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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Esperando que se haga la luz en la Cañada Real entre la nieve y el hielo

La expectativa se ha convertido en el último enemigo de los 1.660 habitantes del sector cinco de la Cañada Real Galiana. Dicen que casi es peor que el frío que consume sus casas y cuerpos desde hace casi tres meses, que la salvaje nieve que ha caído sobre el asentamiento o que el hielo que apenas les deja dar unos pasos sin resbalarse. Esperan que se haga la luz como un “milagro” cada dos días, sin horarios fijos ni previo aviso. Entonces corren a poner la lavadora, que muchas veces se queda a medias; a ducharse; o a tratar de cocinar algo caliente. Después se va y vuelve la oscuridad. En esta zona, donde viven 601 menores, son unos afortunados en comparación con sus vecinos del sector seis, donde el apagón es total desde hace tres meses.

Pero aquí la última semana ha sido muy complicada: no solo por las gélidas temperaturas, el “último castigo” para los vecinos del poblado, sino por una esperanza frustrada de que el problema iba a solucionarse. La compañía que suministra la electricidad en el poblado, Naturgy, cortó esta semana varios enganches sospechosos de provocar la caída general de la luz por el consumo industrial vinculado a las plantaciones de droga, pero las bombillas no han vuelto a encenderse más allá de lo que ya es una rutina en esta zona del poblado: unas horas en días alternos. Naturgy no garantiza la vuelta del suministro. Los vecinos acogieron la medida, a petición del Ayuntamiento de Rivas (IU), como la solución definitiva. Se agarraron a este avance, tras meses ignorados por las administraciones, como un clavo ardiendo. En muchas casas lloraron como no recordaban cuando vieron que no se arreglaba nada.

En las horas que elDiario.es pasa con cuatro familias de la Cañada Real, tres días después del temporal Filomena, la luz se enciende y se apaga desconcertantemente. Si hay suministro en este sector, aseguran los vecinos, es porque un electricista del asentamiento ha ideado un sistema para evitar que el corte sea masivo: distribuye la carga a unas casas y otras de forma alterna, de manera que pueden tener un mínimo de suministro cada dos días. A veces ni eso.

Llegados a este punto, las familias echan la vista atrás 20 años, recuerdan que construyeron sus casas sobre un terreno ilegal. Asumen su parte a la vez que se lamentan de que nadie les impidiera hacerlo. Nunca la situación de este asentamiento, con problemas crónicos desde hace décadas, había sido tan desesperada.

En estos días de colapso, además de la luz, también falta el agua. Muchas tuberías se han congelado y tampoco llegan los médicos en condiciones. El equipo de la sanidad pública madrileña que atiende a esta población, y que normalmente se desplaza en una furgoneta al poblado, lleva toda la semana llegando a trancas y barrancas con ayuda de todoterrenos privados. Hasta este viernes, la Consejería de Sanidad no había puesto una solución a estas dificultades, pese a que la salud en el asentamiento empeora a pasos agigantados. “Ya no es solo la luz, es el agua, la poca leña que les queda, la imposibilidad de ir a comprar medicamentos o comida...”, resume una de las sanitarias del servicio. Una familia ha denunciado en los juzgados a la Comunidad de Madrid a Naturgy por el fallecimiento de un hombre de 74 años. Lo vinculan al frío ocasionado por la falta de luz porque el anciano, dicen, lo tenía patologías previas.

Naima

Naima Aslimani invita a su casa como quien tiene un palacio, pese a que la entrada está completamente anegada de hielo. Las paredes lucen unas grandes manchas de humedad por encima de unos bonitos azulejos árabes. Es marroquí y vive con su marido, panadero en el centro de Madrid, y sus dos hijos. La mayor, Fátima, acaba de cumplir 16 años. Ha vuelto a dormir con su madre para darse “calorcito”, especialmente en estas últimas noches gélidas. “Me quedo sin respiración porque me tapo la cabeza. Prefiero eso que sacarla”. Naima piensa que esta situación le va a sacar “los nervios”. Rompe a llorar, se recupera y sigue hablando. “Igual que el coronavirus, esto no lo voy a olvidar”.

El menor de los hijos pone sobre la mesa té moruno caliente y le saca la sonrisa a la madre. “Si no río, me voy a morir”, se justifica ella. No come nada, tampoco Fátima, que cuenta cómo sus amigas últimamente le dicen que está más delgada. “Lo único en lo que piensas es que vuelva la luz. La lista de prioridades y deseos no existe. Ni comer, ni los deberes, solo meterte debajo de la manta y pasarlo”. En los últimos meses ha llorado varios días en el instituto porque siente que nadie se pone en su piel. Le han quedado tres asignaturas en el primer trimestre. “Eso no le había pasado nunca”, acota Naima. “Nos enseñan empatía pero no veo nada de eso”, responde Fátima. Apenas ha salido a jugar a la nieve porque “luego no hay quien se saque el frío del cuerpo”.

Karima

Solo se le ven los ojos. El bebé de Karima Idir, de seis meses, lleva dos meses envuelto en mantas. “Se le intuye la carita roja del frío”, subraya esta mujer a punto de cumplir treinta años. Tiene otro hijo de seis años al que le obliga a ponerse los guantes en casa y tres pantalones. Uno encima de otro. Hoy en su vivienda toca un rato de luz y se apura por si parece que tienen más de lo que dicen, pero a los minutos se marcha. Las velas siempre están preparadas. Karima tiene miedo de poner una estufa y por eso rechazó las que le ofreció la Comunidad de Madrid como parche tras el fin de semana del temporal. El rechazo casi unánime de los vecinos a los parches de las administraciones –también ha pasado con el albergue de emergencia propuesto por el Ayuntamiento de Madrid– revela la complejidad del problema.

“Nos hacen sentir que no valemos nada. Sin luz la vida no es vida”, dice al fin con los ojos llorosos. Ha desayunado y comido al mismo tiempo, cuando se hizo la luz. No tiene agua porque el frío la ha convertido en hielo. No trabaja desde hace meses. La cocina donde está empleada ha hecho un expediente temporal de regulación de empleo (ERTE). Los días se le descuelgan largos y pesados. “Vamos a tener que contratar un psicólogo para los niños cuando esto acabe”. Piensa más en sus hijos que en ella.

Omar

Para Omar Lamrani, cuñado de Karima y vecino, la nevada “ha sido el castigo final”. Este electricista de 40 años, con cinco hijos, piensa que el temporal ha “movilizado” mínimamente la conciencia de los políticos. Hasta que no llegó Filomena las administraciones no habían tomado absolutamente ninguna medida, más allá de encadenar reuniones sin soluciones. Tres días después del paso del temporal intenta arreglar el corte del agua manualmente con el calor de un soplete.

Entre los habitantes del poblado se extiende (y retroalimenta) la idea cruel de que las autoridades buscan que el asentamiento desaparezca a base de que no sea sobrevivible, pero nadie quiere marcharse pese a las condiciones infrahumanas. Solo una familia aceptó el plan de choque del Ayuntamiento de Madrid de montar un albergue de emergencia en la antigua fábrica de muebles del sector seis el fin de semana de la gran nevada.

A los vecinos del sector cinco, dentro del municipio de Rivas, el Ayuntamiento les ofreció trasladarse algunas noches a un hotel, pero la mayoría tampoco aceptó. Dicen que están peleando para que la luz se devuelva a sus casas. “Los derechos humanos nunca se dan, hay que pelearlos”, opina Omar, que acusa a las autoridades madrileñas de tenerlos “como una pelota”. “Pensábamos que el pacto regional mejoraría algo –añade– pero no lo han cumplido”.