El coloquio de los perros de la Plaza de Olavide
Creemos que la ciudad son piedras, aceras, asfalto, edificios y ordenanzas. Pues no. La ciudad somos usted y yo. Sus niños, sus mascotas, las basuras que tiramos a la calle. Los ruidos que hacemos a cualquier hora. La conversación con nuestros vecinos de ventana a ventana. O la que mantenemos en el bar o la terraza de la esquina. La ciudad es el espacio de las relaciones, el lugar del intercambio de ideas o de mercancías.
Me vienen todas estas rayadas de pensamiento contemplando las obras de la plaza de Olavide con la pasión del jubilado en el que la vida y los años me han convertido. Vecinos y amigos del barrio me preguntan si no voy a escribir de la famosa obra de remodelación de la plaza. Pues la verdad es que no. Ya tenemos a Felipe Domingo, a los concejales del barrio y a la enorme multitud de opinateguis de las redes sociales largando sobre farolas, terrazas y color del pavimento.
Para hacerles un resumen del estado de la opinión pública les diré que la mayoría del pueblo cree que las obras son un exceso. Un derroche. Un frenesí.
Que el cambio fundamental, para muchos entre los que me incluyo, es el color del pavimento y que el resultado es grisáceo aunque a última hora saltó la sorpresa en Las Gaunas. Parece que en los espacios interiores de la plaza, los que encauzan el tráfico humano en sentido este oeste, es decir entre Santa Feliciana y Gonzalo de Córdoba vamos a tener un suelo técnico continuo, sin baldosas ni adoquines como en el resto de la plaza y de un color indefinido por el momento a la espera del acabado final. Parece un color terrizo tirando a caquita.
Pasar del rosa, que con la lluvia alcanzaba un tono carmín de bandera madrileña, al casi negro del hormigón húmedo, aderezado con los espacios atartanados, no parece un cambio muy sensato. Dicen los sentimentales que la plaza ha perdido personalidad. Yo no lo creo. Seguiremos siendo lo mismo. Entre otras cosas porque seguiremos disfrutando de los colores Disney de las áreas de juego infantiles que no hay quien nos las quite.
No me quedaría contento sin citar algunos elementos de la obra que merecen destacarse. Algunos muy positivamente. Por ejemplo el arreglo de los bajos hablando coloquialmente. El trabajo de crear pozos de lluvia, canalizaciones de servicio y conducciones de agua para riego merece todos los alagos o halagos. Por supuesto la creación de alcorques gigantes en los accesos de la plaza que bien ajardinados serán nuevos pulmones que nos darán oxígeno y aliviarán los extremos calores estivales. Ítem más, la creación de un doble pavimento en el anillo exterior que preforma y divide el territorio de las terrazas y de los peatones siempre que se respete que esa es otra. Y, en contra de la opinión dominante, incluida la de mi querida Asociación de Vecinos El Organillo en la que milito, creo que la eliminación de los faroles de atrezo fernandino o isabelino a cambio de unos focos de diseño industrial de estética futurista son razonablemente satisfactorios. Solo tienes que comprobar de qué forma inundan con su luz la plaza. Apenas quedan zonas de sombra propicias a tráficos indecorosos como los que teníamos antes. No pidan ampliación de detalles. No me sean cotillas. Seguro que me olvido de otras bondades.
Y ahora vayamos con las peores cartas del juego. En esto le sigo la corriente a mi maestro en olavidades, Felipe Domingo. Creo que con el nuevo diseño de las islas ajardinadas en el área central hemos perdido espacio vital para el tráfico de cuerpos. Demasiadas líneas de ruptura. Demasiados obstáculos. Un diseño geométrico más barroco y apelmazado. Menos posibilidades para el juego libre de los niños. Una plaza más ordenada, menos anárquica y liberalota. Olavide gana equilibrio y orden a costa de su espíritu locoide y juglaresco. Por ejemplo será más difícil que la plaza replique su uso como ágora para un nuevo 15 M. O que sea refugio mañanero para los grupos de africanos que últimamente utilizaban la plaza como punto de encuentro.
Llego al final de esta crónica dejando pendiente la explicación del encabezamiento. El coloquio de los perros. Novela ejemplar de Cervantes en la que dos perros hablan de sus experiencias caninas, de sus viejos dueños y de lo raro del mundo en el que les ha tocado vivir. Realmente la novela es una denuncia de la trampa de los propósitos humanos. De la diferencia entre el discurso y la realidad. Déjenme que les cuente un secreto. Al final el resultado de la obra de remodelación de Olavide dependerá de los perros. Mejor dicho de los dueños de los perros. Ellos determinarán el buen o mal uso de los alcorques de la plaza. Y de ahí vendrá el éxito o el fracaso. Al final el resultado se medirá en el número de cacas que los servicios de jardinería sean capaces de eliminar de los nuevos espacios creados en la plaza. Una batalla pendiente. Pocos se acordarán, o no lo vivieron, de cuál fue el elemento que provocó el mayor movimiento social de los vecinos de la plaza de Olavide para la gran reforma de los noventa. Los perros. Con precisión mayor, los dueños de los perros. Pero no seré yo quien rompa el gran tabú de nuestra ciudad moderna. No he dicho nada. Que se lo cuente otra vecina.
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