Este verano se cumplen treinta años de las Olimpiadas de Barcelona y también estamos inmersos en el aniversario de la Expo de Sevilla, que se celebró el mismo año. A cuenta del 92, año que probablemente obtenga su propio epígrafe en los libros de historia del periodo, se está ahora iniciando una revisión crítica de la que podría ser un buen exponente el premiado documental El año del descubrimiento (Luis López Carrasco, 2020). Los magazines radiofónicos abrirán micrófonos bajo el socorrido reclamo “¿Dónde viste la inauguración de los Juegos Olímpicos?”, las efemérides motivarán ejercicios de introspección nostálgica –porque hace ya un tercio de vida de aquello– y quienes no lo vivieron mirarán con curiosidad los peinados de las imágenes de archivo y los curiosos perfiles de Cobi y Curro.
Sin embargo, casi nadie recuerda hoy que en 1992 se celebró la Capitalidad Cultural Europea de la ciudad de Madrid. Un evento menor comparado con los anteriores –si mascota, está claro–con el que la capital intentaba reclamar algunas de las miradas internacionales que el país recibiría. Un evento hoy olvidado que, sin embargo, aparecía en la terna de logotipos de la época junto con sus primos aventajados y que costó 6.000 millones de pesetas (unos 36 millones de euros) pese a no abordar reformas estructurales en la ciudad.
En el país, veníamos de la Presidencia de la Unión Europea de 1989, acogimos la Conferencia de Paz para Oriente Medio de 1991 y, ya metidos en 1992, conmemoramos el Quinto Centenario (del descubrimiento). El mismo cumpleaños de la primera gramática castellana –Año Nebrija– y, después de dar el premio Príncipe de Asturias a las comunidades sefardíes, la expulsión de los judíos de España 500 años atrás, con Sefarad 92 y sus actos en la ciudad de Toledo. La concatenación de celebraciones imprime un mapa de líneas claras con los ejes culturales y políticos sobre los que España buscaba su encaje en la primera división de la Comunidad Internacional.
Porque España había dejado ya de ser definitivamente aquel país que salía del franquismo, parecía haber hecho los deberes y, empachado de orgullo, afrontaba la función fin de curso con la comunidad internacional en el patio de butacas. El peligro era que después llegara el largo y caluroso verano.
El 92 fue el momento álgido de la España postransición del PSOE, que celebraba su décimo aniversario al frente del gobierno y aún ganaría unas elecciones más al año siguiente. En 1988 Carlos Solchaga había pronunciado ante un grupo de empresarios la frase que le perseguirá hasta la tumba, España era “el país de Europa, y quizá del mundo, donde se puede ganar más dinero a corto plazo”. Barcelona también tenía un alcalde socialista, Pasqual Maragall, como lo era el presidente de la Junta de Andalucía. Incluso en Sevilla y Madrid había un alcalde del PSOE al inicio del camino de las candidaturas. Aquel año tocaba celebrar, con la primera línea del AVE Madrid-Sevilla, la velocidad a la que viajaba España. Ya daría tiempo después de hablar de las comisiones y escándalos derivados de su construcción. También de las del AVE.
Madrid quiere ser la capital de la España de la modernidad
Y Madrid, ¿dónde estaba Madrid? Igual que en el resto de España, 1992 es un vértice prominente en la evolución económica de la ciudad. Con José María Álvarez del Manzano como alcalde popular quedaba atrás la actualización de mínimos de la ciudad de la dictadura. Con los planes de barrio de las periferias, los equipamientos básicos en marcha y la misma organización política de los distritos organizada durante las alcaldías social-comunista, socialista y el breve tránsito de Rodríguez Sahagún, Madrid quería ingresar en la entonces incipiente red de capitales globales.
La flamante reforma de la estación de Atocha, que había comenzado en 1985 y sería inaugurada este año, recoge algunas de las líneas rectoras del nuevo Madrid. Con la terminal de Moneo llegaba a Madrid la tendencia de encargar a un arquitecto de renombre internacional la generación de lugares icónicos; con la puesta en valor de la estación histórica, la constatación que las miradas volvían a fijarse en el centro de la ciudad tras años de abandono; también señalaba el intento de afrontar la gran desconexión histórica norte-sur de la ciudad. Y, al fin y al cabo, Puerta de Atocha era la casa del AVE, el gran símbolo de la modernización del país.
Es también ahora cuando, inspirado en las tendencias urbanísticas de la zonificación que habían guiado las ciudades dormitorio de los años anteriores, se pondría en marcha el método PAU como vía urbanística para la nueva fase de ampliación de la ciudad. Un modelo cuyas implicaciones en el cambio sociocultural se está empezando ahora a estudiar.
Y llegó la capitalidad cultural europea. Se trata de un título concedido por el Parlamento y la Comisión Europea para dar la oportunidad a una ciudad continental de demostrar la viveza de su vida cultural. La iniciativa comenzó en 1985 a propuesta de la ministra de cultura griega Melina Mercouri. El 27 de mayo de 1988, en tiempos de Juan Barranco, el Consejo de Ministros de Cultura de la Comunidad Europea elegía a Madrid como Capital Europea de la Cultura para el año 1992. En España, después de Madrid lo serán Santiago de Compostela en 2000, Salamanca en 2002 y San Sebastián en 2016.
