectivo contra los palestinos de la Franja que continúa a día de hoy y suma ya unos 43.000 muertos–. Una fecha sombría para israelíes y palestinos, aunque con un significado muy diferente para cada pueblo.

Eran días tensos y difíciles sobre todo para los familiares de los asesinados y los secuestrados el 7 de octubre en suelo israelí, así como para los muchos palestinos que han perdido a parientes, amigos y conocidos en la matanza de Gaza. Con estos últimos hablé en Belén, poco después de cruzar la frontera de Jordania con Israel, en mi primera entrevista en Cisjordania –un territorio aislado de la Franja desde hace muchos años, pero unido visceralmente al enclave costero por lazos familiares e históricos más viejos que la ocupación israelí–.  

La vida en Cisjordania no está paralizada por el genocidio en Gaza: los palestinos y palestinas siguen las noticias dramáticas que llegan desde la Franja, principalmente a través de la cadena de televisión Al Jazeera. En cada casa en la que entré, la televisión estaba encendida en el canal en árabe de Al Jazeera, a cualquier hora y en cualquier circunstancia; también en las cafeterías, donde la gente se reúne, charla y trata de seguir adelante, mientras las imágenes y el sonido de la guerra discurren en segundo plano. 

Creo que los palestinos y palestinas están tan acostumbrados a la muerte, la pérdida, el dolor, la injusticia que parecen aceptar esta nueva tragedia que les ha tocado vivir –una nueva Nakba, como la ha llamado más de un experto–. Es un pueblo tremendamente fuerte y resiliente. No sé si muchos de nosotros podríamos sobrellevar esa pena, esa humillación y represión, esa incertidumbre constante, desde hace generaciones, además de las duras condiciones de vida en los territorios ocupados. 

En mi primer día en Cisjordania, estuve más de dos horas en un puesto de control de carretera del ejército israelí, a la salida de la ciudad de Jericó (área bajo control de la Autoridad Palestina, lo cual no impide que Israel pueda bloquear todos los accesos). Me desesperé por la espera absurda e injustificada –y porque llegaba tarde a una entrevista–, pero los ocupantes de los demás vehículos parecían más tranquilos, resignados: algunos se dieron la vuelta y cambiaron sus planes; otros fumaban y charlaban para entretenerse bajo el sol de octubre, aún muy caliente. La cosecha de los dátiles estaba en su punto álgido y Jericó es una de las zonas productoras por excelencia. Dos niños pequeños, que salieron de la nada, empezaron a repartir dátiles recién recolectados entre los que estábamos parados: no lo hicieron para ganarse unos shekels, sino para endulzar la espera sin recibir nada a cambio. 

Los siguientes días en los que me moví por los territorios ocupados, me di cuenta de que los palestinos no pueden hacer planes ni tener una cita, porque no saben cuánto tiempo van a perder en los numerosos controles y bloqueos de carreteras, que han aumentado considerablemente desde octubre de 2023 –tal y como denuncia la ONU–. Y no saben dónde será la próxima redada y operación militar, o el siguiente ataque aéreo israelí, que también se han incrementado en frecuencia y violencia en el último año. La noche antes de que yo cruzara la frontera, tuvo lugar en el norte de Cisjordania uno de los bombardeos más mortíferos desde la Segunda Intifada (2000-2005): Israel mató a 18 palestinos en un ataque contra el campo de refugiados de la población de Tulkarem, que ha sido golpeado repetidamente en los últimos meses. 

A pesar de todas estas circunstancias, entre los palestinos de Cisjordania y Jerusalén Este no percibí tanto odio, rencor y hostilidad como entre los israelíes de Jerusalén Oeste y Tel Aviv. Debo admitir que no soy una observadora neutral, por mucho que lo intente en mi papel de periodista: hablo árabe y entiendo mejor la mentalidad y las dinámicas de los árabes después de haber vivido y trabajado en Egipto 14 años –en los que también viajé a muchos países de Oriente Medio y pude familiarizarme con su cultura, costumbres y religión–. Durante esos viajes, siempre intenté escuchar la opinión de todos los bandos y de todas las víctimas; de las personas comunes que sufren las consecuencias de lo que hacen sus gobiernos, los gobiernos o ejércitos extranjeros y otros actores no estatales.

