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La falta de medios moviliza a las trabajadoras contra la violencia machista de Madrid: “Todo falla”

Víctima de violencia de género en Madrid.

Diego Alonso Peña / Carmen Moraga

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Elena Fernández, portavoz de la plataforma de las Trabajadoras de la Red de Violencia de Género de Madrid, un colectivo que se dedica a dar recursos y atender a las víctimas de esa lacra social infinita, imparable y cruel, espera a elDiario.es en su despacho de un local sindical del distrito de Arganzuela. Lleva 13 años trabajando contra la violencia machista que define como la “máxima expresión de desigualdad que hay entre mujeres y hombres, la que mata y asesina”. “Nunca he podido entender cómo puede haber un solo tipo de violencia que sufren las mujeres y que esté tan legitimada”, explica, nada más comenzar la conversación, mientras da un sorbo al café que tiene en un termo sobre la mesa.

Ella vivió de cerca una de las muchas historias de mujeres que comienzan con maltrato psicológico, luego físico, y acaban en tragedia, como fue el caso de la monitora que tenía en el colegio cuando era niña, querida por todas, que fue asesinada por su pareja. El impacto que generó en Elena aquel drama fue el inicio de más de una década de entrega y dedicación a esas víctimas de violencia machista que cada día aumentan de forma alarmante en Madrid.

Estos días Elena anda muy ajetreada por la situación en la que está inmersa la red de trabajadoras del sector, que ha celebrado ya tres huelgas –dos en marzo y una en junio– debido a lo que consideran una dejadez y la escasa implicación de las administraciones y, en concreto, el Ayuntamiento de Madrid. Tanto las pésimas condiciones laborales de las trabajadoras como el aumento del riesgo de las víctimas ante la precarización del sistema son claves para explicar el hartazgo que sienten estas trabajadoras.

A Elena le preocupa, sobre todo, la visión sesgada de las instituciones, porque el riesgo real que amenaza a una víctima nunca se puede medir con exactitud. Depende de la evaluación que se les haga y eso puede suponer que muchas mujeres queden desamparadas, sin posibilidad de acceder a los recursos que ofrecen. Fuentes del área responsable del Ayuntamiento de Madrid aseguran que “ninguna mujer se ha quedado sin atención en situaciones de emergencia”.

“Las peticiones que hacemos también las trabajadoras es que se reconozca nuestra labor, ya que nuestro convenio no lo hace y, al ser un sector feminizado, las tablas salariales son muy bajas”. “En carreras o profesiones masculinizadas se les pide una titulación universitaria, 300 horas de formación en una especialidad, más años de experiencia, los salarios se duplican o incluso se triplican a los nuestros que hacemos lo mismo y ganamos 1.300 euros al mes”, comenta Elena, para reflejar la precarización que sufren ella y todas sus compañeras que se exponen a un tensión emocional interminable. “Cuando vemos en las noticias que se ha producido un asesinato, lo primero que hacemos es llamarnos las unas a las otras, ver si era una de las mujeres que atendíamos y, claro, a nivel psicológico es algo muy duro”, señala.

Fuentes del área de Políticas Sociales, Familia e Igualdad del Ayuntamiento de Madrid aseguran que su “compromiso con mejorar y ampliar la red es innegable”. Según los datos que ofrecen, en cinco años de gestión el gasto de prevención y atención frente a la violencia machista se ha duplicado de 7 millones en 2018 a 13,8 en el pasado curso. Además, señalan que las “condiciones laborales de las trabajadoras dependen directamente de con las entidades adjudicatarias de los distintos servicios en el que el Ayuntamiento no puede exigir mejoras salariales a lo fijado en el convenio colectivo”.

A este respecto, Elena explica que la situación que viven ella y sus compañeras con la negociación salarial “nunca termina de estar clara”. “Siempre que acudimos al Ayuntamiento los responsables del sueldo son las entidades adjudicatarias y cuando acudimos a estas entidades nos aseguran que el responsable es es el Ayuntamiento”, concluye Elena.

Dentro de la red, las trabajadoras se esfuerzan para intentar abarcar y atender a las máximas víctimas posibles, pero ante la falta de recursos les complica esa tarea. “Todo es insuficiente para dar los servicios adecuados a una mujer en esas condiciones. Las citas para ver a una psicóloga está en torno a los dos o tres meses, lo que hace muy difícil el seguimiento y la recuperación de las pacientes”, apunta Elena, a la par que recalca que “una mujer solo puede estar dos meses en los centros de emergencia, con lo que se logra cierta estabilización personal, pero en ningún caso su completa recuperación”.