El título sirvió a los nuevos rectores madrileños para dar portazo al proyecto socialista de promoción cultural internacional a través de La Movida, que además de acabado entonces percibían como ajeno (hoy, sin embargo, su reivindicación se ha convertido en un lugar común de la política cultural del centro y la derecha). Madrid se quería sacudir la caspa de haber sido hasta hacía poco la capital de un estado autoritario fuertemente centralizado. Las investigadoras Emilia García Escalona y Aurora García Ballesteros lo expresaban solo un año después en un artículo:
“Y este orgullo se puede manifestar y se manifiesta en 1992, desde el nombre elegido para la revista que va a ser el órgano de difusión de los eventos del 92 «La Capital», hasta la recuperación literaria de temas madrileños, las biografías de sus naturales o el interés por sus diferentes espacios, barrios, jardines... y en suma de cuanto le permita recuperar una identidad a menudo olvidada, oculta o más bien «tapada» tras los vaivenes políticos.”
Quienes vivieran en Madrid y estuvieran en edad escolar recordarán los concursos que se pusieron en marcha en los colegios con motivo de la capitalidad europea de la cultura. También se diseñó una programación cultural con distintas entidades colaboradoras y espacios públicos. Por ejemplo, la por entonces habitual fiesta barroca de la Plaza Mayor creció para extenderse por otras calles de Madrid. La programación televisiva también se tiñó de cultura, con programas educativos de sintonía iberoamericana emitidos a través de HISPASAT, porque, ¡desde ese año teníamos nuestro propio satélite! Se hicieron pasacalles con sabor literario, se organizaron conferencias, actos culturales, conciertos… en fin, un esfuerzo cultural localizado sobre todo en el centro de la ciudad que, a pesar de su interés, no dejó ninguna huella en la memoria de los madrileños.
La demostración amable de capitalidad se hacía, como el resto de los acontecimientos de aquel año mágico, de la mano de las instituciones del Estado. La Casa Real se mostraba en televisión y en los palcos de autoridades como la familia de todos los españoles. Un apuesto Príncipe de Asturias ejercía de abanderado en la ceremonia de inauguración olímpica y Sofía de Grecia fue Presidente de honor de la Capitalidad Europea de la Cultura. Con motivo del título, se acuñó una moneda especial de doscientas pesetas en la que convivían profesionalmente las efigies de Juan Carlos y Sofía.
Lo que la Capitalidad Europea dejó en Madrid
Aunque no se puede hablar propiamente de infraestructuras hechas para la ocasión que cambiaran la faz de la ciudad, como en los casos barcelonés y sevillano, en 1992 coinciden una serie de inauguraciones que son utilizadas para subrayar el avance de Madrid en la carrera por la modernidad del 92. En el lado de las novedades que han quedado definitivamente integradas en la vida de los madrileños, encontramos que ese año se inauguró el Parque de Juan Carlos I –otra vez el subrayado regio– e IFEMA, que ya ese mismo año acogería la feria de arte contemporáneo ARCO y la Pasarela Cibeles.
En la zona de Atocha y el Paseo del Prado desembarcó, con impulso estatal, el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza. La apuesta por el eje del Prado como nervio de desarrollo internacional de Madrid se veía ya clara. También se aprecia en la inauguración de la Casa de América, que una vez superado el impacto de aquellas psicofonías bizarras que regalaba la revista Tribuna, se convirtió en una institución cultural de primer orden. La recuperación del palacete, en la misma línea de rehabilitación patrimonial que mencionamos con motivo de la estación de Atocha, queda sobre todo en el haber del recuerdo de los fastos del Quinto Centenario, y cabe preguntarse si en el Madrid del siglo XXI no se hubiera visto abocado a acoger un hotel de lujo. Aquel era el Madrid que se quería enseñar y, quede como anécdota de postal, guardamos en la retina la cercana Puerta de Alcalá cubierta por las lonas gigantes de Antonio Mingote con tipos madrileños durante las obras de rehabilitación del monumento.
Pero también hay barcos con la bandera de Madrid 92 a la deriva o hundidos en el fondo del mar del olvido. El gran elemento simbólico de aquel año fue el Faro de la Moncloa, un mirador al que nadie encontró nunca demasiado sentido. Una buena iluminación para la zona y la puesta al día de un entorno que adolece de arquitectura franquista que cerró pronto por peligro de descamación: el viento se llevaba las placas de la cubierta. Hoy en día vuelve a funcionar, pero no ha conseguido hacerse sitio en el skyline de los souvenirs de sabor neocastizo.
También en 1992 se inauguraron el Teatro de Madrid y el Museo de la Ciudad. El primero, situado junto al Centro Comercial La Vaguada, lleva cerrado desde que en 2011 la empresa concesionaria acabó su contrato, aunque ahora hay un proyecto para recuperarlo. El museo, situado en la calle de Príncipe de Vergara, era un buen esfuerzo por enseñar de forma didáctica y divertida la historia de Madrid. Un modelo copiado de Londres coherente con el impulso identitario del 92. Sin embargo, cerró sus puertas en 2012 y algunas de sus maquetas, la joya de la corona de la colección, fueron a parar a un almacén municipal de Coslada y a punto estuvieron de ser destruidas. En aquella confluencia de inercias en el ciclo alcista de acumulación de capital, hubiera resultado conveniente que la reforma del Teatro Real para convertirlo en la ópera de Madrid, que había comenzado en 1988, hubiera estado lista… pero la reapertura no llegaría hasta algunos años después.
Aunque en otro contexto de la España felipista Alfonso Guerra dijera aquello de “El que se mueve no sale en la foto”, en lo tocante a sacar pecho en el retrato histórico de una España verdaderamente europea, la cosa funcionaba al revés: era necesario moverse. El título de Capital Europea de la Cultura fue la ocasión para que Madrid también figurara, y aunque el evento no ha dejado huella, acordarnos de lo que entonces se quiso vender como gran acontecimiento nos permite entender un poco mejor la evolución de nuestro Madrid. Aunque Barcelona y Sevilla salieran poniéndole los cuernos en la foto.