Un helicóptero Apache sobrevuela una zona del este de Bagdad el 12 de julio de 2007. Hay informaciones de ataques de un grupo insurgente en las inmediaciones. Su tripulación pide permiso para atacar a un grupo de personas, porque cree que dos de ellas llevan armas. En concreto, dicen que tienen fusiles AK-47, aunque se trata de dos trabajadores de Reuters que llevan encima su material de trabajo. Son el fotógrafo Namir Noor-Eldeen, de 22 años, y el conductor Saeed Chmagh, de 40.
Nadie está disparando sobre el helicóptero, porque nadie lleva armas y nadie parece consciente de que estén siendo observados desde el aire. Nada de lo que se ve hace pensar en un ataque o emboscada. Como en otras zonas de Bagdad, pueden escucharse disparos a uno o dos kilómetros, pero las personas siguen haciendo su vida. Es la rutina violenta a la que se han acostumbrado en los últimos cuatro años.
El helicóptero, identificado con el nombre Crazy Horse 18, recibe permiso para disparar, a pesar de que las normas de combate del Ejército norteamericano impiden abrir fuego contra alguien que no esté atacando a las fuerzas propias. “No tenemos gente al este de nuestra posición, así que pueden disparar”, escucha la tripulación del aparato. No hay tropas norteamericanas en las cercanías. Después de recibir luz verde, un piloto cree ver a alguien con un RPG.
Varias descargas acaban rápidamente con los congregados en la calle, entre ellos los reporteros. Uno de ellos se arrastra herido por el suelo. El Apache pide permiso para eliminarlo, aunque ahora están esperando a que coja un arma para disparar. “Mira a esos cabrones”, se escucha en la transmisión. Los que ven las imágenes felicitan a los pilotos.
Instantes después, aparece una furgoneta para recoger a los heridos. Tampoco se ve ningún arma y el Apache no dice que haya detectado alguna. Sin embargo, vuelven a pedir permiso para abrir fuego (“Vamos, dejadnos disparar”). Lo obtienen y destrozan el vehículo y a las personas que han salido de él para recoger los cadáveres. Desde el aire, calculan que hay doce o quince cuerpos en la calle. La cifra final de muertos fue de doce.
Posteriormente, aparecen soldados norteamericanos en la zona y descubren que hay dos niños entre los heridos. En la transmisión, se oye: “Bueno, es culpa de ellos si llevan a niños a los combates”. “Exacto”, responde otro.
Durante dos años, la agencia Reuters intentó que el Pentágono diera a conocer los resultados de la investigación de los hechos y las imágenes que pudieran haberse tomado desde el helicóptero. El Departamento de Defensa se negó y se atuvo a la versión oficial, que decía que el Apache había respondido a un ataque de fuerzas insurgentes. Informaron que habían muerto nueve combatientes y dos civiles (los reporteros de Reuters).
“No hay ninguna duda de que las fuerzas de la coalición se estaban enfrentando en una operación de combate a una fuerza hostil”, dijo el teniente coronel Scott Bleichwehl, portavoz de las fuerzas militares en Bagdad, en el día del ataque.
Las imágenes –y por tanto, lo que realmente ocurrió– terminaron siendo conocidas gracias a Chelsea Manning y Wikileaks en abril de 2010. Manning, que era entonces un cabo destinado en una unidad de inteligencia, las facilitó a la organización que dirigía Julian Assange. También entregó los cables del Departamento de Estado que medios de comunicación de todo el mundo utilizaron, y siguen utilizando, en sus informaciones.
Wikileaks hizo públicas en abril de 2010 las imágenes de 38 minutos de duración, así como una versión editada de 17 a la que llamó “Collateral Murder”. Un probable crimen de guerra que había sido ocultado por el Pentágono fue conocido gracias a una pequeña organización que presumía de ser capaz de desvelar los secretos de los estados a partir de la información aportada por ciudadanos anónimos infiltrados en las estructuras del poder.
Chelsea Manning fue detenida en mayo de 2010 y condenada por un tribunal militar en 2013. Barack Obama le concedió un indulto parcial que permitió su puesta en libertad siete años después de entrar en prisión.
Pocas horas después de que el Gobierno de Ecuador entregara el jueves a Julian Assange a la policía británica y a la espera de si la Fiscalía sueca reiteraría la petición de entrega a través de la euroorden para que el australiano responda de una acusación de violación y otra de abusos sexuales, se supo que EEUU pretende extraditarle para someterle a juicio. Esa siempre había sido la razón por la que Assange recurrió sin éxito contra la aplicación de la euroorden en los tribunales británicos: el temor a que finalmente Suecia le entregaría a Washington, dadas las buenas relaciones que EEUU y Suecia habían tenido desde los tiempos de la Guerra Fría.
El Departamento de Justicia anunció la acusación por la que pide su extradición: conspiración para infiltrarse ilegalmente en ordenadores del Gobierno al ayudar a Manning a desvelar la clave secreta y entrar en un red militar que contenía información clasificada como secreta. La pena máxima por ese delito es de cinco años de prisión.
