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Sobre la guerra entre vecinos y hosteleros y la paz necesaria

¿Qué es un vecino? Si nos ponemos académicos, es “quien habita con otros en un mismo pueblo, barrio o casa, en vivienda independiente”. Pero las definiciones (y las academias) son, por definición, excluyentes y limitadas. Ésta también. No recoge la vecindad de quienes habitan en un barrio pero no en una casa. Tampoco la de quienes trabajan o tienen negocios en ese barrio. ¿No son vecinas las personas sin hogar? ¿Tampoco quienes pasan diez horas trabajando y consumiendo en un lugar? ¿Ni quienes montan las oficinas y los negocios que hacen posibles esos trabajos y esos consumos?

Las preguntas son siempre pertinentes y éstas lo son aún más ahora. Este fin de semana en Madrid se hace el primer cierre voluntario del ocio nocturno bajo el lema La noche se apaga. Los bares y discotecas que se suman a él lo hacen “como protesta a las medidas impuestas por la Comunidad de Madrid”. Sin ánimo de ser pesimista, la situación para la hostelería madrileña es demoledora. Con o sin límites de hora, el ocio consistente en beber de cerca en espacios cerrados tiene un presente y un futuro negros. Y más si se plantea como una guerra de “vecinos contra hoteleros en el corazón de la capital”.

El titular recién mencionado es de El País del jueves pero podría ser de cualquier otro medio en cualquier otro momento. El conflicto es permanente y recurrente, especialmente en un barrio como Malasaña. Ya escribí aquí en mayo sobre cómo el coronavirus y la crisis económica consecuente iban a afectar a una zona tan especializada en hostelería y turismo y se requería por eso un replanteamiento común. Pero, para pensar juntos, hace falta hablar y, sobre todo, escuchar. No sé si se está haciendo.

Los vecinos (los que habitan en viviendas) quieren mantener cerrados los locales por miedo a la masificación y al incumplimiento de las normas. Los hosteleros (que yo creo que también son vecinos) defienden su necesidad de sobrevivir. Las posiciones son tan lejanas ahora como casi siempre. Ha habido puntos de encuentro, como las reuniones de la Plataforma Maravillas para organizar las fiestas autogestionadas, en las que se palpaba la tensión entre bandos pero había espacio y disposición para el diálogo entre las distintas sensibilidades. Hace falta recuperar ese espíritu.

Es verdad que la sobreabundancia de garitos provoca que el barrio se convierta en un bar (y un urinario) al aire libre y que eso colisiona con los derechos de los habitantes. Pero también salta a la vista la intransigencia de los vecinos o, más bien, de quienes se atribuyen su representatividad. Cuando unos se defienden, usan argumentos de acero como empleo y desarrollo económico. Cuando lo hacen los otros, lo mismo pero con los presuntamente opuestos: descanso, seguridad, limpieza.

El momento es crítico para todos. La desaparición de los negocios de hostelería puede dejar un agujero difícilmente soportable para Malasaña: pérdida de empleos, locales vacíos, desaparición de lugares de encuentro y socialización, cierre de negocios y empresas relacionadas, deterioro del tejido y la oferta cultural, menos gente en la calle pendiente de otra gente… En este caso, creo que los autodenominados vecinos tienen que hacer un esfuerzo por ponerse en lugar del otro (que, insisto, también es vecino): una cosa es querer un barrio tranquilo, otra es presionar para que sea un desierto.

Yo soy vecino del barrio de muchas maneras. Habito una casa, participo en un negocio y soy asiduo de muchos otros. La verdad, no sé por cuánto tiempo seguiré viviendo todas y cada una de estas formas de vecindad. Pero sí sé que ya echo muchísimo de menos a Sebas, mi vecino de La Pródiga, uno de los primeros en cerrar.

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