Desde el área de Políticas Sociales, Familia e Igualdad señalan que “están analizando las necesidades reales que tiene el servicio para poder reforzarlo donde pueda ser más útil, lo que no implica necesariamente ampliar las plazas de emergencia”.

Las víctimas de violencia de género han aumentado dos o tres veces más desde la pandemia y la plantilla permanece con los mismos operativos. “Además de la precariedad que sufrimos, si la atención a las víctimas se ha multiplicado o triplicado porque hay más, lo justo sería que también aumentaran el número de trabajadoras para poder llegar a todas y garantizar este derecho”, afirma. Por ejemplo, el SAF (el Servicio de Emergencia de la red del Ayuntamiento de Madrid para atención a las familias) tiene 30 personas trabajando, pero deberían ser el doble“, añade, frustrada, mientras también acusa al ayuntamiento de ”camuflar los datos“ y ”poner parches a la situación“.

Fuentes del área competente del Ayuntamiento de Madrid recalcan que “el aumento de mujeres que asisten a la red no implica directamente un incremento de situaciones de maltrato y sí puede evidenciar que las campañas de concienciación y sensibilización funcionan”.

El papel de los jueces y la legislación a la que están sometidos estos casos tampoco ayudan al desempeño de las profesionales. La ley contra la violencia de género es de 2005 y Elena, aunque reconoce que “fue un gran avance que sirvió y servirá”, también señala que está “obsoleta”. “Hay casos que no van a juicio rápido a menos que haya una agresión visible. Luego sucede que se puede hacer una ley perfecta, pero el cómo se aplique es otro mundo”, razona, recordando que en la capital hay 12 juzgados de violencia con “escasa perspectiva de género” en los que van los 'castigados' y las víctimas “tienen que enseñar alguna herida visible para que las crean, lo que hace imposible poner encima de la mesa el maltrato psicológico”.

“Estamos en un sistema en el que las víctimas son las que deben huir de su casa, las que buscan protección, las que se esconden, mientras el maltratador sigue con su vida, nada se rompe en su día a día, mantiene su trabajo. Son ellas las que, en muchas ocasiones, deben abandonar su empleo ante la persecución de su acosador”, lamenta.

A nivel político y social tampoco se les allana el camino. “La prevención ni se huele, y, encima, si quieres meter algo de educación para explicar lo que es el machismo te dirán que estás adoctrinando. Y si intentas ayudar a las víctimas calificarán tu labor y el lugar de trabajo como 'un chiringuito'. Y si te manifiestas o alzas mínimamente la voz te dirán 'feminazi'”, sigue apuntando. En su opinión, los jóvenes, en lugar de tener una asignatura para conocer los riesgos y la lacra que es el machismo, centran su educación en las redes sociales. “El porno y gurús neoliberales les enseñan lo que hay que hacer”, “lo que perpetúa la violencia”, sentencia.

Además, acusa a Almeida de ser “un maltratador institucional” porque al no dotar de recursos y personal suficientes “está dejando en situaciones imposibles tanto a las víctimas como a las trabajadoras”. Elena asegura que “en ningún momento el Ayuntamiento ha estado dispuesto a negociar, ni ha mostrado interés en cambiar la situación”, mientras ellas, las trabajadoras, en las tres huelgas convocadas, han solicitado incansablemente el consenso de todas las fuerzas políticas para la resolución de sus reivindicaciones. Ante todo esto Elena concluye que “tanta dejadez y violencia institucional ha terminado por propiciar que se haya cobrado muchas vidas en Madrid”.

La visión y el miedo de una víctima

En otro extremo de Madrid, Paula, que ahora ronda los 36 años, recibe también a elDiario.es y cuenta su experiencia: la historia de maltrato que sufrió por parte del que pensó que era e iba a ser su pareja “perfecta”, del hombre con el que se casó hace diez años “muy enamorada”, con el que ha tenido una hija pero que con el tiempo terminó transformándose en otra persona. “Quiero que se sepa lo que yo pasé y estoy pasando. Quiero que se sepa de qué va es esto para animar a otras mujeres a que busquen ayuda en cuanto se sientan amenazadas y en peligro”, asegura.

Paula no es su nombre real. Es el que ha elegido para no poder ser identificada por miedo a las represalias, no solo de su ex sino también por miedo a la familia de él que desde que comenzó todo su calvario Paula dice que le ha hecho “la vida imposible”. 'Miedo' es la palabra que ella no para de repetir porque es la que mejor define su estado emocional, el de antes y el de ahora. Un miedo que preside desde entonces su vida y del que no consigue zafarse con facilidad aunque reconoce que el tiempo va curando lentamente algunas heridas, pero no todas. Una de ellas es el hecho de que los jueces hayan concedido a su expareja la custodia de su hija pese a que ella tiene acreditado que es víctima de violencia de género, un título habilitante que concede la Comunidad de Madrid a las mujeres que han sufrido maltrato, y que saben que nunca van a estar del todo a salvo.

