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Sobre festivales musicales, dinero público y bien común

Pedro Bravo

8 de julio de 2023 01:00 h

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Mad Cool, Primavera Sound, Tomavistas, Río Babel, Gigante, Reggaeton Beach Festival, Coca Cola Music Festival, Madrid Salvaje, Jardín de las Delicias, Brava, Elrow Town, Dcode, Paraíso, Love de 90s, Love the Tuentis, A Summer Story, Universal Music Festival, Noches del Botánico… todos estos y alguno más que seguro se me ha escapado son los festivales musicales que se han celebrado, se están celebrando o se van a celebrar este año en Madrid. Parece mentira leyendo la larguísima lista que, hace no tanto, los aficionados se quejasen de que la capital no tuviera la oferta festivalera de otros territorios como Cataluña, País Vasco o Galicia. Con razón, porque aquí había uno o ninguno.

Las causas de semejante eclosión —que no es exclusiva de esta comunidad sino generalizada en casi todas partes— son muchas y diversas. Van desde la transformación de la industria musical hasta la apuesta por el turismo como alimento para el PIB y las exportaciones, pasando por la globalización y financiarización de la economía. Aunque mucha gente todavía vive su pasión por la música como si de un asunto contracultural se tratase, la realidad es una apisonadora de ingenuidades y lo cierto es que por este asunto también pasan a la carrera las ruedas de una evolución social y económica que no tiene nada de natural, sino que responde a las necesidades del mercado y sus accionistas.

Tan llamativa es la situación que este año han salido dos libros que analizan con una visión crítica el fenómeno: Su Festak (Susa, 2023), del sociólogo Jon Urzelai Urbieta, y Macrofestivales: el agujero negro de la música (Península, 2023), del periodista musical Nando Cruz. 

El libro de Cruz —el otro no lo he leído— es un buen retrato de todos los procesos que han desembocado en algo que, perdón por el palabro, podríamos llamar la eventización de la cultura. “El rol —escribe el autor— que jugaban antaño exposiciones universales, Olimpiadas, ferias de muestras y centros de arte moderno en las políticas de captación de visitantes, lo desempeñan hoy estos macroeventos directamente conectados con, y a menudo subvencionados desde, las consejerías turísticas de los ayuntamientos”.

Efectivamente, mientras que en todo el mundo los protagonistas de este sector son algunos de algunos de los actores habituales de la parte privada de la economía —fondos internacionales, marcas comerciales, cerveceras, tiqueteras y agencias de viajes online…—, en España tiene también un papel muy relevante el dinero público de las administraciones locales y regionales. Metidas de lleno como están en la competición por atraer visitantes, incluyen en sus políticas el apoyo y promoción de festivales. Esto puede hacerse con acuerdos de colaboración en materia de comunicación, cesión de espacios, subvenciones, patrocinios o todas las anteriores. 

Madrid, en su carrera por desbancar a Barcelona como capital turística del reino, quiere posicionarse también en esta materia. La Comunidad y el Ayuntamiento apoyan a Mad Cool desde sus primeras ediciones y este año el gobierno de Ayuso ha sumado el Primavera Sound a su cartera de patrocinios, metiéndose de paso en la disputa de la dirección del evento con el Ayuntamiento de Barcelona. 

La inyección de dinero público a estos macroeventos debería servir para mejorarlos, tanto en lo relativo a la experiencia para el usuario como en lo tocante a la minimización de costes sociales y medioambientales, todas ellas cuestiones en las que existen grandes carencias. Desgraciadamente, no está ocurriendo así. Se echan en falta criterios de evaluación, análisis de resultados y requisitos de desempeño.

De hecho, sucede al contrario. Son los eventos los que creen tener la sartén por el mango y, como cuenta Cruz, amenazan muchas veces con llevarse la música a otra parte si no aumentan las subvenciones mientras mantienen la opacidad en la rendición de cuentas: desde el número real de asistentes hasta las acciones de sostenibilidad.

Intervienen en este fallo de sistema algunos de los errores habituales en la gestión de lo público: el trazo grueso en el cálculo de los impactos económicos, la confusión entre gasto e inversión, la ausencia de objetivos reales para el bien común en las estrategias de colaboración público-privada y el planteamiento equivocado del concepto marca-ciudad, entre otros. Lo explica Nando Cruz con una frase: “No es que la ciudad deba mucho al festival: el festival también debe mucho a la ciudad”. Sería deseable, por eso, que todos, empresas, administraciones y público, nos diésemos cuenta de lo que está pasando y, en consecuencia, eleváramos nuestras expectativas y exigencias.

Mad Cool, Primavera Sound, Tomavistas, Río Babel, Gigante, Reggaeton Beach Festival, Coca Cola Music Festival, Madrid Salvaje, Jardín de las Delicias, Brava, Elrow Town, Dcode, Paraíso, Love de 90s, Love the Tuentis, A Summer Story, Universal Music Festival, Noches del Botánico… todos estos y alguno más que seguro se me ha escapado son los festivales musicales que se han celebrado, se están celebrando o se van a celebrar este año en Madrid. Parece mentira leyendo la larguísima lista que, hace no tanto, los aficionados se quejasen de que la capital no tuviera la oferta festivalera de otros territorios como Cataluña, País Vasco o Galicia. Con razón, porque aquí había uno o ninguno.

Las causas de semejante eclosión —que no es exclusiva de esta comunidad sino generalizada en casi todas partes— son muchas y diversas. Van desde la transformación de la industria musical hasta la apuesta por el turismo como alimento para el PIB y las exportaciones, pasando por la globalización y financiarización de la economía. Aunque mucha gente todavía vive su pasión por la música como si de un asunto contracultural se tratase, la realidad es una apisonadora de ingenuidades y lo cierto es que por este asunto también pasan a la carrera las ruedas de una evolución social y económica que no tiene nada de natural, sino que responde a las necesidades del mercado y sus accionistas.