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El trabajo nos hará pobres, en el campo y en la ciudad

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Miles de conductores de Uber, Lyft, Stuart, Deliveroo, Just Eat y otras empresas de la denominada gig economy celebraron el pasado San Valentín con huelgas y manifestaciones para reclamar mejoras en sus ingresos y condiciones de trabajo. Las protestas sucedieron en Estados Unidos y Gran Bretaña y fueron en parte coordinadas por una organización llamada Justice for App Workers, que aglutina a multitud de pequeñas asociaciones locales. Una mirada superficial a la noticia sugiere problemas en la nueva economía, pero en realidad es un retrato de la voladura de la economía a secas.

Nos han vendido el negocio de estas empresas como un asunto tecnológico y, por tanto, fascinante y necesario. Una bondad de la ciencia y el progreso que nos facilita la movilidad y el acceso a caprichos, al tiempo que da ingresos extra a un montón de gente. En realidad, la tecnología es sólo una herramienta, una excusa, un relato.

Hace tiempo que la economía dejó de ser lo que era. Eso de fabricar y ofrecer productos y servicios a cambio de pagos para tener una cuenta de resultados aseada y satisfacer así las pretensiones (de riqueza) de los empresarios y accionistas y (de supervivencia) de los trabajadores, ya es, en casi todos los casos, pasado. Lo de ahora es la economía financiera, una suerte de capitalismo-ficción en el que la realidad de los ingresos y gastos importa muy poco y lo que mandan son los informes de las consultoras y bancos de inversión y el brillo que dan a las marcas para que puedan tener acceso a los millones que van cayendo en cada ronda de financiación. Es un modelo controlado por la ingeniería de datos en el que los trabajadores son un decimal escondido en una pequeña celda de un Excel.

Recordemos que el término gig en español significa recado, chapuza. Lo que logra el capitalismo de plataformas es una paradoja: vender como moderna una vuelta a la situación previa a las luchas obreras y sindicales, una economía informal esta vez controlada por gigantes empresas globales dopadas por el dinero de los fondos. En este contexto, la mera supervivencia es una quimera: los derechos laborales no existen porque, de hecho, no hay trabajadores: hay recaderos a los que, más que un salario, se les da una propina sin ningún tipo de seguro y, además, se les cobran los instrumentos de su tarea e incluso comisiones por llevarla a cabo… hasta que se hartan, se organizan y protestan.

En esta parte del mundo, los tractores siguen en la calle en algunas ciudades españolas. Podría parecer que esta protesta no tiene nada que ver con la narrada en párrafos anteriores, pero yo diría que un poco sí. (Antes de exponer mi argumento, pido disculpas por sumarme al fango de los miles de análisis e interpretaciones del asunto que hemos tenido que aguantar estos días. Y aprovecho por aclarar que soy consciente de que es un tema complejo y que yo sólo me voy a pasear por un par de matices del mismo).

Aquí también hay un relato basado en hechos no reales. Llevamos años, siglos, asumiendo una disyuntiva campo–ciudad que, al menos en materia económica, no es tal. Este imaginario ha ido a más en los últimos tiempos, quizá por el crecimiento de las urbes, puede que por las historias sobre el vaciamiento de lo rural o, simplemente, porque cada vez nos gustan más los planteamientos binarios. El caso es que el campo, simplificando mucho, ha ido evolucionando desde Neolítico hasta convertirse en la fábrica de comida de la ciudad. Son las exigencias del modelo económico que tiene su sede en lo urbano las que imponen las condiciones sociales y laborales de lo rural.

Por eso, y por supuesto, el capitalismo financiero hace tiempo que ha tomado el control de la agricultura y la ganadería. No es sólo que los alimentos, productos de primera necesidad, sean activos con los que especular, que con eso ya llevamos décadas, es que la propiedad de la tierra se ha ido concentrando y los capitales globales han ido conquistando terrenos e imponiendo, en cualquier caso, sus dinámicas: semillas, fertilizantes, datos… La tecnología ha servido también en el sector para tomar el control de las explotaciones e incluso de la maquinaria —muchos de los tractores que pasean ahora por calzadas urbanas son hardware y software en manos del fabricante—. Los trabajadores han ido perdiendo propiedad y derechos y se están convirtiendo también en recaderos sin protección y con ingresos paupérrimos.

Así están las cosas, en el campo y en la ciudad. Lo que se está viendo es que la promesa de progreso para todos a través del trabajo que sostiene a la religión económica es ahora mismo una filfa. Los de los tractores, los de Uber y tantos otros que nos dedicamos a muchas otras cosas estamos perdiendo la fe y cada uno se agarra a lo que puede para tratar de salvarse. En este río revuelto, los charlatanes y predicadores están pescando fieles con los recursos de siempre. Pero no tiene pinta de que una bandera o una promesa electoral hecha desde el mismo púlpito vayan a evitar nuestro destino: ser más pobres.

Miles de conductores de Uber, Lyft, Stuart, Deliveroo, Just Eat y otras empresas de la denominada gig economy celebraron el pasado San Valentín con huelgas y manifestaciones para reclamar mejoras en sus ingresos y condiciones de trabajo. Las protestas sucedieron en Estados Unidos y Gran Bretaña y fueron en parte coordinadas por una organización llamada Justice for App Workers, que aglutina a multitud de pequeñas asociaciones locales. Una mirada superficial a la noticia sugiere problemas en la nueva economía, pero en realidad es un retrato de la voladura de la economía a secas.

Nos han vendido el negocio de estas empresas como un asunto tecnológico y, por tanto, fascinante y necesario. Una bondad de la ciencia y el progreso que nos facilita la movilidad y el acceso a caprichos, al tiempo que da ingresos extra a un montón de gente. En realidad, la tecnología es sólo una herramienta, una excusa, un relato.