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Repensar el reloj laboral

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Cada año, cuando se acerca el cambio de hora, el debate resurge con la puntualidad de un reloj suizo. En primavera, adelantamos las agujas y nos lamentamos por esa hora de sueño robada; en otoño, las atrasamos y celebramos el pequeño respiro que nos regala el reloj. Las posturas se dividen entre los defensores del horario de verano, con sus tardes largas y luminosas, y los del invierno, con sus mañanas algo menos oscuras. Es una discusión cíclica, casi ritual, que volverá a ocuparnos esta misma semana y que nos entretiene mientras ajustamos relojes y adaptamos rutinas. Pero en medio de esta discusión que es casi más una charla de ascensor, algunas veces se cuela otra más profunda: “el horario malo no es el de verano ni el de invierno; el malo, malo es el horario laboral”, ese que, con su rigidez o su desorden, dicta cómo vivimos mucho más de lo que lo hacen las horas de luz solar.

El horario laboral, tal como lo conocemos, es un vestigio de otros tiempos. El modelo consagrado en la era industrial para sincronizar el ritmo de fábricas y oficinas fue una solución práctica en un mundo de máquinas y cadenas de montaje. Pero hoy, en 2025, con la tecnología transformando cómo y dónde trabajamos, y con estudios demostrando que la productividad no depende de estar ocho horas clavados a una silla, cabe preguntarse: ¿por qué seguimos aferrados a esa estructura? Para quienes pasamos el día frente a una pantalla, ya es un esquema que chirría; sin embargo, hay realidades laborales mucho más duras que evidencian aún más lo desfasado de este sistema.

Pensemos, por ejemplo, en los que fichan a las 6 de la mañana. Mientras la mayoría dormimos, ellos ya están en pie, enfrentándose a la penumbra y al frío, con el cuerpo protestando por un despertar que no respeta los ritmos naturales. Su jornada comienza cuando el mundo aún está en silencio, y termina cuando otros apenas empiezan a desperezarse. Para ellos, el debate sobre husos horarios suena a capricho lejano, porque su verdadero desafío no está en el reloj del salón, sino en el de la fábrica o la obra, implacable y ajeno a sus necesidades.

Y luego están los que viven atrapados en el caos de los turnos rotativos de mañana, tarde, noche y vuelta a empezar. Un día te levantas al alba, al siguiente te acuestas cuando sale el sol. Esta danza desordenada no solo destroza cualquier intento de rutina, sino que deja huellas profundas en la salud. Estudios del Instituto Nacional de Seguridad y Salud en el Trabajo y de la Organización Mundial de la Salud, han documentado cómo los horarios cambiantes aumentan el riesgo de insomnio, estrés crónico e incluso problemas cardiovasculares. Hablamos de trabajadores esenciales —en hospitales, transporte, industria— que sostienen el mundo mientras nosotros dormimos o tomamos un café. Para ellos, el cambio de hora no es más que un ruido de fondo en una vida ya de por sí desajustada.

El cambio de hora, con toda su controversia, no es el villano principal, sino un chivo expiatorio que nos distrae. Nos enredamos en discusiones sobre si queremos más luz al amanecer o al atardecer, cuando el auténtico problema está en cómo el trabajo nos roba el tiempo y la energía. Porque no se trata solo de las ocho horas de oficina, con su monotonía y sus reuniones eternas; es también el madrugón inhumano de los obreros, la incertidumbre de los turnos que cambian cada semana, el cansancio que se acumula en cuerpos que no entienden de calendarios ni de promesas de productividad. Frente a esto, el dilema estacional parece casi un lujo, una nimiedad que no toca la raíz del asunto.

Entonces, ¿qué hacemos? Quizás sea hora de dejar de ajustar agujas y empezar a ajustar prioridades. Hay ejemplos que abren caminos esperanzadores. En Japón, el experimento de Microsoft con una semana laboral de cuatro días disparó la productividad un 40%, demostrando que menos horas pueden significar más resultados. En España, se debate reducir la jornada sin recortar salarios, una idea que empieza a calar en empresas y gobiernos. Pero estas propuestas suelen pensarse siempre desde la perspectiva de quienes trabajamos en oficinas o entornos flexibles. ¿Y los demás? Los obreros de la madrugada, los enfermeros de guardia, los conductores nocturnos… ¿cómo les devolvemos un horario que no les desgaste? Tal vez la respuesta pase por turnos más estables, descansos mejor planificados o una valoración real de su esfuerzo, más allá de aplausos simbólicos.

El cambio de hora nos recuerda que el tiempo es maleable, que podemos moldearlo si nos lo proponemos. Pero mientras seguimos enfrascados en ese debate, el horario laboral sigue siendo el elefante en la habitación: omnipresente, pesado, difícil de mover. No se trata solo de elegir entre verano o invierno, sino de decidir cómo queremos vivir todos, desde el oficinista hasta el operario de la cadena de montaje. Porque si algo nos enseña este ritual bianual, es que el tiempo no es el problema. El auténtico problema es lo que hacemos con el.

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