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Sobre un poema universal que nace en Malasaña

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El otro día, un amigo me contaba una experiencia cercana a la muerte y en su detalladísimo relato destacaba la revelación de ser uno con el universo: “Yo soy el todo y el todo soy yo”, decía. Días después, volvía a escuchar algo parecido en el teatro de La Abadía. En Un país sin descubrir de cuyos confines no regresa ningún viajero, de Alex Rigola, se habla de manera vitalista de la muerte y una de sus partes más sanadoras es el vídeo del oncólogo y experto en paliativos Enric Benito, en el que explica que morir es darse cuenta por fin de nuestra relación minúscula pero absoluta con el cosmos.

Eso mismo describe Michael Pollan en el libro Cómo cambiar tu mente (Debate, 2018). El ensayista habla de investigaciones y estudios científicos con drogas psicodélicas en los que la disolución del yo en el infinito es un rasgo común y curativo. Es también lo que sostienen muchas corrientes de pensamiento, de lo espiritual a lo filosófico. El advaita, por ejemplo, explica que, a pesar de que la mente quiera convencernos de lo contrario, no estamos separados del resto de las personas, animales y cosas y que incluso la sensación de ser autores de nuestras decisiones es cosa de la imaginación. La neurología y otras ciencias también están demostrando que, en verdad, el libre albedrío no existe y que muy probablemente nuestro cuerpo y nuestra vida tan sólo (o nada menos) son canales para que la entropía y el cosmos sigan con su juego, como explica Yuval Novah Harari en Homo Deus (Debate, 2016). Por contarlo de una manera que suene actual y, por eso, convincente: somos una red.

Reflexionar sobre esto ahora mismo, cuando el narcisismo es la forma de ser y vivir dominante, es entre cómico y deprimente. La manera en que tenemos de enfrentarnos a las cosas, como si sólo nos pasasen y nos afectasen a cada uno de nosotros y como si sólo cada uno de nosotros fuese capaz y tuviese la misión de solucionarlas —como si hubiera, de hecho, que solucionarlas— es agotadora y provoca buena parte de nuestras frustraciones. Por eso, ahora que se supone que la cosa va de estar separados, contarnos juntos parece una buena manera de entendernos. 

Universal Poem es un proyecto que propone a la humanidad, a toda y a cada una, escribir un poema común, una poesía infinita hecha de versos de máximo 70 caracteres. Se puede escribir en cualquier idioma y sobre cualquier cosa y se podrá ir leyendo todo el poema y cada una de sus frases, traducidas, si es necesario. 

El primer verso será el de una niña madrileña llamada Dadá y será lanzado el 30 de diciembre pero el proyecto ya está llegando a centros culturales y educativos de todo el mundo, que lo van a usar como algo más que un ejercicio literario: Universal Poem es una herramienta de cohesión y de comprensión social, un arma de iluminación masiva.

“Universal Poem pertenece a todo el mundo”, dicen sus creadores en el comunicado que lanzan desde su guarida en Malasaña. Con o sin libre albedrío, parece inevitable que una cosa así sea urdida por el colectivo Poetas que se aglutina en torno a Arrebato, la librería y editorial de la calle Palma. Pepe, Peru y sus compinches habituales y circunstanciales llevan años escribiendo, recitando, distribuyendo y editando poesía, organizando festivales poéticos, haciendo sitio a otros poetas y editoriales e incluso bombardeando la Plaza Mayor con versos. De todo el todo, les tenía que tocar a ellos empezar esto.

“No hay nada más universal que un verso”, nos dicen para pasarnos la pelota. No hay nada más universal que cada uno de nosotros y es una tontería esperar a morir para darse cuenta de ello.

El otro día, un amigo me contaba una experiencia cercana a la muerte y en su detalladísimo relato destacaba la revelación de ser uno con el universo: “Yo soy el todo y el todo soy yo”, decía. Días después, volvía a escuchar algo parecido en el teatro de La Abadía. En Un país sin descubrir de cuyos confines no regresa ningún viajero, de Alex Rigola, se habla de manera vitalista de la muerte y una de sus partes más sanadoras es el vídeo del oncólogo y experto en paliativos Enric Benito, en el que explica que morir es darse cuenta por fin de nuestra relación minúscula pero absoluta con el cosmos.

Eso mismo describe Michael Pollan en el libro Cómo cambiar tu mente (Debate, 2018). El ensayista habla de investigaciones y estudios científicos con drogas psicodélicas en los que la disolución del yo en el infinito es un rasgo común y curativo. Es también lo que sostienen muchas corrientes de pensamiento, de lo espiritual a lo filosófico. El advaita, por ejemplo, explica que, a pesar de que la mente quiera convencernos de lo contrario, no estamos separados del resto de las personas, animales y cosas y que incluso la sensación de ser autores de nuestras decisiones es cosa de la imaginación. La neurología y otras ciencias también están demostrando que, en verdad, el libre albedrío no existe y que muy probablemente nuestro cuerpo y nuestra vida tan sólo (o nada menos) son canales para que la entropía y el cosmos sigan con su juego, como explica Yuval Novah Harari en Homo Deus (Debate, 2016). Por contarlo de una manera que suene actual y, por eso, convincente: somos una red.