Mide sus palabras y su forma de actuar como quien no llega a encontrarse en el lugar donde está. En sus 62 años de vida, es el primer día en que Julián pide ayuda para comer. Mientras introduce varias bolsas de productos frescos en su carro azul, Silvia vuelve a toda prisa a casa para preparar la comida a sus hijos con los alimentos que acaba de recoger gracias al apoyo de comerciantes y redes vecinales. Días antes, en otro punto de Madrid, Yanina se turnaba con su madre durante horas en una larga fila formada por ciudadanos a los que la crisis ha dejado la nevera vacía.
Después de varias semanas calculando los gastos y las comidas que podían preparar con lo “poco” que quedaba, la necesidad les empujó a coger el teléfono y solicitar apoyo a las distintas redes vecinales que se han organizado en Madrid para entregar alimentos a más de 20.000 personas desde el inicio de la emergencia social ligada a la COVID-19.
Aunque antes no solía “hacer mucho caso a esas cosas”, Julián se encontró un cartel en su portal la semana pasada. Informaba de la posibilidad de recoger pedidos de productos frescos en el mercado del barrio madrileño de Campamento en caso de necesidad ante el estado de alarma, en una iniciativa organizada por la asociación de vecinos y varios comerciantes. Hace casi un mes, cuenta, el hombre había llamado a los servicios sociales del Ayuntamiento. Le dijeron que le apuntaban en la lista de espera para enviarle alimentos no perecederos. Aún no ha recibido nada.
“No quería, pero al final he pedido ayuda”
“Entonces me vi necesitado. No me gusta, no quería, pero al final llamé a la asociación”, dice Julián como si tuviese que justificarse. Después de registrar sus datos y explicar su situación a los voluntarios unos días antes, este martes acudió a recoger el pedido que él mismo había realizado con el importe establecido por la asociación: ocho euros por cada miembro de la familia. Ellos son tres, así que vuelve a casa con un poco de pollo, un kilo de filetes, algo de fruta, pescado y verdura.
“Nos ayuda para una semana o así. Es lo que ellos pueden entregar y es de agradecer”, dice el ciudadano, de nacionalidad española, poco antes de abandonar el mercado. Es viudo y vive con sus dos hijos de 19 y 20 años. Julián, que se ha dedicado toda la vida al sector hostelero, lleva un año en paro y cobra una prestación de desempleo de alrededor de 600 euros. Durante este tiempo ha salido adelante, explica, a través de “trabajillos” esporádicos propios, o de sus hijos. El fin de semana del 14 de marzo, justo cuando se produjo la declaración del estado de alarma, el hombre iba a empezar como empleado a tiempo parcial en un restaurante tres días a la semana, con un salario que podría compaginar con una parte de la ayuda pública. El coronavirus truncó sus planes de introducir de nuevo un pie en el mercado laboral.
En plena crisis, uno de sus hijos logró un trabajo temporal en el servicio de limpieza de un hospital, pero el temor al virus también acabó por pejudicarle. “Un día se desmayó en el hospital. Le hicieron la prueba y hasta que no llegasen los resultados no podía incorporarse, como era un trabajo temporal no les compensaba y le despidieron”, detalla. Los resultados llegaron diez días después. Eran negativos.
“Ya íbamos ajustados, pero esto ha sido la hecatombe”, resume Julián, poco antes de despedirse, sin hacer mucho ruido. “Psicológicamente, conforme está la situación y la mis hijos, también me encuentro bastante hundido”, reconoce el señor, antes de regresar a la casa donde pasan las horas “intentando animarse” desde hace dos meses. Ahora ya piensa en cómo conseguirá la siguiente ayuda alimentaria, como pondrá un nuevo parche a su situación. Busca otras organizaciones que repartan comida en la zona, mientras su hijo pasa el tiempo pegado al móvil en busca de ofertas de empleo.
Masiel, a la espera de la prestación tras el ERTE
Julián se va, llega Masiel. Es una de los más de 3 millones de empleados afectados por los ERTE por fuerza mayor. El restaurante en el que trabajaba como ayudante de cocina desde hacía cuatro años en Madrid cerró, como la mayoría, el 13 de marzo. Desde entonces, aún no ha cobrado la ayuda. “Así estamos, llevándolo como podamos. Tengo familia que me ayuda… Están también mal pero entre todos nos apoyamos”, explica la mujer después de recoger el pedido para ella y sus cuatro hijos.
Durante el tiempo de confinamiento, además de a su familia, ha recibido ayuda de Cáritas y de la Asociación de Vecinos de Campamento. “Esta es la primera vez. Desde que llegué a España, hace 18 años, siempre he trabajado. No necesitaba nada. Pero ahora es una urgencia que vamos…”, reconoce Masiel, con nacionalidad española y dominicana. La última vez que cobró, menos de la mitad de su salario por trece días trabajados en marzo, acumulaba algunas deudas que hicieron que empezase abril a cero. “En marzo fui tirando con lo poco que me quedaba , pero ahora no tengo nada. Con cuatro hijos, comiendo y estando todo el día en la casa…”, lamenta la mujer.
Su alquiler se eleva a 800 euros. “¿Cómo lo pago? Sin dinero... A la casera no le he podido dar un 'peso'. Tampoco los gastos del piso. De momento lo entiende, sabe cómo está la situación”, añade Masiel, con medio rostro cubierto con la mascarilla.