La noticia puso fin a años de especulaciones sobre si Washington se atrevería a reclamarlo –en el caso de que abandonara la embajada de Ecuador en Londres o le obligaran a hacerlo– por la presunta violación de la Ley de Espionaje de 1917, que permite imponer una larga condena de prisión o la pena de muerte.
En los años de Barack Obama, el Departamento de Justicia estudió esa posibilidad. Medios norteamericanos informaron que se descartó por el evidente impacto que tendría en el derecho a la libertad de expresión. Assange es ciudadano australiano y resulta legalmente muy discutible que EEUU pueda obligar a un extranjero a respetar sus leyes sobre secretos sin estar en tiempo de guerra.
En última instancia, el Gobierno era consciente de que si lo procesaba por los delitos más graves, “tendría que procesar también a The New York Times y a otros medios de comunicación y periodistas que publicaron material clasificado (como secreto), incluidos The Washington Post y The Guardian”, según explicaron en 2013 fuentes anónimas del Gobierno al Post.
La acusación concreta ahora esgrimida está mucho más restringida, pero no se puede descartar que se intente ampliar. Eso es algo más que complicado si no se obtiene el permiso del país que concede la extradición.
La violación de una ley
Varios periodistas estadounidenses se apresuraron esta semana a negar que un periodista tenga derecho a recurrir a las actividades de las que se acusa a Assange. Además, utilizaron contra él su intervención en la difusión del resultado del hackeo de los ordenadores de la campaña de Hillary Clinton bajo la premisa, nunca demostrada, de que fue un factor decisivo en su derrota ante Donald Trump en 2016.
Es paradójico que eso no impidiera a los grandes medios de EEUU, Francia, Reino Unido, Alemania, España y otros muchos países a informar de las revelaciones conseguidas gracias a la actividad de Wikileaks, incluidos los emails de la campaña de Clinton.
Está por ver qué pruebas en concreto tiene la Fiscalía de Virginia para acusar a Assange y que los tribunales británicos están obligados a analizar. En su juicio, Chelsea Manning negó que Wikileaks fuera responsable de los delitos por los que la acusaban: “Nadie asociado a la organización Wikileaks me presionó para que les diera más información”.
“Los críticos de Assange pueden alegrarse, pero este es un momento oscuro para la libertad de expresión”, ha dicho Edward Snowden, que pagó un precio –el exilio en Rusia– por contar a sus compatriotas lo que el Gobierno no quería que se supiera sobre las actividades de la NSA y sus efectos en el derecho a la privacidad.
Snowden sabe que es imposible no violar alguna ley cuando tus convicciones democráticas te obligan a desvelar la información de los crímenes cometidos en nombre del Estado o las mentiras con que se engaña a los ciudadanos.
Nick Davies, periodista entonces de The Guardian, trabajó con Assange para sacar en el periódico la información filtrada por Wikileaks. No acabaron bien. Davies, un veterano reportero especializado en periodismo de investigación, y el hacker libertario Assange eran demasiado diferentes para congeniar. Además, el primero acusó al segundo de haberle engañado en alguna ocasión. Las relaciones del australiano con los grandes medios de comunicación de EEUU y Reino Unido siempre fueron tormentosas y no tuvieron un final feliz.
Pero Davies es capaz de distinguir las diferencias personales de los principios en juego. “Decenas de periodistas trabajaron con Julian Assange para publicar los secretos filtrados. EEUU no intentó detenernos a ninguno de nosotros. El ataque contra Julián simula ser legal, pero es simplemente un acto de venganza de EEUU”, ha escrito Davies.
“Parte de la conspiración consistió en que Assange y Manning tomaron medidas para ocultar que Manning era la fuente de la entrega de documentos clasificados a Wikileaks, incluida la eliminación de nombres de usuario en la información desvelada y el borrado de logs de chats entre Assange y Manning”, dice el auto de la Fiscalía de Virginia.
Esta frase revela que el intento de procesar a Assange supone un grave precedente para el trabajo periodístico. Actividades habituales entre periodistas para no desvelar la identidad de una fuente anónima –borrar los metadatos y chats de los contactos o animar a esas fuentes a aportar más documentos que prueben las alegaciones– podrían convertirse en el futuro en materia prima de acusaciones de conspiración.
Crear un sistema para la filtración de documentos de forma anónima, como el que existe en España con Fíltrala en el que colabora eldiario.es, podría ser considerado como una forma de promover –en términos legales, conspirar– que personas que trabajan en la Administración comuniquen hechos denunciables violando en el proceso las leyes sobre secretos oficiales.
Los documentos aportados por Wikileaks forman parte ya de la historia de las guerras de Irak y Afganistán. Aportan pruebas sobre la existencia de crímenes de guerra. Prueban que las fuerzas iraquíes aliadas de EEUU utilizaron la tortura de forma sistemática. Demuestran que el Ejército estadounidense mentía cuando sostenía que no estaba realizando un recuento de los civiles muertos en la guerra de Irak. Los telegramas diplomáticos difundidos gracias a Manning son un elemento básico para entender la diplomacia norteamericana de las últimas décadas.
El Gobierno de EEUU quiere procesar a Assange para impedir que algo así vuelva a ocurrir.