No cabía un alfiler este domingo en el Rastro de Madrid, en una mañana de sol otoñal en el que los vendedores contenían la euforia, precavidos aún, tras un 2020 horroroso y un 2021 de muchos apuros. Ocho meses estuvo cerrado el mercado por culpa de la COVID el año pasado, y en este, la mitad de los puestos permanecieron cerrados, en semanas alternas, hasta finales de septiembre. Los ambulantes organizaron 28 manifestaciones durante el período, las últimas para volver al trabajo en las mismas condiciones de siempre, tras convencer a la mayoría municipal (Más Madrid, PSOE y Vox, pues PP y Ciudadanos votaron en contra, oficialmente recelosos con el coronavirus). Ahora ha vuelto la esperanza, el alivio porque las deudas dejen de acumularse. Conchi Hernández, que lleva 40 años en el Rastro vendiendo sus productos de artesanía de cuero, resume sobre el sentir de la jornada: “El público de Madrid es maravilloso”. El histórico mercado madrileño ha vuelto a la vida y ahora toca pensar en el futuro.
“El Rastro es un organismo vivo”, describe Mayka Torralbo, portavoz de la Asociación Rastro Punto Es, a la que pertenecen tres cuartas partes de los casi 1.000 vendedores con puesto asignado, firme creyente en que el espíritu del Rastro, y su millar de micropymes sobrevivirán a la transformación digital y a los cambios en el consumo que trae aparejados. “Cuando llegaron las grandes superficies se decía lo mismo”, dice la portavoz, siempre vigilante ante los intentos de encorsetar el Rastro, de uniformizarlo. “Todos los mercadillos navideños que se ven ahora son iguales, réplicas”, critica. “Por supuesto que va a resistir al ‘online’. Esta es la alternativa humanizada, la gente necesita vínculos y para eso hace falta la presencialidad”, afirma.
Ha habido cambios, no obstante. El público, por ejemplo, es más juvenil. “Creemos que tuvieron que ver las restricciones al ocio nocturno”, indica Torralbo, que no obstante considera que el espacio de La Latina es “transversal ideológica, generacional y culturalmente”. Por eso hay que conservarlo, pues las adaptaciones se harán de forma natural, defiende. “El rastro del Siglo XXII es esto, no se puede impostar”, proclama.
Aunque la policía sigue controlando la afluencia en los accesos a la Plaza del Cascorro, la Ribera de Curtidores y demás calles emblemáticas del Rastro, el atasco de paseantes es total en este domingo de puente. Casi todo el mundo lleva mascarilla, que aquí sigue siendo obligatoria, pese a estar al aire libre, porque los espacios están delimitados. “Notamos una sensación de esperanza, ánimo, ganas”, dice Raquel Ortiz, que lleva 10 años trayendo al Rastro “un poco de Andalucía”, en la cerámica familiar que elabora y vende. “Resistimos con unión, trabajando en equipo. Eso es lo que significa el Rastro”, celebra. “Nosotros teníamos tienda, pero esto lo es todo”, cuenta Marco Valenzuela, que lleva cuatro décadas vendiendo ropa militar vintage, con estampados que la transforman, quitándole el aire marcial. “Lo pasamos mal y ahora vamos mejor, relata Juan Maya, que comparte espacio con su madre, Mercedes Serrano, que venden libros antiguos y ropa. ”Nos endeudamos mucho, pero vamos levantando cabeza“, confía.
Nuevos públicos, nuevos negocios
Los locales comerciales de las calles del Rastro también han pasado un año y medio muy malo. Muchos establecimientos tradicionales tuvieron que echar el cierre. “Había unas 400 tiendas disponibles que tenían que ver con pequeños oficios, artesanía, almonedas o antigüedades. Muchas cerraron porque ese público ya no compra”, explica Manuel González, presidente de la Asociación de Comerciantes Nuevo Rastro. “Con la inflación, el cambio de gustos y la competencia ‘online’, las ventas siguen un 90% por debajo de 2019”, abunda. Ante esto, la asociación apuesta por un establecimiento mixto, la “tienda-taller” en la que el público no solo compre, sino que participe de cursos, actividades, que pueda ver a los artesanos trabajando en directo. “Se trata de crear tiendas que tengan alma, que puedan involucrar a la gente”, señala.
Ya hay varios ejemplos de lo anterior. Raúl Muñoz y Cristina Díaz regentan desde hace unos meses la galería-taller Espacio Punto Nemo, dividida en dos estancias sin barreras, de modo que un paseante que se asome al escaparate pueda ver a Raúl pintar al fondo del local. Se organizan talleres, actividades en común con otras tiendas. Manuel González piensa como modelo en el Camden Town de Londres, o más atrás, en los ‘atelier’ del Montparnasse parisino de principios del siglo XX.
Llegan también desplazados de Malasaña, porque en La Latina los alquileres de los locales todavía son asumibles, como cuenta Antonio Pérez, uno de los responsables de Plantas Luego Existes y periodista de Somos Madrid. En un espacio bastante amplio en la Ribera de Curtidores venden plantas, organizan talleres de esquejado y otras técnicas de cultivo, como la nipona Kokedama, así como un servicio de guardería de plantas que evite sorpresas desagradables a los aficionados a la vuelta de vacaciones. “Estar aquí permite tener unos espacios más polivalentes”, explica.
Por la mezcla de experiencias han apostado igualmente Leonardo Maita y Patricia Heredia. Cuando se mudaron al Rastro, en seguida entendieron “la posición del local” en relación a su entorno y las perspectivas que abría. Su librería Los Pequeños Seres opera también, así, como tienda de muebles y pequeña célula cultural. “Quisimos mimetizarnos con el espíritu del Rastro. Hablamos con anticuarios, tenemos objetos en depósito”, explica Maita. Desde el establecimiento se organizan talleres de revelado fotográfico con técnicas antiguas, experiencias de ‘collage sonoro’ y otras que, aunque “a veces no se entienden”, van garantizando la viabilidad del negocio que, como todo el Rastro en este domingo de euforia contenida, no deja de recibir visitantes.