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Celebremos el éxito de nuestra ciudad, celebremos que vivimos peor

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La ciudad está mutando en otra cosa. La mía y muchas otras. A veces es una productora de cine y televisión; un enorme estudio dedicado a contar historias que, en ocasiones, hasta tienen que ver con ella. Otras, es una agencia de publicidad; una que se vende a sí misma —la dichosa marca ciudad—, pero que también sirve para anunciar productos y servicios que no tienen ningún interés en el común. La ciudad es ya también una empresa de eventos; creadora, facilitadora y productora de innumerables saraos de todo tipo y para toda clase de públicos. Además, claro, es una agencia de viajes con afán de hacer de sí misma el destino más atractivo y recurrente. Y, por supuesto, es un fondo de inversión, un producto financiero dedicado a captar capital aún a costa de no obtener ningún beneficio real para sus vecinos. La transformación podría resumirse en que la ciudad se está comportando como una gigantesca empresa, una gran corporación que lucha contra otras por quedarse el trozo más grande del pastel y que para ello, si es necesario, se salta las normas y costumbres que ella misma ha establecido a lo largo de décadas.

Todo esto le está pasando a la ciudad y, al pasarle, cada vez es menos ciudad. 

Por eso muchos de los que habitamos en ella vivimos una sensación desagradable que podríamos llamar extrañamiento. Un estar incómodo en el que no nos reconocemos: sabemos que algo falla, pero no llegamos a entender muy bien qué es porque, de hecho, empezamos a no entender nada. Una suerte de infelicidad latente, una nostalgia sin ausencia, un desamor.

Como escribía al principio, estoy hablando de Madrid y de tantas otras. Saskia Sassen lanzó el concepto de ciudades globales hace más de treinta años nombrando una epidemia que se iba a contagiar de las tres que ella puso como ejemplo, Nueva York, Londres y Tokio, a decenas de urbes, grandes y no tanto. De hecho, con la globalización, la digitalización y la financiarización de la economía, podría decirse que es el planeta el que se ha convertido en una gigante ciudad, un tablero de juego en el que operan los grandes capitales para su provecho. 

Por eso las ciudades están empeñadas en hacer todas esas cosas que decía al principio y muchas otras con objetivos parecidos. Porque se creen que son jugadores del juego y no sólo casillas del mismo, porque piensan los beneficios se van a quedar en ellas. Por eso compiten con tanta fiereza y se comportan como si tuvieran accionistas y clientes y no agentes sociales y económicos y habitantes.

En este contexto, han salido este año dos libros que, éstos sí, hablan de Madrid y celebran su progreso en esta competencia sin campeonato. Madrid. Historia de una ciudad de éxito (Espasa), del historiador australiano vecino durante años de la villa Luke Stegeman, y Madrid DF (Arpa), del arquitecto madrileño Fernando Caballero. Aunque sólo he acabado uno de los dos, he leído varias entrevistas a ambos autores. Y coinciden al menos en un argumento: el mejor activo para competir que tiene Madrid es que aquí se vive muy bien. Pero la cuestión es: ¿la competición está haciendo que se viva mejor o, al menos, tan bien como se vivía?

La respuesta está en el extrañamiento del que hablaba antes y que se extiende como una sombra de melancolía y disgusto. La réplica se encuentra también, de forma más evidente, en el descontento expresado en las manifestaciones por el derecho a la vivienda, en las que protestan por el modelo turístico o en las que hay también contra grandes eventos. También responden a esa pregunta los datos e índices que señalan a Madrid entre las regiones líderes en desigualdad en España y en Europa. Y, bueno, está en los libros que analizan lo urbano con datos y criterios más objetivos. Por ejemplo, The New Urban Crisis (Basic Books, 2017), en el que el investigador Richard Florida demostraba, hace ya siete años, cómo la carrera por las ciudades globales por atraer talento e inversión y llegar al éxito sólo consigue generar desequilibrios tanto territoriales, anulando el progreso de otras localidades, como en sus propias estructuras sociales, haciendo que la desigualdad en esas urbes presuntamente exitosas sea un problema creciente. El subtítulo de ese libro, de hecho, lo explica casi todo: How Our Cities Are Increasing Inequality, Deepening Segregation, and Failing the Middle Class-and What We Can Do About It, “cómo nuestras ciudades están aumentando la desigualdad, profundizando la segregación y fallando a las clases medias y qué podemos hacer al respecto”.

Desde que Florida publicó esa obra, las cosas han ido a más. A mejor, sólo para unos pocos y para la percepción de quienes no han sido capaces de escaparse del marco engañoso de la marca ciudad y a peor, para la mayoría de los ciudadanos; incluidas, sí, esas clases medias a las que mencionaba en el subtítulo. Por eso, leer propuestas de crecimiento y celebraciones de éxitos que no nos benefician sólo ayuda a que muchos sintamos aún más profundamente cómo se desvanece la idea de ciudad que conocíamos, la de espacio y comunidad en y con la que desarrollar una vida.

La ciudad está mutando en otra cosa. La mía y muchas otras. A veces es una productora de cine y televisión; un enorme estudio dedicado a contar historias que, en ocasiones, hasta tienen que ver con ella. Otras, es una agencia de publicidad; una que se vende a sí misma —la dichosa marca ciudad—, pero que también sirve para anunciar productos y servicios que no tienen ningún interés en el común. La ciudad es ya también una empresa de eventos; creadora, facilitadora y productora de innumerables saraos de todo tipo y para toda clase de públicos. Además, claro, es una agencia de viajes con afán de hacer de sí misma el destino más atractivo y recurrente. Y, por supuesto, es un fondo de inversión, un producto financiero dedicado a captar capital aún a costa de no obtener ningún beneficio real para sus vecinos. La transformación podría resumirse en que la ciudad se está comportando como una gigantesca empresa, una gran corporación que lucha contra otras por quedarse el trozo más grande del pastel y que para ello, si es necesario, se salta las normas y costumbres que ella misma ha establecido a lo largo de décadas.

Todo esto le está pasando a la ciudad y, al pasarle, cada vez es menos ciudad.