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El amanecer de algo

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 “Así son las cosas, así se las hemos contado”. Hace no tanto, el director de informativos de Antena 3 TV, Ernesto Sáenz de Buruaga, acaba de esta forma cada edición de su noticiero. Usaba el viejo truco de la coletilla para dotar a su informativo y a él mismo de una identidad reconocible y replicable. “Así son las cosas, así se las hemos contado” se repetía en bares, oficinas y meriendas campestres. La frase, obviando el análisis de la veracidad de los contenidos periodísticos ofrecidos por la cadena, encierra una verdad como un templo que se explica aún mejor si la invertimos. Así se las hemos contado, luego así son las cosas.

Todo esto me viene a la cabeza después de leer esta noticia en La Vanguardia: Cuando los ciudadanos rechazaron el primer Estado centralizado hace más de 6.000 años. El artículo explica cómo, a partir del trabajo en unos yacimientos en el Kurdistán iraquí, arqueólogos de la Universidad de Glasgow se plantean la hipótesis de que en el asentamiento de Shakhi Khora hubiera habido una revolución tranquila contra las normas impuestas por el poder de entonces. Nunca sabremos lo que pasó en realidad; las ciencias que buscan explicar lo que sucedió antes de la escritura muchas veces sólo pueden brindar conjeturas. Pero es que tampoco la Historia es algo que debamos agarrarnos.

La noticia me recordó a la lectura de El amanecer de todo (Ariel, 2022). El tocho de David Graeber y David Wengrow trata de romper el consenso que sostiene que, antes del Neolítico, lo que había por la Tierra era un puñado de (más o menos) buenos salvajes perfectamente desorganizados. Los autores sostienen que ya entonces nuestra especie era capaz de juntarse en sociedades complejas y que lo contado de ese extensísimo periodo es una sucesión de simplificaciones que han ido forjando nuestro carácter y los modelos económico, político y social. Escriben: “La cuestión fundamental en la historia de la humanidad no es nuestro acceso igualitario a recursos materiales (tierra, calorías, medios de producción), si bien estas cosas son, obviamente, importantes, sino nuestra igual capacidad para contribuir a decisiones acerca de cómo vivir juntos”.

Me pilla esta reflexión leyendo otro libro enorme que también cuenta las cosas de otra manera. En La ciudad en la historia (Pepitas de Calabaza, 2021), Lewis Mumford se dedica no sólo a explicar los orígenes y evolución de lo urbano, sino a hacerlo desde un punto de vista crítico y distinto que permite aún hoy, más de sesenta años después de su publicación, entender su complejidad, observar su diversidad e imaginar realidades distintas de las que vivimos. Y eso que lo que cuenta el autor muchas veces se puede leer como una descripción del presente: “Así, la ciudad, a partir de comienzos del siglo XIX, no se consideró una institución pública sino una empresa comercial privada que se administraría de cualquier manera, siempre que pudiera aumentar el rendimiento del capital y promover la subida de los valores inmobiliarios”.

Si la historia se repite es, quizá, porque insistir en que las cosas siempre han sido de una manera hace que no cambien. Al menos las cosas del poder y nuestra relación con él. Nuestras ciudades ahora se parecen demasiado a las del salvaje inicio del capitalismo que describe Mumford —incluso nuestros estados, no hay más que ver los nombramientos de Trump para su próximo gobierno—, pero ¿tiene que seguir siendo así?

Ahora que cuesta imaginar un futuro que no sea un desastre, quizá haya que empezar por repensar la forma en que estamos leyendo el pasado y el presente. Salirnos de los patrones, las costumbres, los prejuicios y las convenciones. Romperlo todo —en sentido metafórico… o quizá no tanto— para montarlo de nuevo de otra manera. Lo explican, mejor, Graeber y Wengrow: “Si, como muchos sugieren, el futuro de nuestra especie gira ahora en nuestra capacidad para crear algo diferente (digamos, por ejemplo, un sistema en el que la riqueza no pueda convertirse libremente en poder, o en el que no se les diga a algunas personas que sus necesidades son irrelevantes, ni que sus vidas carecen de valor), entonces lo que definitivamente importa es si podemos redescubrir las libertades que nos convierten, en primer lugar, en seres humanos”.

Feliz año nuevo.

 “Así son las cosas, así se las hemos contado”. Hace no tanto, el director de informativos de Antena 3 TV, Ernesto Sáenz de Buruaga, acaba de esta forma cada edición de su noticiero. Usaba el viejo truco de la coletilla para dotar a su informativo y a él mismo de una identidad reconocible y replicable. “Así son las cosas, así se las hemos contado” se repetía en bares, oficinas y meriendas campestres. La frase, obviando el análisis de la veracidad de los contenidos periodísticos ofrecidos por la cadena, encierra una verdad como un templo que se explica aún mejor si la invertimos. Así se las hemos contado, luego así son las cosas.

Todo esto me viene a la cabeza después de leer esta noticia en La Vanguardia: Cuando los ciudadanos rechazaron el primer Estado centralizado hace más de 6.000 años. El artículo explica cómo, a partir del trabajo en unos yacimientos en el Kurdistán iraquí, arqueólogos de la Universidad de Glasgow se plantean la hipótesis de que en el asentamiento de Shakhi Khora hubiera habido una revolución tranquila contra las normas impuestas por el poder de entonces. Nunca sabremos lo que pasó en realidad; las ciencias que buscan explicar lo que sucedió antes de la escritura muchas veces sólo pueden brindar conjeturas. Pero es que tampoco la Historia es algo que debamos agarrarnos.