De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera
Aquí no hay quien trabaje
Día uno.
Me llama el subdirector del periódico:
-¿Cómo lo llevas, nos envías ya lo tuyo?
Cojo aire antes de responder:
-Lo llevo mal. Muy mal. Y no os lo voy a enviar hasta mañana. Mi hija lleva toda la mañana con la flauta, tocando en bucle el himno de Andalucía, que le han enseñado en el colegio, y el himno del Betis, que ha aprendido en Youtube. Si le quito la flauta es peor, porque entonces se pelea con su hermana y una de las dos acaba llorando. Mi mujer no me ayuda para que estén calladas o al menos no me abran la puerta cada cinco minutos, porque está enfadada conmigo desde anoche. Te ahorro los motivos de su enfado; miserias conyugales de fondo, que estos días se agudizan. Y si solo fuera en casa… El vecino de arriba ha decidido aprovechar la reclusión para hacer bricolaje. Martillazos rítmicos, taladro, más martillazos, más taladro. Cuando descansa, le coge relevo el profesor de guitarra, entre nosotros conocido como “el pesao de la guitarrita”, que vive en la otra escalera y debe de estar impartiendo clases por Skype. ¿Qué más? El niñato del primero lleva toda la mañana discutiendo a gritos con su madre, aunque a veces no lo oigo porque lo eclipsa el televisor a todo volumen de la loca de los gatos, anciana que vive en el bloque de enfrente. Un piso por debajo de ella está la hippie, que no hace ruido, lo suyo es la contaminación visual: no podía hacer su yoga en el salón, tiene que sacar sus posturitas al balcón justo frente a la ventana donde estoy trabajando. Y no me digas que coja el ordenador y me vaya a otro sitio, porque solo me queda la cocina, y allí a las interrupciones familiares tendría que sumar la parejita feliz de abajo, que cuando no se les oye follar con escándalo es porque están discutiendo bobadas melodramáticas de recién casados. Ah, añade si quieres la contaminación olfativa, el guiso especiadísimo que sube desde la olla de los moros del bajo. Y su numerosa prole, toda la mañana dando pelotazos en el patio o haciendo ladrar al perro…
No, claro que no le suelto al subdirector mi retahíla quejumbrosa y costumbrista. Le digo que ya casi lo tengo y le prometo que lo termino de corregir y se lo envío en unos minutos.
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Día dos.
Anoche conseguí enviar el texto. Digo “anoche” por consolarme, para no recordar que apenas he dormido. Amanecía ya sobre el bloque de enfrente cuando mandé el correo, tras varias horas de trabajo mientras todos dormían. ¿Todos? Casi todos: el vecino de arriba debe de ser insomne y no le vale con la tele nocturna. O eso, o es carpintero y se ha tomado en serio lo del teletrabajo: se pasó la noche serrando algo, un ris-ris que no era tan alto como para molestar a los durmientes, pero lo suficiente para no dejar de oírlo y adormecerme con su melodía monótona y dulce: ris-ris, ris-ris, ris-ris…
Lo envié a la redacción, me tomé una leche con galletas y me metí en la cama destemplado. Busqué calor apretándome contra Marta, pero incluso dormida me guarda rencor: se alejó hacia el borde de la cama, encendió la radio para oír las noticias, acabó por levantarse e hizo el suficiente ruido en la cocina para despertar a las niñas, declarando así inaugurado otro día idéntico al de ayer: la flauta de la pequeña, las rabietas de su hermana, el taladro arriba, la guitarra reiterando los mismos acordes para el estudiante inepto, el televisor de la loca de los gatos ya desde primera hora. El niñato hoy no chilló apenas, salvo cuando su madre le pedía que bajase la música. La hippie al menos no abrió el balcón, y la parejita pasó la mañana tranquila hasta el polvo sobreactuado de antes de comer.
Los moritos dieron por saco un rato con la pelota, pero inesperadamente se convirtieron en mis aliados: invitaron a mis niñas a jugar en el patio y, aunque a su madre no le hacía mucha gracia, yo les di permiso para salir bajo promesa de no jugar a nada que implicase contacto físico. Adiós flauta por un par de horas. Cuando volvieron a casa traían unos pastelillos que había preparado la madre de los moritos. No pensábamos probarlos por precaución, pero Marta bajó a darle las gracias y, aunque no entró en su casa y mantuvo dos metros de separación, se pasaron casi una hora de charla, cosa sorprendente, pues hasta ahora no habíamos intercambiado con ellos más que saludos corteses en el portal.
La tarde ha sido más productiva: el profesor de guitarra no tenía más alumnos y ha ofrecido un recital de guitarra en su balcón, que ha conseguido que todos los vecinos escuchen y abandonen un rato sus bricolajes, discusiones, televisores, yogas y ladridos. Cada uno asomado a su ventana o terraza, amansados por la música, niños incluidos, lo que he aprovechado para trabajar sin interrupciones dos increíbles horas, con el solo fondo de la guitarra que para nada molestaba, y las mínimas interrupciones de los aplausos vecinales entre tema y tema. Ojalá todos los días así.