Paula da un sorbo a un vaso de agua antes de empezar a contar su historia. “El principio de nuestra convivencia fue normal, buena. Todo comenzó cuando nació al poco tiempo nuestra hija (a la que llamaremos Lara)”. “Él no se implica mucho en la crianza de la niña, nos dejaba bastante solas. Ahí, no sé bien por qué, pero comienzan a surgir los celos. Me quería controlar el móvil y lo lograba a veces ejerciendo la violencia. Una vez me llegó a tirar al suelo para poder desbloquear la pantalla con mi cara”, arranca Paula.

“En una de esas desagradables discusiones él se pasa bastante conmigo y entonces cojo a la niña y me voy a casa de mis padres, que no tenían ni idea de lo que me estaba pasando. Pero cuando se lo cuento no dudan y vamos a comisaria”, explica. “El comisario se porta muy bien y quiere ir a detenerlo, pero me dice que antes debo presentar una denuncia, lo que iba a suponer que pasara la noche en el calabozo”. A Paula le impacta y duda. Al final decide no presentar denuncia, algo de lo que pasado el tiempo se arrepentiría. Ante la pregunta de por qué tomo esa decisión, su respuesta es clara: “Por miedo”. “Pero me dije: no quiero volver con él a esa casa. Me quiero separar”.

En la comisaría la remiten a la UFAM, que es la Unidad de Atención a la Familia y Mujer de Violencia de la Policía Nacional en donde asegura que la “trataron muy bien”. “De ahí –sigue contando– me mandan a la Oficina de Atención a las Víctimas, que está en los juzgados de violencia, en donde, viendo también cuál era mi situación, me dirigen al Servicio de Atención de Violencia de Género (SAVG)”, donde una trabajadora social y unos psicólogos le hacen un informe para evaluar su situación de peligro. Y es entonces cuando la derivan al CAPSEM norte, el Centro de Atención Psicosocioeducativa para mujeres y sus hijas/os víctimas de violencia de género, un servicio que proporciona apoyo social, psicológico y educativo.

Al no estar viviendo una situación extrema de riesgo, Paula decide irse a vivir a casa de sus padres, en donde se siente segura. “Durante todo este proceso decido separarme y pongo a mi pareja una demanda de divorcio”, cuenta. Pero estalla la pandemia y todo se complica porque se cancelan todos los juicios. “Yo estaba cuidando de mi niña con mis padres y entonces él me pone una demanda por desamparo, ¡a mí que estaba cuidando a mi hija!”, exclama, indignada. “Entonces el juez, viendo un poco la situación y dado que estábamos ya en estado de alarma y que de momento no iba a haber juicios, me da la custodia exclusiva urgente y perentoria de la niña y me autoriza a ir a la casa donde nosotros vivíamos, que era de los padres de mi exmarido”.

Paula seguía sin presentar una denuncia por maltrato: “No quería denunciar, quería que esto se solucionara por las ‘buenas’, divorciarme, irme y ya está”, insiste. Su situación pasa de tener ella la custodia en exclusiva, a que en la primera vista que se celebra para dictar medidas provisionales, el juez determine la custodia compartida de la niña al 50%. Mientras tanto Paula sigue acudiendo a la red de apoyo.

Lo siguiente fue comprobar cómo él manejaba a su antojo la nueva situación de custodia compartida: “No me daba a la niña cuando me la tenía que dar. Yo lo denunciaba. No me dejaba comunicarme con ella cuando estaba estipulado por convenio. Volvía a denunciarle, pero nada. Y era la policía la tenía que ir todo el rato a buscarla y entregarme a la niña”. “Yo todo esto lo digo en el Juzgado de Violencia de Género para que lo sepa, pero me dicen que deje de denunciar, porque como siga así me van a condenar en costas”. Hasta que un día él la agrede en plena calle delante de la niña. Y es en ese momento cuando, muy asustada, Paula decide ya denunciar, previa llamada a la policía.

A toda esta tensión no ha sido ajena la pequeña, que sufrió problemas psicológicos y físicos. “Tenía constantemente dolores de estómago y vómitos”, cuenta su madre, que no ha parado de luchar porque “se haga justicia”.

