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Los gorriones no chapotean en charcos de cinismo

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Tres gorriones chapotean en un charco en el pequeño parque que está frente a mi casa. Los observo sentado en un banco como quien mira una película. Es fascinante verlos revolotear y salpicarse. Parece evidente que se están divirtiendo y esto ya no es necesario escribirlo con cautela porque hay suficiente literatura que demuestra que no somos tan únicos como nos hemos venido creyendo. 

Hace mucho tiempo que los humanos decidimos atribuirnos los roles de protagonistas, directores y productores de la vida en la Tierra. Hace siglos que dejamos de mirar con atención alrededor para remojarnos en el charco de nuestro narcisismo, una característica que sí es propia de nuestra especie. Hay más.

Seguro que ni estos gorriones ni el resto de animales y plantas del planeta captan la ironía, por ejemplo. Se pierden la gracia de buena parte de las noticias. No pueden asombrarse al saber que Sam Altman, el tipo que ha vuelto a estar a los mandos de la empresa que lidera el desarrollo de la inteligencia artificial, sea un preparacionista y tenga un rancho en el sur de California para esconderse de un colapso que considera más que probable. Tampoco se inmutan porque la cumbre con la que la humanidad pretende luchar contra el cambio climático se celebre en uno de los países que más petróleo extrae.

El cinismo también es cosa nuestra, una actitud necesaria para obviar los dilemas morales que emergen de nuestro modelo económico. El cinismo es la venda que nos permite despreciar la evidencias y acelerar hacia un destino que algunos —en algo coincidimos Sam Altman y yo— sospechamos que no pinta bien. Tampoco creo que los gorriones a los que observo mientras cavilo en todo esto sean optimistas ni pesimistas, otro asunto que nos dejan a nosotros.

En el mismo parque, a la espalda del banco en el que estoy sentado mirando a los pajaritos, hay un corro de chicas y chicos soltando rimas sobre una base que suena en un móvil. Ellos también se divierten, pero tampoco son ajenos al cinismo. Recuerdo un encuentro reciente en una universidad. Las intervenciones de los alumnos reflejaban un profundo y bien argumentado desánimo. Más tarde, tomando un café, sus profesores se quejaban de ese talante. Para mi sorpresa, parecían incapaces de comprender su procedencia y lo reducían a un rasgo de la moderna adolescencia. 

Será que la insensibilidad es algo que va con la edad adulta, como un callo que nos protege del roce constante de algo que nos hace daño y que nos permite seguir adelante. La pregunta es si no será mejor permitir que según qué cosas nos duelan, que nos demos la oportunidad de parar, sentir las molestias y actuar en consecuencia. Por acabar con otra noticia cargada de ironía y una disyuntiva hamletiana, ¿qué hacemos? ¿Dejamos de chapotear en charcos de cinismo u organizamos un Gran Premio de Fórmula 1?

Tres gorriones chapotean en un charco en el pequeño parque que está frente a mi casa. Los observo sentado en un banco como quien mira una película. Es fascinante verlos revolotear y salpicarse. Parece evidente que se están divirtiendo y esto ya no es necesario escribirlo con cautela porque hay suficiente literatura que demuestra que no somos tan únicos como nos hemos venido creyendo. 

Hace mucho tiempo que los humanos decidimos atribuirnos los roles de protagonistas, directores y productores de la vida en la Tierra. Hace siglos que dejamos de mirar con atención alrededor para remojarnos en el charco de nuestro narcisismo, una característica que sí es propia de nuestra especie. Hay más.