Ayer cumplió años mi hermano Carlos y fue el aniversario de los atentados de Atocha. Desde hace 18 inviernos, el 11M es una de esas fechas para recordar. A mí me pilló en Estoril, haciendo un reportaje. La mañana en que volvíamos amanecimos con la noticia de las bombas. Me acuerdo de verla en la televisión del hotel, recuerdo llegar al aeropuerto con Luis, el fotógrafo, los dos conmocionados, y tengo muy presente cómo en esa terminal de Lisboa los que no eran madrileños o españoles esperaban sus vuelos relativamente ajenos al suceso. En ese momento lo consideraban una desgracia local y yo los miraba con envidia por no estar sintiendo lo que yo.
El 11M fue la última vez que vivimos en Madrid un gran episodio de terror y la primera que comprobamos que la realidad se podía convertir descaradamente en ficción. Ese 11M empezaron muchas cosas. La mentira inmediata motivada por intereses electorales provocó el surgimiento de las primeras movilizaciones transversales, espontáneas y convocadas por el móvil que antecedieron al 15M. Las mentiras mantenidas en el tiempo por medios de comunicación y lobbies políticos iniciaron, al menos a nivel local, la nueva era de la posverdad.
En estos días, dos plataformas han estrenado sendos documentales sobre el tema. Miro extractos de uno de ellos, que presume de dar voz a todas las versiones, y compruebo que cada quien sigue agarrado a su relato y, algunos, a su vileza. Verlo me trae un regusto al asco que sentí durante mucho tiempo y que ya no siento no porque lo haya superado, creo, sino por la costumbre.
Solemos echar la culpa a las redes sociales y a las plataformas tecnológicas de las noticias falsas y demás estratagemas de la economía de la atención olvidándonos de que todo eso nace con la publicidad y con la prensa, para vender periódicos, para vender crecepelos. Como Pedro J., William Randolph Hearst también se inventó la autoría de un atentado, pero a él le salió mejor y acabó por provocar una guerra, la de Cuba, en la que España perdió sus últimas colonias y él ganó muchísimos lectores.
Lo que ha cambiado desde entonces es que ahora todos nos podemos sentir unos ciudadanos Kane de bolsillo, podemos proclamar nuestra verdad desde nuestros cacharros y hacer así más profundos y resistentes los cimientos de nuestro sesgo de confirmación. Caemos en una trampa diseñada no sólo para atraparnos, sino para hacernos pensar que la hemos creado nosotros.
Hoy, tenemos una guerra cerca. No sólo por ser en Europa, también porque todos conocemos a unos cuantos ucranianos que se han buscado la vida por aquí y a algunos que han ido de vuelta a su país invadido, sabiendo que pueden perderla. Para hacernos una idea, en las ciudades ucranianas soportan desde hace dos semanas unos cuantos 11M al día. Los que vuelven allí lo hacen como nosotros volvíamos entonces a Madrid, conmocionados y envidiando un poco a quienes los miramos partir. Y posiblemente asqueados también por la propaganda que los acompaña en el sufrimiento.
En Madrid, algunos ya han caído la tentación de quedarse pegados a la pantalla para explicar su incuestionable versión de los hechos, pero muchos se están movilizando para recoger ropa, alimentos, donar dinero y acoger refugiados. Una reacción espontánea como la que llevó a mucha gente a las estaciones con el eco de las bombas aún presente, para ayudar en lo que fuese, para estar juntos.
Juntarse es el instinto que se antoja necesario para lo que puede venir. Sin entrar en la posibilidad de la extensión del conflicto bélico a todo el continente ni en la amenaza nuclear, por eso de no estropear demasiado el fin de semana, esta guerra es también cercana porque de alguna manera estamos en retaguardia y vamos a vivir problemas de suministro, desabastecimiento y una inflación que puede rematar esta crisis perenne en la que nos hallamos.
Seguramente vengan tiempos aún más difíciles en los que tendremos que cambiar costumbres pero, sobre todo, reclamar que las cambien quienes las deciden: pedir justicia social y control de mercados como el energético o el inmobiliario. Posiblemente tengamos que hacerlo mientras esquivamos noticias falsas, propaganda, mentiras. Ya hemos pasado por ahí, sabemos cómo se hace.
Ayer cumplió años mi hermano Carlos y fue el aniversario de los atentados de Atocha. Desde hace 18 inviernos, el 11M es una de esas fechas para recordar. A mí me pilló en Estoril, haciendo un reportaje. La mañana en que volvíamos amanecimos con la noticia de las bombas. Me acuerdo de verla en la televisión del hotel, recuerdo llegar al aeropuerto con Luis, el fotógrafo, los dos conmocionados, y tengo muy presente cómo en esa terminal de Lisboa los que no eran madrileños o españoles esperaban sus vuelos relativamente ajenos al suceso. En ese momento lo consideraban una desgracia local y yo los miraba con envidia por no estar sintiendo lo que yo.
El 11M fue la última vez que vivimos en Madrid un gran episodio de terror y la primera que comprobamos que la realidad se podía convertir descaradamente en ficción. Ese 11M empezaron muchas cosas. La mentira inmediata motivada por intereses electorales provocó el surgimiento de las primeras movilizaciones transversales, espontáneas y convocadas por el móvil que antecedieron al 15M. Las mentiras mantenidas en el tiempo por medios de comunicación y lobbies políticos iniciaron, al menos a nivel local, la nueva era de la posverdad.