Paula recuerda más detalles del calvario por el que ha pasado durante estos últimos cinco años, como cuando su situación se complica porque su ex empieza a convivir con otra mujer. “Como él ve que no consigue condenarme, entra en juego su actual pareja, que no me conoce de nada. Y entonces empieza a denunciarme ella también por un montón de cosas y me dictan una orden de alejamiento que llega unos días antes de otro análisis psicosocial. Mi ex y ella hacen ver que yo estoy loca, que mi hija me teme, ¡mi hija, que me adora!”. “Soy su madre y la he criado”, dice Paula, sin poder contener las lágrimas.

“Él y su familia me han acribillado a denuncias, todas con pruebas falsas”, remacha. “He llegado a acumular 23 y todas han sido archivadas”. ¿Por qué? “Por cualquier cosa, por supuesto acoso, por amenazas, alegan que estoy loca y para demostrarlo mandan elaborar todo tipo de informes y buscan testigos para que hablen mal de mí”.

En 2023 Paula tuvo por fin el juicio de divorcio. El golpe final llegó cuando tras la presentación por parte de los abogados de su ex pareja de ese nuevo informe psicosocial, el juez determina la custodia exclusiva para él alegando que “lo mejor para la niña era que estuviera más tiempo con su padre que con su madre”. “Creí morirme”, confiesa Paula. “Ellos se sienten impunes, es gente con mucho dinero, es gente que sabe que conseguirá ganar”, afirma.

Paula ha presentado un recurso de apelación y actualmente está pendiente de otro informe psicosocial “porque en el anterior se desvirtuó todo”, explica. Lo que lamenta es que, sea cual sea al final el resultado, todo este largo proceso ha supuesto para ella “la ruina psicológica y económica”. “Todo esto me ha costado más de 40.000 euros que ido pagando con ayuda de mi familia y mis ahorros, y gracias a que siempre he tenido un buen sueldo”.  

“Los jueces no entienden qué es la violencia de género”

Su experiencia personal le lleva a opinar que ir a un juzgado de violencia es “lo peor” que ha hecho en su vida porque “muchos jueces, aunque estén bajo un paraguas de violencia de género, no entienden la violencia de género”, sostiene con tristeza. “Por eso tengo miedo, miedo de todo, pero sobre todo a él y a su familia, que nunca ha querido asumir que su hijo está inmerso en un caso de violencia de género”. “A mí nunca me han creído y desde el principio se pusieron de su parte porque él es muy manipulador”.

“La suerte de cada maltratada depende de en qué juzgado caes y qué juez te toque”, asegura. “Muchos no entienden la violencia de género, no comprenden ese machaque. Parece que sólo caen en la cuenta si vas con un ojo morado, o si te han matado”, añade. “Todo lo que he vivido es violencia igualmente: violencia es que no me den a la niña, o me impidan verla; violencia es que un juez te diga que, si sigues denunciando, te condena en costas; violencia es que un juez de violencia de género pida la custodia para él que está denunciado por maltrato. No entienden la violencia machista, no la entienden, eso es lo que ocurre. Es como que en todo el sistema hay violencia institucional”.

Tampoco está contenta con el trato que le han dado a su hija. En una de las primeras visitas al Juzgado de Violencia recuerda que la trataron “fatal, fatal”. “No me dejaron estar cuando la valoraron. Lara tenía entonces tan solo 4 años y se puso muy nerviosa, no conocía a nadie ni entendía nada”. Para su sorpresa comprueba que en cambio a su ex si le dejan estar presente. “¡Él, que era el acosador, en el juzgado de Violencia de Género!”, exclama.

Para las trabajadoras de la red de apoyo, en cambio, solo tiene palabras de gratitud. “Son las que mejor me han entendido y tratado. Son ellas las que realmente te ayudan en todo este proceso. Comprendo que tengan que llegar a la huelga. Que no tengan medios y que se enfrenten a la precariedad me parece horrible”. “Siempre les digo que son las que me han salvado porque te entienden”, remacha.

A pesar de llevar más de cinco años atravesando este infierno, sabe que su pesadilla no ha terminado. Con todo, lo que más le duele es ver que ese título público de la Comunidad de Madrid que acredita que es víctima de violencia de género no le haya siquiera servido para que los jueces dicten sentencia en contra del maltratador.

Paula dice que “no tira la toalla” mientras intenta que cicatricen las heridas. Solo quiere estar con su hija, “tener una vida normal”, pero, sobre todo, dejar el “miedo atrás”.

En 2023, 56 mujeres fueron asesinadas y solo en 15 de los casos había denuncia previa. Este año se han contabilizado 14 feminicidios según el Ministerio de Igualdad. Desde que hay recuento, a 1.258 mujeres se les ha arrebatado la vida en España.

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