Como dos viejas amigas que se ponen al día tras tiempo sin verse, dos mujeres conversaban esta noche, minutos antes de las 21h, en la calle de Juan Álvarez Mendizábal, en el barrio de Argüelles de Madrid. Se trata de una zona bien de la ciudad, de edificios con portales señoriales, de gente civilizada y tranquila, como calmada era la forma en que la pareja hablaba del peligro de la sustitución racial que -ambas coincidían- amenaza a España por la inmigración y la baja tasa de natalidad de los españoles de verdad. Las dos mujeres, falangistas, departían con naturalidad sobre judíos y negros mientras esperaban a que empezase el homenaje a una de sus figuras simbólicas, Matías Montero, muerto a tiros en el 9 de enero de 1934 y mártir para la causa desde entonces. Acabaron reuniéndose en el lugar casi un centenar de personas.
Montero tuvo una calle en Madrid y dio un nombre a un ambulatorio en épocas preconstitucionales, pero ahora su figura ha perdido lustre y protección institucional. Con todo, los falangistas organizan concentraciones en su recuerdo todos los años, de éxito decreciente. Desde el año pasado, además, los diversos grupúsculos que se declaran herederos del pensamiento de José Antonio Primo de Rivera tienen que andar con cuidado de no quebrantar la Ley de Memoria Democrática, ante el riesgo de que les multen con entre 10.000 y 150.000 euros si sus actos públicos representan “descrédito, menosprecio o humillación” de las víctimas de los golpistas del 36, la Guerra Civil, la dictadura o la represión. Como algunas tesis historiográficas -un tanto desacreditadas- aducen que la Guerra Civil empezó en el 34, no estaba de más ser prudente en las jaculatorias. De modo que, antes de que comenzasen los discursos, se avisó por megafonía de que no se debían sacar más banderas que las que repartiese la organización, ni “improvisar” con los cánticos.
La mayoría de los asistentes era gente de mediana edad y más allá, aunque también había unos veinte jóvenes del sindicato universitario SEU, que se pretende continuador del Sindicato Español Universitario. También había un chico de 18 años, llamado Jie, “chino de la etnia mayoritaria han”, según su descripción, muy voluntarioso, que se acercaba a los grupitos que esperaban en la calle para explicar que lleva en España cinco años -hablaba español con bastante fluidez- y que había descubierto la Falange en la red social Instagram. Su jovialidad a la hora de lanzar improperios contra “los marroquíes” divertía a los congregados. “Parece el de Tintín en el Tíbet”, comentó uno.
Pisos turísticos, nidos de rojos
Una de las señoras del principio explicaba que ella vive en el centro de Madrid, y que como ahora hay en el barrio tantos pisos turísticos, se llenan los edificios de gente indeseable, entre ellos “negros que vienen a violar” y también “pijos que son rojos”. No había que irse al centro: en el edificio de enfrente había colgada una bandera arcoíris del balcón, y una mujer salió un rato a grabar la escena, aunque al poco se cansó y se metió dentro de casa. En la calle, la señora de antes intentaba reclutar a un profano para que asistiese a las reuniones semanales de su organización. No se detuvo al respecto de las diferencias doctrinales entre Falange Auténtica, Falange Española de las JONS y demás denominaciones del microcosmos de la extrema derecha nostálgica. Zanjó: “Somos lo mismo”.
El acto en sí comenzó con la lectura por los caídos de la Falange, a cargo de uno de los estudiantes, que la leyó en el teléfono porque no se la sabía de memoria. Después intervino el “jefe nacional” del susodicho sindicato, Alejandro Mille, que cargó contra el capitalismo, la “inmundicia disolutiva” que impera en la sociedad y otros males entre expresiones grandilocuentes, habituales en estos discursos guerreros.
Al final, todos cantaron el Cara el Sol -esta vez, sí de memoria- y dieron vivas a la España una, grande y libre. El joven Jie se había hecho con la bandera más grande de la falange e intentaba ondearla, molestando a los presentes, a los que rozaba con la tela. Dos furgones de policía y varios agentes vigilaban la escena a distancia, en silencio.