El Madrid de la pobreza que Ayuso y el consejero no ven
La cita era a las 12.00, pero ya es casi la una y Roberto Borda sigue teclea que te teclea en su oficina de La Herradura, en Moratalaz, sede de la asociación Apoyo, que lleva 38 años en el barrio peleando contra la pobreza. La puerta está entreabierta, así que se oye la conversación. Una familia (madre, padre, y una hija que se aburre y juega con unos imanes) quiere tramitar el ingreso mínimo vital. El papeleo es un quebradero de cabeza: hasta los recién nacidos necesitan el DNI. Hay que tener mucho cuidado con el padrón municipal, cualquier cambio puede suponer la suspensión del pago. Roberto pregunta, repregunta. Un error y adiós a la ayuda.
Pasan los minutos, y la sala de espera se va llenando. Una media docena, porque la estancia es pequeña, que intercambian impresiones sobre los papeles necesarios. “Si lo mandas por e-mail no te contestan; mejor por correo normal”, dice Manuel, de 22 años. Unos y otros se dan consejos. Son vecinos, aunque por aquí viene gente de todo Madrid. “Me han mandado la carta, que me quitan la paga por cambiarme del padrón”, llega contando una mujer mayor. Roberto sigue tecleando, no para. “Pues hoy es un día tranquilo”, dice Jezabel Coronil, en la otra oficina, la de orientación laboral, que no da citas hasta después de Semana Santa.
Le cuesta al portavoz de la Comunidad y consejero de Educación, Enrique Ossorio, encontrar pobres en Madrid. El último informe de Cáritas, que habla de que hay 1,5 millones de personas en situación de exclusión social, cinco puntos más —el 22%— que antes de la pandemia, le parece exagerado. “¿Dónde están?”, se preguntó el miércoles, teatralmente, dándose la vuelta en el atril, como haciendo que buscaba. Refrendó luego la presidenta, Isabel Díaz Ayuso: “Empeñarse en dibujar a un Madrid como una región de pobreza es absolutamente falso”.
No estaban, efectivamente, en la sala de prensa del gobierno regional, pero tampoco son invisibles los pobres, si uno se baja del coche, si usa el transporte público. Ni siquiera tiene necesariamente que cruzar la M-30. Tampoco es necesario fiarse del informe de la fundación Foessa (Fomento de Estudios Sociales y Sociología Aplicada), vinculada a Cáritas, que depende de la iglesia católica. Basta con recurrir a los datos del INE para comprobar cómo se extiende la mancha de la exclusión social, de las familias que viven con menos de 416 euros al mes, 5.000 al año, plasmados por secciones del censo en el siguiente mapa:
Esperando su turno en la oficina de La Herradura, que junto a El Ruedo reúne a la población más humilde de Moratalaz, está Cesáreo, de 42 años, que vive con su madre, Mari, de 74. “Mira cómo tengo las manos de callos de estar en la calle buscando chatarra”, dice, cuando se le pregunta por las palabras del consejero. El ingreso mínimo lo cobraba, pero su hijo se mudó fuera de Madrid y se lo retiraron. Lleva cuatro meses sin cobrar un euro. “Aquí es donde está la pobreza”, cuenta Manuel, que también sobrevive vendiendo hierros. “Pero no se coge nada, está fatal la cosa”. Ni Manuel ni Cesáreo se interesan por la política, no habían oído las palabras de Ossorio. Tampoco les ofenden particularmente. A Jezabel, la técnica laboral, por el contrario, se le escapa un exabrupto cuando se le inquiere. Luego añade: “Cuando lo oí casi me caigo de la silla”.
