Alfa y Omega. Yin y Yang. Principio y fin donde comienza y acaba todo. Esto es Javier Bardem para Biutiful, la nueva cinta Alejandro González Iñárritu, donde el español es el rotundo y absoluto protagonista.
En su flamante trabajo, el primero desde que rompiera su fructífera alianza con su compatriota Guillermo Arriaga, Iñárritu se traslada hasta los sumideros más sórdidos de Barcelona para explorar territorios que no le son ni mucho menos ajenos. Las grandes ideas que componen la tremebunda tragedia que es Biutiful son temas que ya tocó en otras de sus cintas: la sórdidez de las cloacas de las grandes urbes (Amores Perros), la muerte (21 Gramos) y el drama de la inmigración (Babel).
El mexicano los mezcla alumbrando un denso brebaje que adereza con un toque sobrenatural para servirlo al espectador huyendo de su ya recurrente estructura de historias entrelazadas. “No quería ser predecible”, reconoce. Es de agradecer.
En Biutiful, Iñárritu opta por una historia circular con un demoledor epicentro: Uxbal, el personaje de Javier Bardem.
En este punto, hay que hacer una pausa para quitarse el sombrero. Adjetivos, habría muchos. Podríamos tildarlo de magistral, como estaba en Mar Adentro. Colosal, como la interpretación que le valió el Oscar en No es país para viejos. En Biutiful es eso y más. Es todo.
Y aunque Bardem convierte Biutiful en un sórdido pero brillante ejercicio de autocrítica sobre la falible condición humana, no todo luce tan bonito. Las historias -en este caso la historia- de Iñárritu sufren más para respirar sin el pulso firme que le concedía el certero lápiz de Arriaga.
Las motivaciones de algunos personajes son más que cuestionables y el punto sobrenatural que introduce el mexicano puede llegar incluso a chirriar. Estos detalles hundidos en un excesivo tremendismo son las sombras que la supernova Bardem alumbra con su mejor trabajo hasta la fecha. Él y sólo él, consiguen que casi dos horas y media de película pasen sin apartar la mirada de la pantalla. Y eso que lo que vemos no es bonito.