También en Israel, intenté entender y empatizar con las víctimas del atentado de Hamás –más de 1.200 muertos y 251 rehenes– y con los ciudadanos de a pie, que también son víctimas de la manipulación, la propaganda y una cultura predominante de violencia y guerra. En el primer aniversario del 7 de octubre, buscaba rememorar esos hechos y ver cómo se sentían un año después los familiares de las víctimas y, en general, todos los y las israelíes.

Los familiares de los asesinados y secuestrados con los que hablé todavía sienten mucha rabia y rencor, y parecen impasibles ante el dolor ajeno, el sufrimiento de los palestinos que, en ocasiones, se encuentran a pocos kilómetros de distancia, al otro lado del muro de Cisjordania o de la valla fronteriza de Gaza. Me cuesta entender que una madre o una abuela que han perdido a un hijo o a un nieto no puedan ponerse en el lugar de otras madres y abuelas, simplemente porque las otras son palestinas. Me cuesta creer que una madre que haya sufrido la pérdida de un hijo o una hija, o varios, no se solidarice con otras madres o, incluso, les desee el mismo sufrimiento.

El 7 de octubre, todos los y las periodistas asistimos al acto de conmemoración por la masacre del festival Nova, una multitudinaria fiesta de música electrónica que se estaba celebrando cerca del kibutz Re’im el fin de semana que Hamás eligió para lanzar su asalto, coincidiendo con una festividad religiosa judía. El festival Nova fue donde más personas murieron ese fatídico día y, en la actualidad, se ha convertido en un lugar para la memoria.

Era escalofriante estar en ese parque con altos eucaliptos y pensar en lo que había ocurrido un año atrás, imaginarse todos los y las jóvenes que estaban allí bailando y cuyos rostros ahora están en las fotos que se pueden ver por todo el recinto en altares improvisados, casi siempre acompañadas de la bandera de Israel. También era escalofriante esa mañana del 7 de octubre de 2024 escuchar los disparos de los tanques israelíes a pocos kilómetros de distancia, que atacaban Gaza desde el otro lado de la frontera. Un militar nos avisó a los y las periodistas que escucharíamos explosiones, pero que no nos preocupáramos porque eran “de los nuestros”.

El ruido de la artillería no parecía molestar a las familias que se encontraban allí recordando y llorando a sus seres queridos. Yo me preguntaba que estaría pasando en Gaza, dónde estarían impactando esos proyectiles, cuántas personas estarían muriendo en esos momentos… Era insoportable el sonido y era inevitable pensar en los gazatíes.

Hablé con varias personas, intenté ser lo más respetuosa posible a la hora de preguntarles qué opinaban sobre la masacre que ocurría a pocos kilómetros de donde estábamos. Después de cada entrevista, transmitía mi sentido pésame, pero mi malestar iba en aumento a medida que continuaban los disparos de artillería y constataba la indiferencia total ante los estallidos repetitivos (excepto por parte de algunos compañeros y compañeras de la prensa internacional). 

La última persona con la que hablé fue el hermano de un chico asesinado junto a otros jóvenes (18 en total) que se habían escondido en una ambulancia el 7 de octubre de 2023, contra la que los asaltantes de Hamás lanzaron una granada. El entrevistado había aterrizado en Israel hacía pocas horas, procedente de Nueva York: había viajado expresamente para asistir al homenaje de su difunto hermano. Me esperaba de él un discurso diferente: pensé que no estaría tan embebido de la propaganda belicista del Gobierno israelí, pero no fue así. Me dijo que la de Gaza era “la guerra más justificada que jamás ha habido” y lo dijo con total convencimiento, un convencimiento que daba miedo. 

Pocos minutos después, su familia y las familias de los fallecidos en la ambulancia soltaron globos blancos en forma de corazón para recordarlos. Los cañones de los tanques israelíes seguían disparando contra Gaza y, desde la Franja, las milicias palestinas lanzaron varios cohetes hacia territorio israelí –que fueron interceptados y no causaron daños, como ocurre en la gran mayoría de los casos–. Sentí una gran desesperanza: ¿Cuánto tiempo continuaría este conflicto? ¿Cuántas personas más tendrían que fallecer en cada bando? ¿Cuántos palestinos muertos podrían satisfacer la sed de venganza de los israelíes con lo que hablé? ¿Cuántos aniversarios del 7 de octubre habrá sin que exista una reconciliación?