Los días perfectos son los que podemos resistir en la ciudad

Un antihéroe, dice la definición oficial, es una persona o personaje “que representa cualidades opuestas a las típicas del héroe”. En nuestros mundos actuales, reales y ficticios, los héroes son demenciales chicos (y alguna chica) acelerados, cachas vestidos con mallas, emprendedores de la economía exponencial, gurús tecnológicos, cocineros, futbolistas, gente que ejemplifica la forma de éxito que impone el modelo económico. Con este panorama, nadie hubiera imaginado que un tipo como Hirayama pudiera convertirse en paradigma. Pero así está siendo.

Hirayama es el protagonista de Perfect Days, la última de Wim Wenders, y tanto él como el propio film son una anomalía en este tiempo en el que sólo parece que podamos dejarnos arrastrar por la inquietud y la prisa. La cinta está nominada a Mejor Película Internacional de los Oscar de este fin de semana y esto podría servirme como excusa para hablar de ella aquí, pero prefiero acogerme a otros asuntos que me parecen más relevantes. Por ejemplo: que lleva tres meses sin caerse de la cartelera y atrapando a todo tipo de espectadores, que es la película más taquillera de su director en quince años, que es una propuesta disidente, espiritual y política al mismo tiempo.

A Wenders le llamaron para hacer un documental del Tokio Toilet Project, la iniciativa que moderniza los baños públicos de la capital japonesa a partir del diseño de estrellas de la arquitectura moderna, pero el alemán decidió que era mucho más interesante fijarse en lo minúsculo y escribió una ficción que daba todo el protagonismo a un limpiador de retretes.

El antihéroe del momento es una persona que trabaja como un artesano, cuidando cada detalle de la limpieza de esos rimbombantes baños. Alguien que se despierta al amanecer con el suave sonido que produce una vecina al barrer la calle, que se recorta el bigote con la delicadeza de quien poda un bonsái y que procura hablar lo menos posible. Uno que es capaz de percibir y emocionarse con los instantes mágicos que todavía pueden surgir en una capital global: las ramas de un árbol mecidas por el viento, la lectura sosegada de libros de viejo, los juegos infantiles con desconocidos.

La película, casi sin diálogo, huye de la obviedad y se regodea en la rutina y la sutilidad de los matices. Wenders demuestra que existe grandeza en lo pequeño y, así, los que vemos su obra encontramos en ella un refugio y una enseñanza: es posible, quizá necesario, resistir en la ciudad, recogerse en el silencio y la quietud, ser un antihéroe.