Silvia llega con prisa a recoger su pedido en la sede de la asociación de vecinos. Ha dejado a sus hijos en casa un momento y no puede pararse mucho tiempo. Con tres niños a su cargo, llevaba varios meses sin trabajar por una serie de problemas de salud cuando la crisis estalló.
La situación sanitaria provocó el retraso de una operación a la que debía a someterse, ha colapsado los servicios sociales a través de los que esperaba recibir una ayuda y ha mermado los ahorros que le quedaba, explica poco después de introducir en el carro las bolsas de productos frescos.
Hasta ahora, Alejandra ha salido adelante tirando con lo más básico, “preparando arrocito con alguna cosa” y apoyada por sus compañeras de piso. “Con una cosa y con otra vamos tirando”, dice la mujer hondureña. Pero el tiempo pasa y la necesidad aumenta, por eso está aquí.
Alejandra acude al mercado para apuntarse en futuros repartos. Ante la propagación del virus, sus jefes, un matrimonio mayor, le pidieron que no regresase a trabajar durante un tiempo, por miedo al contagio. Han pasado dos meses y, desde entonces, no ha cobrado ni tiene derecho a ayudas.
“Con la pensión de mi madre hemos pagado el alquiler”
En otro punto de Madrid, en el barrio de Aluche, Yanina es una de las personas que conformó las largas colas formadas el pasado fin de semana en el reparto de alimentos de la asociación AVA. Después de colaborar como voluntaria en la asociación vecinal y ahora es ella quien requiere la ayuda. Durante más de dos horas, hizo turnos con su madre, entre las cerca de 900 personas que recogieron una bolsa de alimentos el pasado sábado en este punto de Madrid. “Me llevé una bolsita con leche, huevos, legumbres, harina, alguna conserva de atún y también algo de verdura fresca: judías y patatas”, enumera por teléfono.
El supermercado de productos ecológicos donde trabajaba como nutricionista se acogió a un ERTE, pero Yanina aún no ha cobrado nada. Vive con su hermano, quien también espera la misma prestación; y su madre, pensionista.
“Con la pensión de mi madre, que es pequeñita, hemos podido pagar el alquiler y poco más”, detalla la vecina del barrio de Aluche. Durante esta tiempo, tenían “un pequeño fondo” ahorrado con el que han podido seguir adelante hasta agotarlo. “Nos hemos repartido los gastos como hemos podido. Con mi madre jubilado, y mi hermano que esta en un ERTE... ”, describe.
Para comer, la familia se ha podido organizar durante este tiempo con la comida que guardaban en su despensa, tras las últimas compras realizadas con sus últimos salarios. “Fuimos sacando la carne congelada, el arroz... lo que aún teníamos, hasta que nos empezamos a ver apurados”, apunta Yanina. “Es la primera vez que nos hemos vistos en esta situación... He podido estar más ajustada en temporadas pero siempre he trabajado: de camarera, en un locutorio, en casa de una señora...”, la mujer lo asume con entereza. Después de que tuviesen que ser ingresados por neumonía derivada de la COVID-19, después de verse en casa sin ellos durante algunas semanas, se enfrentan a los problemas económicos como un problema menor y temporal del que pronto podrán recuperarse. Este domingo, volverán a madrugar para recoger una bolsa de comida que les permita alimentarse una semana más, que esperan que sea la última en la que debendan de la ayuda de sus vecinos. “Debería cobrar la prestación próximamente”, confía Yanina.
El 38% de los madrileños han visto sus ingresos mermados con la crisis y el 64% que se reducirán en los próximos seis meses, según una encuesta realizada por el Ayuntamiento de Madrid para hacer un primer diagnóstico sobre el impacto de la COVID-19 en los hogares. El Consistorio ha llegado a 82.000 personas con las ayudas alimentarias, pero el volumen de personas sigue creciendo y las asociaciones de vecinos se preguntan por cuánto tiempo más podrán soportar la presión en esta red paralela.
Entre los ciudadanos que han acudido en las últimas semanas a los puntos habilitados se encuentran trabajadores afectados por ERTE que aún no han recibido la prestación de desempleo, personas que han perdido su empleo pero no tienen derecho a ninguna ayuda pública, parados de larga duración o migrantes recién llegados a España, entre los distintos perfiles. Algunos quieren contar su historia, pero otros muchos evitan hablar. La vergüenza, reconocen desde distintas asociaciones vecinales, incluso llega a retrasar las peticiones de ayuda alimentaria a través de estos canales.
Poco después de despedirse, Julián aparece de nuevo por el mercado. Al colocar la comida en su despensa se percató de que faltaba uno de los productos solicitados. Se lo comenta con cierto apuro a Andrés, presidente de la asociación de vecinos de Campamento. “Me daba vergüenza volver, pero... ”, empieza a justificarse de nuevo, antes de que su vecino le impida terminar la frase. “Si ha sido un error nuestro, aquí lo tienes”, responde el líder de la asociación.
Poco antes, Andrés enumeraba algunas de las organizaciones que, como ellos, prestan ayuda por la zona. Julián intenta enterarse de cuáles son, por si las necesita, pero no llega a identificarlo. Tampoco lo pregunta, hasta más tarde, cuando puede hacerlo en privado: “No quería molestar”.