De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera
Los crispados
“¡Lo que Pedro Sánchez pretende formar es un gobierno con comunistas, independentistas y batasunos!”
“¿En serio no hay entre los diputados socialistas ningún valiente que se atreva a votar en contra?”
“¡Que se tomen una tila los de la derecha, los de la ultra derecha, y los de la ultra-ultra derecha!”
“¡Marchando una de tila!”, bromeé desde la barra, pero nadie me oyó, hablaban todos a la vez, gritaban. Y no solo los de la mesa: también varios clientes que habían dejado en la barra sus cafés y tostadas y, de pie tras las sillas, participaban en la bronca.
Hace más de tres años que vienen todas las mañanas a desayunar a mi bar, siempre el mismo grupo: cinco hombres y tres mujeres, treinta y pocos años la más joven, cerca de sesenta el mayor. Todos trabajan en las oficinas municipales que están a la vuelta de la esquina, y se juntan aquí a la hora del desayuno. Puede que algún día falte uno, que alguien se incorpore ya casi al final, pero ninguna mañana faltan, siempre se sientan en la mesa junto al ventanal, y no hace falta que me pidan, que ya me sé lo que toma cada uno, cómo le gusta el café a este, de qué se pide aquella la tostada, quién quiere sacarina.
Pues en estos tres años no los había visto nunca discutir como la otra mañana. Alguna vez se pican por el fútbol, sí, sobre todo los hombres. Y es cierto que en las últimas elecciones ya protagonizaron varias mañanas de encendida discusión política. Pero nunca como el otro día.
Cuando entraron en el bar, yo tenía puesta la tele con una de esas tertulias matutinas, donde esa mañana los periodistas comentaban la sesión de investidura del día anterior, y de vez en cuando metían fragmentos de vídeo de lo que había dicho cada líder político en el debate.
Entonces llegaron, venían los ocho habituales, cinco hombres y tres mujeres. Se les veía de buen humor, uno estaba terminando de contar algo gracioso, les oía reír mientras colocaba tazas en la cafetera. Uno de ellos señaló al televisor, las imágenes de la investidura, las palabras de un diputado intentando hacerse oír entre el griterío del Congreso. Señaló al televisor y comentó a sus compañeros:
“Menudo espectáculo montaron esos ayer, ¿eh? Qué vergüenza. Lo único que consiguen es calentar a sus votantes. Menos mal que no nos parecemos a ellos. La gente es más tranquila, en la calle no hay esa crispación, ¿verdad?”
“Es verdad”, dijo otro, “no estamos tan crispados, pero conseguirán que lo estemos. Porque no me diréis que lo de Pedro Sánchez no es una vergüenza y una desfachatez…”
“Vergüenza y desfachatez la de las derechas, que no aceptan el resultado electoral”, le contestó una de sus compañeras en el otro extremo de la mesa.
“¡Venga ya!”, insistió el otro: “lo que no se puede aguantar es la indignidad y la mentira para perpetuarse en el poder. Yo le preguntaría al presidente: señor Sánchez, ¿usted duerme bien? ¿Ha dormido bien esta noche? ¿Ha conseguido conciliar el sueño teniendo esos socios de gobierno?”
“¡Ha puesto el futuro de España en manos de terroristas y golpistas!”, le apoyó una de las mujeres mientras mojaba un churro en el café.
“Pues si no os gustan estos socios, lo teníais muy fácil”, levantó la voz la más joven, “haberos abstenido para que saliese adelante la investidura, ya que sois tan constitucionalistas, o me vas tú a decir que…”, pero no la dejó terminar el que tenía al lado, que levantó más la voz:
“Ayer tuvimos que soportar la nauseabunda intervención de la batasuna esa, que insultó al rey. Y el presidente Sánchez no dijo nada, no defendió al rey, ni a la Constitución, ni a las víctimas del terrorismo”.
“Pues el de Bildu no estuvo mal, dijo unas cuantas verdades”, comentó uno, y el que tenía al lado giró de golpe la silla y le dio la espalda.
“Ya está el jurado de la Voz”, bromeó el primero, pero nadie estaba para risas. Tomó la palabra el de más edad:
“No habléis en nombre de las víctimas del terrorismo, basta ya de usar su dolor en vuestro beneficio. Y en cuanto al rey, defendiéndolo así solo vais a conseguir que se identifique al rey con la derecha, la ultra derecha y la ultra-ultra derecha. Vosotros, que tanto habláis del rey, sois la mayor amenaza para la monarquía en España”.
“¡Viva el rey!”, gritó uno desde la barra, y consiguió varios “vivas” entre la clientela, por lo que añadió un “¡Viva España!”, que encontró aún más eco.
Varios clientes se acercaron a la mesa y se sumaron a la bronca, y ahí ya todos hablaban a la vez, solo me llegaban retazos:
“¡Es un peligro para España!”
“¡Más Perez Galdós y menos Pérez Reverte!”