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Día tres.
Me las prometía muy felices ayer, pero esta mañana volvimos a las andadas. El día de la marmota: martillazos, taladro, guitarra principiante, flauta bética, broncas adolescentes, telediario para sordos, yoga de exterior, matrimoniadas, cocina exótica, balonazos. Normal que se acabase sumando a la juerga un nuevo invitado: un bebé de llanto continuo e insufrible que no sabíamos ubicar, una familia que llegó hace semanas al bloque. Por momentos parecían incluso compenetrados, orquestales: dos martillazos, un balonazo, un grito, dos ladridos; dos martillazos, un balonazo, un grito, dos ladridos; y como base la guitarra y la flauta, cada una en su bucle, y el llanto del bebé.
Incapaz de escribir más de dos palabras seguidas, acabé yo también por sumarme al concierto: acepté la invitación de mis hijas para encender el karaoke en el salón, y reconozco que me relajó un rato. Hasta acabamos cantando una juntos Marta y yo, una de Kiko Veneno que es nuestra desde que nos conocimos, y que interpretamos con tanto entusiasmo que alguien nos aplaudió en el patio.
La tarde ha sido algo mejor: la hippie ha propuesto, a gritos desde su balcón, una clase colectiva de yoga para todo el que quisiera unirse. Y tanto ha insistido en los beneficios de la respiración profunda y la relajación para sobrellevar estos días, que ha conseguido que el vecino de arriba soltase un rato el taladro, el músico aparcase su instrumento, la loca de los gatos apagase la tele, e incluso mis niñas y los moritos se hayan apuntado a la clase. Cada uno en su balcón, tan reconcentrados que hasta me incomodaba el exceso de silencio. Me asomé y me impactó la estampa: en cada piso, un vecino congelado en la misma postura, los ojos cerrados, la respiración tranquila. Lo sentí como un regalo que me hacían, una hora sin ruido que aproveché para avanzar con mi texto.
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Día cuatro
La mañana comenzó amenazadora, con toda la orquesta entregada a sus afanes desde muy temprano: el carpintero, el músico, la tertulia televisiva a todo volumen, la música insoportable del niñato. La parejita se puso a discutir por una minucia tan ridícula que me daban ganas de bajar y contarles mis quince años de matrimonio para que se callasen su mierda. Y además el bebé, su llanto que por sí mismo ya invalidaba cualquier intento de concentrarme, nadie puede trabajar escuchando de fondo a un bebé que llora de esa manera.
Como Marta tampoco lo soportaba, decidió salir y averiguar de dónde venía. Encontró a la nueva familia dos pisos más arriba y, sin entrar en su piso, desde el descansillo, dio varios consejos a la joven y desesperada madre para calmar a su hijo. Con éxito, pues poco después dejó de llorar.
La tarde ha sido algo más tranquila, que no silenciosa. Sin música ni ruido, les ha dado a todos por hablar. Y como nadie va a ir a casa de otros, hablan por el patio, desde balcones y ventanas, imposible no oírlos. Marta ha tranquilizado a la loca de los gatos, que estaba asustada por un bulo que le llegó al teléfono, aunque ha tenido que hacerlo a voces para atravesar el patio y vencer su sordera. Han acabado intercambiando recetas de bizcocho, conversación a la que se ha sumado la madre de los moritos con su propio recetario. Por su parte, el profesor de guitarra y la monitora de yoga, cada uno desde su piso separados por el patio, han compartido “penas de autónomos”, así llamaban a sus quejas comunes sobre cotizaciones altas, ingresos bajos y burocracia entorpecedora. Han terminado casi asociándose: cuando vuelva la normalidad ofrecerán a sus respectivos alumnos una clase gratis de guitarra o de yoga para probar, y les harán precio especial si se apuntan a las dos. Oyéndolos me entraron ganas de sumarme a la conversación, aportar mis propias “penas de autónomo.
Al menos los niños han estado más tranquilos, las nuestras y los de otros pisos: todos han aceptado la invitación del vecino de arriba, el del bricolaje, para practicar origami. Cada uno asomado desde su casa con un folio en la mano, él iba dando instrucciones: dobláis por aquí, plegáis así, levantáis esta pestaña, tiráis de este lado, y hacéis volar el avión… Hay que agradecerle que ha conseguido tener callada a toda la chiquillería de la manzana, y de paso no ha encendido el taladro.
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Día cinco.
Hoy por la mañana mejoró mi ambiente de trabajo: las niñas bajaron al patio con el resto de críos, que no podemos tenerlos todo el día en casa. Se llevaron cuadernos y libros para hacer los deberes, y el vecino de arriba, que resulta que es profesor jubilado, se ofreció a acompañarlos y resolver dudas matemáticas. Respetando los dos metros de distancia, por supuesto. La de los gatos les bajó un bizcocho, aunque yo les dije a los míos que no comieran nada, por si acaso. El de la guitarra y la del yoga siguieron con su sociedad, ahora mediante videollamada, para no distraer a los estudiantes. Están planeando una actividad conjunta de relajación musical para ofertarla cuando todo esto pase.
