“Se veía venir, con el cachondeo que se traía la gente. Cantando y bebiendo en la cola del autobús con la botella”, protestaba Teresa el viernes por la mañana, en el autocar de camino a Navacerrada. Este pueblo de 3.000 habitantes de la sierra madrileña vuelve a estar cerrado desde el lunes por el incremento de la incidencia de la COVID-19, disparada con más de 60 casos que suponen una tasa de 2.100 por cada 100.000 habitantes, cuando el umbral de alerta establecido por la UE es de 500. Para Teresa y José Luis, que va a diario a trabajar a la sierra desde Madrid, el cierre estaba cantado. “Desde el 22 de diciembre y hasta el 6 de enero ha sido apoteósico”, ironiza él, que habla de “colas escandalosas” durante las fiestas, con hasta 500 personas esperando en el intercambiador de autobuses de Moncloa para subir a la montaña. “Este es el resultado”, concluye.
Navacerrada es un pueblo pequeño, de casas de piedra a 1.200 metros de altura, que viene creciendo poco a poco desde hace medio siglo. Con la carestía de la vivienda en Madrid, la mejora de las comunicaciones y los servicios públicos y, en 2020, el éxodo de la capital a raíz de la COVID-19, superó por primera vez los 3.000 residentes censados. Pero esta mañana está prácticamente desierto. “Un viernes de sol normal esto parece la Gran Vía”, compara José, trabajador municipal, que raspa con una espátula unos pegotes en una marquesina junto a la Casa de la Cultura, en el centro (casi todo es centro, en realidad). José reflexiona: “Quizás hemos tenido demasiada afluencia para como estaba la situación. No han querido regularlo, o no han sabido”. El hombre describe una especie de sándwich vírico provocado por la gente que venía a sus segundas residencias y la que desembarcaba en la plaza cuando se encontraba las pistas de nieve del puerto cerradas. Algo parecido ha pasado en otros pueblos de esta parte de la sierra, como el cercano Becerril (5.800 habitantes), donde hoy mismo se conoció el fallecimiento de 11 personas con coronavirus en una residencia de ancianos, y con una incidencia también por encima de 2.000 casos por 100.000 habitantes.
En Navacerrada el Ayuntamiento está abierto, pero trabajando al ralentí, y haciendo cola para preguntar por unos recibos inesperados está Pablo Jorge, que fue alcalde de 1999 a 2011, hoy jubilado. “Aquí ha habido un serio problema. Este municipio y otros se han mantenido abiertos cuando se tenían que cerrar. No sé si como válvula de escape para Madrid”, desliza. El exregidor calcula que en los días álgidos navideños pudieron apelotonarse hasta 10.000 personas. “Los fines de semana ha sido increíble”, insiste. “Yo no salgo más que lo estrictamente necesario, pero hasta los restaurantes, que hay unos 30, estaban hasta las 18h con gente esperando para comer, aunque hacía un frío tremendo”. El motivo, a su entender, es que “la gente o no se lo cree, o le da poca importancia, o sigue las consignas del desastroso gobierno de la nación y el cuestionable gobierno de la Comunidad [Jorge fue alcalde por el PP]”.
En contra de lo que ha pasado por todo el país, la COVID-19 no ha tenido un efecto económico desastroso en Navacerrada, a tenor de los vecinos. “Los restaurantes cierran toda la semana y abren los viernes, hasta tienen chalés. Se quejan, pero este es un municipio rico. Y las tiendas están vendiendo más que nunca”, reconoce el antiguo alcalde. Montse, que atiende un negocio de joyas y bisutería, cuenta que abrió el establecimiento en octubre, tras cerrar el que tenían en la calle Mayor de Madrid porque los alquileres estaban “imposibles”. Desde entonces, no han perdido dinero ningún mes, a pesar del temporal Filomena y el confinamiento. “El comercio local social se está enriqueciendo”, dice, en alusión a la variedad de nuevos locales que han surgido en los últimos años.
José, el trabajador de la espátula, recomienda ir a preguntar a Milagros, la panadera, que ha horneado más pan que nunca en 2020, en su opinión. Ella no es tan entusiasta. “El pan es muy mafioso”, opone, pero entiende que “nadie puede decir que le haya ido mal”. Considera que los periodistas son “muy alarmistas” con respecto a la pandemia, pero acepta que “si estamos cerrados es por algún motivo y hay que ser consecuentes”. Mientras va hablando, van entrando clientes, los de siempre, o la frutera itinerante que le ofrece melones y peras y se va murmurando cuando Milagros le dice que ya fue al mercadillo la víspera. “Tenía que haber sido psicóloga, todos me cuentan su vida”, bromea.
Los accesos a Navacerrada están vigilados por la Guardia Civil, pero los vecinos cuentan que hay algunos que insisten en venir y se echan al monte, aparcando los coches en las entradas de las fincas. “Los fines de semana es una locura, yo no bajo para nada”, conviene con la opinión general Olga, en la entrada de la farmacia. Ni allí ni en el centro de salud, que solo abre tres días a la semana y no atiende a pacientes con COVID-19 (estos han de desplazarse a Cercedilla) quieren hablar los profesionales. Fuentes del sector apuntan, sin embargo, que el personal está sobrepasado y que uno de los médicos está de baja y no lo han sustituido.
Con el pueblo cerrado, la mayoría de los restaurantes han optado por echar la verja. Sigue abierto Casa Paco, que a la hora de comer tiene las siete mesas de la terraza ocupadas. “Está la cosa fastidiada, pero no hay mal de 100 años dure”, confía Paco, que dice no conocer muchos casos recientes de COVID-19. Los parroquianos hablan del tiempo, que parece que va a empeorar, y de carne. De jabalí, de corzo. Uno recuerda los tiempos pasados en que alguno criaba gatos y los hacía pasar por conejos. Justo en ese momento entra un cliente que tiene a un familiar “esperando por la PCR”. “No tiene síntomas ni nada, le voy a llevar unas [patatas] alioli”, encarga. Al poco, otro informa por teléfono de que un tercero también tiene “el bicho”. De fuera siguen llegando peticiones de tercios de cerveza y copas de vino, un trío se anima con carne a la piedra. Tras el fin de semana, habrá otros siete días de restricciones. Después, si todo va bien, el resto de los hosteleros volverán a abrir, esperando que los turistas aparezcan de nuevo.