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Análisis

La victoria electoral de Donald Trump encaja perfectamente con los planes de Netanyahu en Oriente Medio

Benjamín Netanyahu (izq) estrecha la mano de Donald Trump en una foto de archivo de 2020.

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Solo quien cree en las casualidades puede aceptar que la decisión de Benjamin Netanyahu de cesar a su ministro de Defensa, Yoav Gallant, haya coincidido con el día de las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Para los demás, se trata de un paso más en el intento del primer ministro israelí de despejar cualquier obstáculo en su afán por mantenerse en el poder y rematar su sueño de crear un nuevo orden en la región. Todo ello con las bendiciones que cabe imaginar por parte de un renacido Donald Trump.

Aunque ambos comparten filas en el Likud, las tensiones entre Netanyahu y Gallant eran bien conocidas desde el arranque del actual Gobierno a finales de 2022. De hecho, ya en marzo del pasado año el primero trató infructuosamente de desembarazarse del segundo, no solo porque Gallant se oponía a la reforma judicial que Netanyahu pretendía aprobar para blindarse ante las tres causas contra él que pueden llevarlo a la cárcel, sino porque hacía gala públicamente de que esa medida suponía un notable deterioro de la defectuosa democracia israelí.

Desde entonces, la tensión personal no ha hecho más que aumentar, tanto en relación con los intentos de liberar a los 101 israelíes que todavía están en manos de Hamás –dejando claro que ese tema no es una prioridad para el primer ministro, mientras que Gallant apostaba por explorar vías de negociación para lograr un intercambio de prisioneros– como sobre el devenir de la guerra.

Resulta obvio que Netanyahu busca la prolongación y la ampliación del conflicto como mecanismo principal para mantenerse en el poder, retrasando todo lo posible unas elecciones que podrían determinar su derrota y, por tanto, su impunidad frente a la Justicia. El segundo, por el contrario, demandaba una estrategia de salida, entendiendo que Israel ni va a eliminar definitivamente a Hamás y a Hizbulá por la vía militar, ni le interesa desgastarse en una guerra indefinida dadas sus limitaciones demográficas, económicas y militares.

Pero quizás el factor definitivo para entender el cese sea el que conecta con la decisión judicial del pasado junio, cuando el Tribunal Supremo puso fin al privilegio de los varones ultraortodoxos de no hacer el servicio militar. Gallant, como responsable de Defensa, veía necesario contar con más efectivos para atender tantos frentes de combate abiertos (Gaza, desde hace más de un año, y Líbano, desde hace un mes y medio).

Pero Netanyahu sabe que, si lleva a la práctica la decisión del Supremo, su Gobierno no lograría sobrevivir un solo día más, ante la amenaza de los partidos ultraortodoxos que forman parte de la coalición gubernamental de retirarle el apoyo; los mismos que tienen asegurado volver a gobernar en cualquier futura cita con las urnas dadas las particularidades del sistema electoral israelí.

En definitiva, Netanyahu sería el perdedor neto si se atreviera a dar ese paso. Con su defenestración y su relevo por Israel Katz, miembro igualmente del Likud y hasta ahora ministro de Exteriores, Netanyahu se garantiza la primacía en la conducción de la guerra y la continuidad del heterogéneo gabinete ministerial que preside.

Visto así, la victoria electoral que acaba de lograr Donald Trump encaja perfectamente con sus planes. Sabe, por un lado, que va a seguir contando con el apoyo inequívoco de Washington, tanto en el terreno diplomático como en el económico y militar. Así, podrá contar con una férrea cobertura política para continuar la masacre en Gaza y Cisjordania, y la invasión de Líbano, violando sin reparos el derecho internacional hasta donde lo considere necesario.

Igualmente, también en el terreno político, calcula que Trump –que ya trasladó la Embajada estadounidense a Jerusalén (desde Tel Aviv) y reconoció los Altos del Golán sirios ocupados como territorio israelí– volverá a retomar la idea de completar los Acuerdos de Abraham. Unos acuerdos que, en su primera fase (2020), hicieron que Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Marruecos y Sudán se atrevieran a dar el paso de normalizar sus relaciones con Israel, y que ahora apuntan directamente a Arabia Saudí.

Cabe esperar que la nueva administración Trump refuerce la presión para que Riad –líder del mundo musulmán suní– termine por dar un paso que los ataques de Hamás del 7 de octubre de 2023 bloquearon momentáneamente, lo que acabaría por dejar a los palestinos totalmente fuera de juego.

Y todavía hay que añadir a Irán a esta ecuación, considerando que Netanyahu no duda en afirmar contundentemente que hará todo lo que sea necesario para evitar que Irán, al que identifica como la principal amenaza a la seguridad nacional, llegue a dotarse de armas nucleares. Una percepción de amenaza que también comparte Trump, el mismo que denunció en mayo de 2018 un acuerdo nuclear que Teherán estaba respetando y que ha reabierto la puerta a que el régimen iraní insista en su controvertido programa, sin que la Agencia Internacional de la Energía Atómica tenga ahora medios eficaces para controlar hasta dónde ha llegado.

No cabe descartar que, en su deriva belicista, Netanyahu se decida a entrar en una confrontación abierta con Irán, contando con que Trump estaría dispuesto a colaborar de manera directa en lo que podría terminar por desencadenar una guerra regional a gran escala.

En definitiva, un primer ministro empeñado en conservar el poder a toda costa –al margen de los intereses de su propio país–, en ahogar cualquier esperanza palestina de contar con un Estado independiente y en anular manu militari el régimen iraní y que cuenta con Trump como respaldo decisivo. ¿Alguien puede pensar que ese es el camino de la paz en Oriente Medio?

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