Desde hace unas semanas, hay en el barrio nuevos vecinos. Duermen en un hostel pero no son turistas sino todo lo contrario. Son viajeros sin pasaporte, principalmente subsaharianos, alojados en el Hostel One que, como otros establecimientos del país, sirve temporalmente a las administraciones para tratar de gestionar el aumento de llegadas a las costas. Los chicos —todos los que me cruzo son hombres— pasean por la calle Monserrat y, como mucho, llegan a sentarse un rato a un banco del parque Conde Duque. Van casi siempre en pareja o en grupitos y muchos no quitan la vista de su teléfono, no sé si para contactar con alguien que les ayude a seguir adelante o tan sólo para pasar el rato viendo reels de Instagram.
Todo está tranquilo por aquí. Los muchachos, como digo, van con prudencia por la acera y a veces, pocas, se animan a entablar una mínima y tímida conversación. Yo no he visto ni me han contado ningún conflicto, aunque no sería raro que los hubiera. Tampoco me parecería un problema. Este barrio, como muchos otros de Madrid y otras ciudades, es una burbujita de clase media y media-alta, local y turística, bastante alejada de cosas que pasan como la rampante desigualdad o el aumento de los flujos migratorios. Cosas que normalmente vemos por las pantallas y que, por eso, nos afectan de otra manera.
Hay una secuencia en El sol de Futuro, de Nanni Moretti, que habla un poco de esto sin hablar directamente de esto. Giovanni, el director de cine que interpreta el propio Moretti, interrumpe el rodaje del último plano del film que produce su mujer, una película que quiere terminar con una ejecución, con pistola, de rodillas y a bocajarro. A Giovanni le subleva tanto la opción estética, la muy típica composición elegida, como la ética, la violencia tantas veces repetida. Para desesperación del equipo, paraliza su trabajo durante casi un día en busca de una solución. Llama a su amigo el arquitecto Renzo Piano, intenta contactar con Scorsese y acaba saliendo del plató cabizbajo, derrotado y desesperado, clamando contra la clonación de momentos violentos sin sentido que nos inunda y anestesia.
La frecuencia —lo que Byung-Chul Han califica como serialidad— es uno de los problemas que acarrea la sobreabundancia de contenidos. Pero hay más. Seguimos llamando “virtual” a lo que vemos a través nuestros cacharros. Lo hacemos por costumbre, sin reflexionar sobre lo apropiado del término y sin saber de dónde viene. Parece que fue Jaron Lernier, pionero de las nuevas tecnologías, el que a mediados de los 80 puso el concepto en juego aplicado a su campo principal de actuación, la realidad virtual. Lo hizo para diferenciar ese entorno de verdad aparente con éste en el que vivimos y en el que sí estamos presentes con los cinco sentidos. De ahí se trasladó luego a todo lo que sucede en internet, desde las compras a las reuniones pasando por las relaciones sociales o la información.
Al insistir en calificar lo que vemos y hacemos a través de las pantallas como virtual estamos de alguna manera quitándole importancia e influencia en nuestra vida, como si aún estuviésemos en los primeros tiempos de la red de redes y la penetración y el uso fueran tan escasos como entonces y, por eso, tan fácilmente reducibles al ámbito de las apariencias. No es así. Lo que sucede allí, aunque en muchas ocasiones sea una distracción, es real también por el impacto que produce en nuestras mentes. De hecho, muchas veces ese impacto ocurre precisamente porque es una distracción.
El antónimo de esta palabra, “atención”, es un término con dos significados bien bonitos y que tienen muchísimo que ver el uno con el otro. Atender es poner los sentidos en algo o en alguien y también es cuidar. Se cuida porque se hace un ejercicio de concentración. Y ese foco se pone porque hay una preocupación, una intención de ocuparse. Tiene esto que ver con el amor y la empatía y también con la capacidad de comprensión, con el entendimiento.
Todo ello está amenazado por las insistentes y clónicas distracciones que vienen de lo presuntamente virtual, que no son otra cosa que el ruido necesario para las empresas que compiten en la economía de la atención. Uno diría que, como individuos pero también como sociedad, nos estamos volviendo insensibles a un montón de asuntos que creemos lejanos sólo porque los vemos como una sucesión de contenidos destinados a interrumpir lo que estamos haciendo, no como la realidad que son: el cambio climático y sus consecuencias (inundaciones en Grecia, en Libia o incluso en Toledo), la pobreza y la desigualdad (casi medio millón de personas viven en situación de pobreza severa en la región y dos de cada cinco hogares sufren para llegar a fin de mes), las guerras (Gaza y Ucrania pero también Siria, Birmania, Sudán…) y, por supuesto, las migraciones.
Metidos en nuestros asuntos, contemplamos todo lo de fuera —incluso mucho de lo que pasa a nuestros familiares y a amigos y hasta a nosotros mismos— como un espectáculo servido en nuestras pantallas y entrenamos así la indiferencia y la intransigencia. Quizá tener a la puerta de casa un pedacito de realidad —un hotel lleno de inmigrantes, en este caso— nos sirva para romper esa barrera y empezar a conocer la realidad como es. Al fin y al cabo, como escribe Josep María Esquirol en La resistencia íntima (Acantilado, 2015), “vivir es darse cuenta”.
Desde hace unas semanas, hay en el barrio nuevos vecinos. Duermen en un hostel pero no son turistas sino todo lo contrario. Son viajeros sin pasaporte, principalmente subsaharianos, alojados en el Hostel One que, como otros establecimientos del país, sirve temporalmente a las administraciones para tratar de gestionar el aumento de llegadas a las costas. Los chicos —todos los que me cruzo son hombres— pasean por la calle Monserrat y, como mucho, llegan a sentarse un rato a un banco del parque Conde Duque. Van casi siempre en pareja o en grupitos y muchos no quitan la vista de su teléfono, no sé si para contactar con alguien que les ayude a seguir adelante o tan sólo para pasar el rato viendo reels de Instagram.
Todo está tranquilo por aquí. Los muchachos, como digo, van con prudencia por la acera y a veces, pocas, se animan a entablar una mínima y tímida conversación. Yo no he visto ni me han contado ningún conflicto, aunque no sería raro que los hubiera. Tampoco me parecería un problema. Este barrio, como muchos otros de Madrid y otras ciudades, es una burbujita de clase media y media-alta, local y turística, bastante alejada de cosas que pasan como la rampante desigualdad o el aumento de los flujos migratorios. Cosas que normalmente vemos por las pantallas y que, por eso, nos afectan de otra manera.