De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera
Un viaje inolvidable
Mira que teníamos ganas de conocer el país. Nos lo habían recomendado amigos que veranearon en sus costas o pasaron puentes en alguna de sus ciudades, y todos coincidían: un destino bueno, bonito y barato. Bueno era su clima suave, la hospitalidad de los nativos, la gastronomía tan diferente a la nuestra. Bonito, por su patrimonio monumental, sus paisajes y formidables playas. Y barato, bastante barato para ser un país tan turístico. El idioma tampoco era un obstáculo, con el inglés te entienden en cualquier parte. Como además conseguimos unos billetes low-cost, qué más podíamos pedirle a una semana de vacaciones en pleno febrero. Allá nos fuimos mi marido y yo.
Y no te negaré que pasamos muchos momentos estupendos y sí, visitamos lugares hermosos, comimos maravillosamente y nos bronceamos en sus fabulosas playas aprovechando su invierno templado. Pero si te digo que ha sido un viaje “inolvidable”, no estoy pensando en pueblos con encanto o apabullantes puestas de sol. Digamos que encontramos un país muy diferente al esperado, otro país del que no hablan las guías turísticas ni las webs de opiniones, ni por supuesto las campañas promocionales de su gobierno, que ha sabido vender al exterior un país moderno, amable, próspero, sin conflictos.
La llegada, y los primeros días, fueron inmejorables. Nos recibió un aeropuerto impresionante, de esos con varios premios de arquitectura. La línea de metro que nos condujo al centro parecía recién construida para nosotros, y cuando asomamos a la superficie encontramos una capital que, a primera vista, era homologable a otras grandes ciudades occidentales: rascacielos, centros comerciales, atascos de tráfico. Civilización, orden, dinero. Dimos por hecho que nuestro hotel estaba en un barrio acomodado, en ningún momento creímos que todo el país se pareciese a aquellas calles impecables, con boutiques de primeras firmas internacionales, hoteles de lujo, restaurantes con estrellas, coches de gama alta, gente elegante.
En efecto, nos alojábamos en una de las zonas más exclusivas de la capital, pero en los tres días que pasamos recorriendo la ciudad no vimos nada que desentonase con cualquier calle de nuestro país: edificios en buen estado, comercios, grandes almacenes, franquicias, transporte público eficiente, vecinos yendo y viniendo de sus trabajos, mucho turismo, y un ambiente simpático, festivo incluso, con bares nocturnos siempre llenos. Comimos bien, aunque a mí no me gustó tanto la cocina local como a mi marido, que sí lo quiso probar todo. Sí, es cierto que vimos mendigos por las aceras, y en una plaza céntrica encontramos una comunidad de indigentes acartonados bajo un paso elevado. Nada extraño, lo mismo que en cualquier país occidental, el nuestro incluido, ¿no?
Pues no. Había mucho más. Si solo hubiésemos visitado esos pocos distritos de la capital, y hubiésemos regresado a casa por el mismo metro y aeropuerto, nos habríamos llevado la misma impresión que tantos turistas: bueno, bonito y barato. Y sería una postal incompleta.
Al tercer día alquilamos un coche para viajar más al sur. Nada más dejar la capital, nos despistamos en la autopista por no entender bien las señales en el idioma local. Tomamos la salida equivocada y, en vez de una vía de servicio, un polígono o una gasolinera, aquel desvío resultó ser un portal a otra dimensión, un agujero que de pronto nos llevó a otro país, incluso diría que a otro continente. O directamente al infierno.
Avanzamos por un carril que en seguida perdió el asfalto para convertirse en camino embarrado y bacheado. Como había casas bajas a los lados, pensamos que se trataba de algún pueblo pintoresco y decidimos continuar, a la aventura y con la cámara preparada. Pero según recorríamos el camino, las casas se iban mostrando más deterioradas, como en descomposición progresiva: fachadas sin enlucir, materiales pobres o aprovechados de usos anteriores, tejados de chapa, ventanas que eran solo agujeros con maderas o cartones, caravanas desguazadas, y finalmente chabolas, amontonamientos de tableros y plásticos, telas sobre palos, raídas tiendas de campaña que parecían flotar en charcos. También sus habitantes iban mutando a peor según avanzábamos: se multiplicaban las hogueras a los lados del camino, donde se calentaban familias enteras, pero también muertos vivientes, toxicómanos que apenas se sostenían en pie, y niños. Muchos niños. Decenas, cientos de niños que jugaban entre escombros y basura. Vimos ratas. Perros, muchos perros, y también perros muertos. Escombros, zapatos perdidos, gallinas picoteando entre desperdicios. El viento revoleaba bolsas de plástico. Se masticaba el hedor de un cercano vertedero, donde debían de estar quemando toneladas de basura.
Así avanzamos durante diez, doce, quizás más kilómetros llenos de casas precarias y cobertizos infames donde debían de vivir varios miles de personas. Nos cruzábamos con furgonetas llenas de chatarra, y coches destartalados de los que bajaban drogadictos para clavarse su dosis allí mismo y a veces caer desplomados en medio del camino. ¿De verdad seguíamos estando en el mismo país?