Marta y la vecina del bajo –a la que me ha pedido que deje de referirme como “la madre de los moritos”– pasaron la mañana hablando por las ventanas de no sé qué problema que tiene su marido con el permiso de trabajo. Marta prometió comentarlo con un abogado de su despacho, especializado en extranjería. Pero entonces se asomó la muchacha de debajo, la de la parejita, que estaba oyendo la conversación y resulta que pertenece a un colectivo, o sindicato o algo así, y va a ayudar al hombre con sus papeles. Oía sus voces y me distraían un poco, pero conseguí trabajar unas horas tranquilas.
Pensaba seguir por la tarde, pero se rompió el alto el fuego. De vuelta cada uno en su casa, han reanudado las hostilidades: el de la guitarra con un alumno a distancia, el jubilado martillando con furia, la tele de la señora a todo trapo, la parejita follando olímpicamente, el perro aullando, mi flautista un rato tocando y otro rato disputando con su hermana, y Marta riñéndolas para que la dejasen hablar por teléfono que tenía que resolver algo de su trabajo.
Cuando ya estaba yo a punto de salir al balcón y gritarles a todos para que se callasen de una puta vez y cerrasen las ventanas que aquí no hay quien trabaje, ha cesado de pronto el estruendo. Pero faltaba la traca final: la hippie, que había estado todo el día metida en casa, se ha asomado al balcón y ha convocado con voces y silbidos a todo el vecindario:
-¿Quién se apunta a echar un bingo? Venga, que nos aburrimos…
Sí, ya sé que suena increíble, pero así ha sido: ha propuesto jugar un bingo. Cada uno desde su casa, y ella con el bombo y las bolas. Por supuesto, se han apuntado todos, a cual más entusiasmado: el profesor de música, el jubilado, la de los gatos, los del bajo, la parejita y mi familia al completo. Cada uno ha hecho su propio cartón en un trozo de papel.
-Vente a jugar, Isaac, que llevas todo el día trabajando –me ha dicho mi mujer, pero me he negado, no está el día para bingos.
Casi habría hecho mejor jugando, porque apenas he podido escribir dos párrafos; escuchaba de fondo a la monitora de yoga, que en cada bola imitaba el tono del binguero feriante: “El cuarenta y treeeees, cuatro-tres. El catoooorce, uno-cuatro. El sieeeete…”, hasta que alguien cantaba “Línea” y luego “Bingo”.
Al cuarto o quinto bingo se han aburrido, y entonces ha venido el concurso de chistes, en el que han participado todos –nunca habría pensado que Amador, que es como se llama mi vecino del taladro, tuviera tanta gracia-. Agotados los chistes, la señora a la que siempre hemos conocido como “la loca de los gatos” y que ahora sé que se llama Isabel, ha compartido con el vecindario sus recuerdos de cuando era una cría y construyeron estos pisos, lo que ha dado pie para que la familia Demnati, que así se apellidan los marroquíes del bajo, cuente historias de su país de origen. La madre ha acabado entonando una canción popular en árabe, que ha emocionado a todos, incluso a mí, que seguía sentado frente al ordenador, resistiéndome a salir.
La canción ha sido una invitación para que el profesor de música sacase la guitarra, y ya teníamos la fiesta montada: se ha arrancado a cantar el Gracias a la vida y todo el patio, al principio tímidamente, ha terminado por corear “gracias a la vida que me ha dado tanto / me ha dado la marcha de mis pies descalzos / con ellos anduve ciudades y charcos…”. De ahí ha saltado a “Pedro Navaja” para que todos cantasen “la vida te da sorpresas / sorpresas te da la vida”; y luego han venido las peticiones: un bolero para la señora Isabel, una de los Beatles para Amador. El niñato, que ya me he enterado de que se llama Jorge, ha pedido el Bella Ciao, que la conoce por una serie. La han entonado todos juntos, y reconozco que yo no podía resistirme, la tarareaba desde mi mesa de trabajo. De Bella Ciao han pasado fácilmente al No nos moverán, luego mi hija ha querido que canten el himno del Betis, con protestas burlonas de los sevillistas; el joven Jorge ha propuesto varias que el guitarrista no conocía, hasta que los recién casados han pedido una muy ñoña que supongo han culminado con un beso que explicaría el “ooooohhh” cariñoso del vecindario.
Ahora mismo está sonando una de Kiko Veneno que ha pedido Marta. Ha venido a buscarme para que me sume. Le he dicho que no puedo, que tengo que terminar este cuento, que me está costando mucho escribirlo, que aquí no hay quien trabaje.
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