Plaza de Olavide. Finales de mayo de 2020. Acordé con Luis de la Cruz escribir una última entrada, a modo de epílogo, para el Diario de un Confinado en Olavide. Unas notas que permitiesen tomar distancia sentimental de aquellos días de la cuarentena. Despertar del sueño, recuperar el ritmo de la vieja vida y anticipar en que medida la experiencia nos ha hecho cambiar.
Me está costando entrar en ello, lo reconozco. Si en los dos meses que van de mediados de marzo a mediados a mayo la sensación de irrealidad se imponía a cualquier otra, hoy lo que se apropia de los sentimientos es la confusión. Veo llegar el tráfico y las multitudes a las calles, las prisas de los negocios, el recuento y las facturas por los daños habidos. Veo cómo se extiende la desilusión y el cansancio entre los cercanos. La rabia política. El desconcierto y la falta de sentido.
Tomemos por ejemplo el mandato de la distancia social. Supuestamente son solo reglas higiénicas que buscan minimizar el riesgo de contagio de la epidemia. Pero para unos es el cierre tribal, el recogimiento en la familia, la burbuja social de una vida en la que se eviten los contactos sociales en toda la extensión de la palabra. Sólo se salva la conexión con la vida exterior y con el mundo a través de las pantallas de los móviles y las televisiones. Para otros es un paso breve e intermedio a la llamada nueva normalidad. Aquello que sucede antes de preparar la cartera y los donuts y reiniciar la vida loca sin solución de continuidad. Y para otros pocos se trata de tener la ocasión de mejorar el mundo y recuperar el sentido de comunidad como forma de conjurar el futuro. Estos son los filósofos de la distancia con respecto a las reglas del pasado. Seguramente el que inventó el concepto solo quería titular la cartilla higiénica del ciudadano responsable y cuidadoso, las normas para la conexión física entre las personas y las cosas. Pero las palabras crean mundos y ahora estamos dando vueltas por el espacio sideral de las ideas. Las metáforas.
Es históricamente cierto que tras las grandes pandemias del pasado se produjeron graves convulsiones políticas y sociales. A veces para bien como después de la peste negra europea del XIV. El Renacimiento fue un hermoso producto. La conexión entre ambos acontecimientos está bien probada. La muerte y la vida alcanzaron una perspectiva distinta a la luz del rescate de la ciencia y de la huida de la escolástica. Con la peste desapareció en gran medida la forma de vida campesina medieval y la sumisión al poder feudal. En cualquier caso también está acreditado que muchas de las dinámicas de la emergencia civil y urbana que acabaron con la era medieval ya estaban presentes en la sociedad anterior a la peste negra.
Algo parecido ocurrió con las epidemias de peste bubónica de la Inglaterra del XVII. Contribuyeron en gran medida a la modernización capitalista posterior. Pero las bases técnicas y materiales de ese salto ya estaban presentes. Y cuando se afirma que la gripe “española” de 1918 anticipó el fascismo en Europa también estamos contando la historia con una mirada reducida.
En cualquier caso las pestes traen como consecuencia crisis económicas y demográficas, movimientos poblacionales, cambios en la estructura del poder y convulsiones sociales. No sabemos lo que dará de sí la peste del Covid-19. Quien lo sepa será afortunado. Lo que podemos anticipar es que muchos se preparan para sacar tajada. Política, económica o social.
Pero analizar eso ya daría para otro diario.
Misión cumplida. Hemos revoloteado por el arte, la ciencia, la arquitectura y la ciudad. Las relaciones humanas. La amistad. La familia. Por el barrio. Por Madrid. Un paseo a veces nostálgico o apresurado. Siempre con el corazón en la pluma y tratando de no ofender ni dañar a nadie.