Nos sucedió algo parecido dos días después, cientos de kilómetros al sur, en una de las ciudades más turísticas del país, una de las que más nos habían recomendado los amigos: “No os perdáis su centro histórico, es como un viaje al pasado”. En efecto, tras recorrer el casco antiguo, visitar la catedral y perdernos por sus callejuelas, acabamos viajando al pasado. Pero no a un pasado histórico y embellecido, como el que en una plaza teatralizaban actores con trajes de época, sino a un pasado de miseria y oscuridad: de regreso al hotel decidimos pasear en vez de coger un taxi y, tras recorrer una avenida llena de tiendas y restaurantes, al girar una simple esquina caímos de golpe en otro tiempo, en otra época, en otro planeta: edificios cuyas fachadas parecían bombardeadas, ventanas melladas que exhibían su desolado interior, basura esparcida o quemada, aguas fecales inundando portales y aceras, coches desguazados, gente a la intemperie, locales convertidos en hogares para varias familias hacinadas. Se nos acercaron algunos niños, todos ellos gitanos, no entendíamos lo que decían en su idioma, les dimos unas monedas y nos alejamos deprisa de aquellas calles desamparadas, con más pesar que temor.
Ya en el hotel, la recepcionista nos advirtió de que habíamos sido muy imprudentes por atravesar aquel barrio. En inglés nos explicó que había otros similares, guetos donde miles de personas malvivían sin futuro, estigmatizados desde siempre. En ese momento se unió a la conversación una limpiadora, que para nuestra sorpresa también hablaba inglés. Nos contó la situación de su hermana, que no tenía trabajo y sobrevivía difícilmente con dos hijos. Los habían echado de su casa por no poder pagarla. Ella misma, pese a tener trabajo, había dejado de pagar la luz algún mes, porque “debía elegir luz o comida”, y había sufrido ya varios cortes de suministro.
Pero lo peor estaba por llegar: cuando retomamos el viaje, ahora rumbo a la costa. Queríamos terminar la semana en alguna de las playas, recordando las palabras de tantos amigos que nos lo aconsejaban: “kilómetros de arena blanca rodeados por un parque natural, grandes dunas, chiringuitos con el mejor pescado, zonas nudistas y olas perfectas para practicar surf”. Recorrimos la comarca buscando una de aquellas playas, atravesamos unos bellísimos humedales, poblados por miles de aves como nunca habíamos visto. Hasta que nos confundimos de carretera, y otra vez se abrió un agujero ante nosotros: esta vez encontramos lo que cualquiera, si lo viese en fotografías, habría tomado por un campo de refugiados. Aunque sospecho que hasta los campos de refugiados tienen mejores condiciones.
A pocos kilómetros de una playa increíble, y al borde de un protegidísimo parque natural, cientos o tal vez miles de personas, negras la mayoría, viven sin más techo que cartones y plásticos sostenidos de cualquier manera. Por supuesto sin electricidad, agua corriente o retrete, compartiendo colchones mugrientos o durmiendo directamente en el suelo, en pequeños refugios que a veces no tienen altura suficiente para ponerse de pie, y donde acumulan maletas, sus escasos enseres, los más afortunados un hornillo para calentar la comida, el agua que traen de una fuente lejana, o sus cuerpos en las noches heladas. Algunos nos contaron que llevan cuatro o cinco años allí. Trabajan en las explotaciones agrícolas de la zona, y lo poco que ganan no les permite salir, y tampoco los vecinos del pueblo más cercano les dan facilidades para alquilar una vivienda compartida.
Pasamos los dos últimos días en la playa, pero conmocionados por todos aquellos episodios. ¿Nos ha gustado el país? Mucho, es realmente hermoso, sus gentes encantadoras, su gastronomía deliciosa y sí, sus precios muy asequibles. Pero no entendemos cómo puede convivir toda aquella miseria y abandono en un país que a la vez exhibe riqueza, modernidad, futuro.
En el avión, ya de vuelta a casa, mi marido me enseñó una noticia del periódico: el relator de la ONU sobre extrema pobreza había estado en el país pocos días antes que nosotros. “Y fíjate, entre otros lugares pasó por los mismos que hemos conocido”, me señaló mi marido, y leyó en el reportaje nombres que nos resultaban familiares: la Cañada Real en Madrid, los Pajaritos y el Polígono Sur en Sevilla, los campos de fresa en Huelva. Me leyó algunos datos sobre exclusión, desigualdad, precariedad laboral, desahucios, colectivos en riesgo o pobreza infantil, y varios testimonios de personas que se sienten abandonadas. Nos llamaron especialmente la atención unas palabras del relator de la ONU: “He visitado sitios que muchos españoles no reconocerían como parte de su país”.
Eso mismo pensamos nosotros: que seguramente haya españoles que, si visitan esos mismos lugares, o leen sobre ellos en un reportaje o en el relato que de sus vacaciones hacen unos turistas extranjeros, quizás no los reconozcan, y crean que les están hablando de otro país, de otro continente u otra época. Pero no: es España.
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