Un chascarrillo poco inocente
Por la tarde, más desocupado, Borda busca explicaciones a la gracieta de Ossorio. “Si yo empiezo a decir que la pobreza no existe, la voy invisibilizando. Y si eso va calando, justifica después reducir los presupuestos de políticas sociales”, alerta. Porque la pobreza no es solo la estampa del mendigo durmiendo en la calle. Está la carencia material, la que conlleva vivir al día, privarse de comer carne, de encender la calefacción porque no da el presupuesto, porque ser pobre implica tener una casa peor aislada, con una calefacción menos eficiente. “He llegado a ver una factura de 530 euros, varias de 400, y no son familias que gasten a lo loco”, asegura Borda. Esto se añade a las dificultades crecientes para abrir una cuenta en el banco, que a su vez implica no poder recibir la ayuda porque en el formulario es imprescindible incluir el número de cuenta. Al final, solo quedan las “estrategias de supervivencia”, explica. Dejar de pagar, ir trampeando.
“[Los miembros del Gobierno] viven en un mundo paralelo. Se circunscriben a su entorno más cercano, de corrupción normalizada; es normal que no lo vean [la pobreza]”, critica Javier Sáez, presidente de la asociación de vecinos de San Cristóbal de los Ángeles, otro de las áreas con mayores carencias, en el distrito de Villaverde. Los repartos de comida son los miércoles, nunca ha dejado de venir la gente. Tampoco les entusiasma la publicidad. Saben lo que hay. “Lo más penoso es que los respaldan las urnas. Esperemos que la gente abra los ojos”, dice. “Esto ha sido un aviso, una llamada de atención a Cáritas […] ¿Cómo no van a saber [que hay pobreza]? Si tienen mil datos”, se molesta José Luis Yuguero, de la Red de Solidaridad Vecinal Carabanchel-Latina. “Madrid tiene un problema gordo y no lo quieren aceptar”, repite.
Los parches vecinales que siguen aguantando
Las redes vecinales Somos Tribu de Vallecas recibieron el Premio Ciudadano Europeo 2020, que concede el Parlamento comunitario, por ayudar en los peores momentos de la pandemia, durante el confinamiento, cuando las instituciones públicas no daban abasto. Dos años después, Somos Tribu se ha separado en diversas entidades de barrio. Somos Red EntrePozo da cobertura a los barrios de Entrevías y El Pozo del Tío Raimundo.
“En Cruz Roja y Cáritas están desbordados”, asegura Adriana Pop, de 42 años, que lleva desde marzo de 2020 al pie del cañón. Aunque tiene trabajo, le cuesta llegar a fin de mes, cuidando sola de una hija de nueve años. “Sabíamos que el COVID era el comienzo. La crisis es ahora”, dice. De las palabras del consejero portavoz, ironiza: “Quizás le quedó alguna secuela del virus”.
El viernes también están en el local cedido por una vecina a la asociación Lorena García, de 32 años, Maite Lozano, de 45, que cobraba el ingreso mínimo vital, pero se lo quitaron en noviembre, y Pilar Alba, de 65. Se preparan para ir a un colegio a recoger comida. Tras las cortinas, siguen llenos los estantes. Arroz, legumbres. Leche. Cuando van a los supermercados a llenar carros, de vez en cuando aparece algún cliente desagradable, al que discursos como el de Ossorio dan carnaza. “Te dicen que te vayas al despacho de [Pablo] Iglesias. Pero son pocos”, apunta Lorena.
Últimamente, también se están confeccionando paquetes de emergencia para Ucrania, enviados a toda velocidad, antes que la ayuda oficial, a través de contactos en la frontera con Rumanía. “Hay más miseria y pobreza. Todo sube [de precio] y los trabajos cada vez pagan menos”, protesta Adriana. Las llamadas de auxilio llegan de fuera del barrio. “Ayer llamó un chico de Oporto”, apunta. Enseña los mensajes de WhatsApp en el teléfono. Hay llamadas de auxilio de toda la ciudad. Uno pide dos maletas para dos niños de Guinea que se vuelven al país. Otro, un par de muletas. “Es una impotencia…”, lamenta.
“Algo que tiene que ver con lo que dice el señor consejero es que hay ayudas que se crean a espaldas de las personas, sin conocer la realidad de la pobreza”, razona Roberto Borda. “Como las ayudas a la natalidad de la comunidad de Madrid, que excluyen a la gente que está cobrando el ingreso mínimo vital, tal y como están configuradas. Como los pobres no existen, no piensan en ellos”.
16