“Si mi hermana estuviera en prisión, también me importaría un comino la gobernabilidad…”
“Se ha consumado la traición a España…”
“Traicionar a España es atacar los derechos de los trabajadores, regalar dinero público a los bancos, vender viviendas públicas a fondos buitres…”
“Deberíais pedir perdón por los crímenes de las milicias socialistas y comunistas en Paracuellos…”
“¡No necesitan tila, necesitan educación!”
“¡Marchando una de educación!”, bromeé desde detrás de la barra, pero nadie me oía a esas alturas, casi todo el bar participaba de la trifulca, y por si no hubiese bastante griterío, la tele seguía encendida, de modo que se solapaba con las voces de mis clientes.
Entonces me di cuenta. Joder. Miré el televisor, me acerqué para escucharlo mejor, subí un poco más el volumen. Estaban dando un fragmento de la intervención de un diputado durante el debate de investidura del día anterior. Y justo en ese momento, un cliente en la mesa del desayuno conseguía imponer su voz sobre los gritos de los demás:
“Sánchez no puede seguir jugando…”
Subí más el volumen del televisor, donde un diputado decía:
“Sánchez no puede seguir jugando…”
“… a la ruleta rusa con nuestro país…”, siguió el de la mesa, mientras el de la tele decía “… a la ruleta rusa con nuestro país…”
El resto del bar calló un segundo, al notar la duplicidad, el eco sorpresivo.
“…y pretender encima que le pongamos la bala”, remataron a la vez el de la mesa y el de la tele.
Graciosa coincidencia, pensaron todos, y siguieron a lo suyo, ahora una de las mujeres que en la mesa decía: “a Sánchez no le ha votado ningún español para hacer…”, mientras en la tele una diputada decía: “a Sánchez no le ha votado ningún español para hacer…”
Como yo había puesto al máximo el volumen del televisor, todos escucharon perfectamente cómo la trabajadora en pausa de desayuno y la diputada en sesión de investidura terminaban la misma frase al mismo tiempo, palabra sobre palabra: “…para hacer lo que está haciendo; este acuerdo infame no estaba escrito”.
Ahora sí, quedaron todos callados, mirando boquiabiertos a la tele y a la mesa, la tele y la mesa, mientras la última interviniente se removía incómoda en su silla.
Todavía lo intentó uno más, uno de los que se habían acercado desde la barra, el de los vivas al rey y a España. Aprovechó el silencio y comenzó: “Sánchez ha cometido el mayor…”, pero en la tele un líder político estaba ya diciendo “…el mayor fraude electoral de la democracia…”, y la voz del cliente del bar fue achicándose al decir que el presidente era “un mentiroso, un estafador profesional…”, hasta que calló para dejar que el de la tele terminase su enumeración: “…un político indigno y un personaje sin escrúpulos”.
Ninguno se sintió con fuerzas para seguir. En silencio, todos miraron al televisor, donde otro diputado intervenía con dureza: “hemos tenido que presenciar el chantaje en directo de un partido cuyo líder está en la cárcel”.
“Justo lo que yo iba a decir”, comentó uno en la mesa, no sé si en serio o por rebajar la tensión con una broma, pero lo cierto es que todos rieron la ocurrencia, al principio con una risilla floja, casi de tos, que fue contagiándose por el bar, hasta que otro señaló al televisor y, cuando iba a empezar a hablar otro diputado, imitó su voz con bastante gracia y dobló sus palabras: “¡Este es el gobierno más radical de la historia!”
Ahora sí reímos todos con ganas, una carcajada compartida y escandalosa, un calambrazo que cruzó el local y me alcanzó hasta a mí, en la barra. Apagué la tele y me uní a sus risas, sus palmadas, sus imitaciones bufas de portavoces políticos, uno que se subió solemne a una silla como si fuese la tribuna del Congreso; otra que intentó repetir muy seria lo de los terroristas y golpistas, pero le venció la risa a mitad de la frase; el de los vivas al rey, que ahora daba vivas al vino, a los churros y a la madre que nos parió, y así fueron saliendo del bar, que se había acabado la media hora del desayuno y tenían que volver a trabajar. Escuché sus risotadas mientras se alejaban por la calle, y todavía me seguí riendo un rato con los seis o siete clientes que quedaban en el bar, ya esa risa tonta con lágrimas y suspiros que no se acaba de ir.
Cuando por fin se nos pasó, nos quedamos en silencio, casi avergonzados de repente, cada uno ocupado en algo para disimular: uno ojeando el periódico, otro removiendo el café vacío, yo colocando platillos y sobres de azúcar en la barra… Hasta que de pronto se abrió la puerta y asomó uno de los de antes, del grupito de la mesa, que se había olvidado la bufanda. Y fue verlo entrar, que traía todavía la tontería de la calle, y ahí que estallamos todos de nuevo, riendo como locos, crispados, sí, pero crispados de risa. Para acabar de arreglarlo, encendí otra vez la tele y echamos un rato largo riéndonos de los tertulianos.
(Nota: todas las frases usadas están tomadas literalmente de las dos sesiones de debate de investidura).
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