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El hipódromo de la Castellana donde los nobles lucían el palmito y se celebró la primera competición de fútbol en España

Carrera en el hipódromo

Luis de la Cruz

12 de abril de 2024 22:19 h

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Durante el siglo XIX, el olor de los caballos eran aún una de las fragancias asociadas a la cotidianidad de los madrileños. Las diligencias, simones, tranvías de sangre, las caballerizas de la soldada dentro de la ciudad o las carretas de los traperos subrayaban el transcurrir del día con el sonido de los cascos contra el empedrado. Sin embargo, el caballo seguía siendo, fuera de su productividad económica, un elemento central en el mundo simbólico de la nobleza. Montera de estatus y linaje que remitía a un pasado caballeresco y precontemporáneo.

En este sentido, la inspiración constante de las élites en otras cortes europeas hizo que llegaran a nuestro país –y a la más cortesana de sus ciudades– ecos del tránsito del juego al sport que se estaba produciendo en la Inglaterra victoriana. Los nobles, imitados en esto por la alta burguesía –y bajo la advocación de la corona– fueron los primeros en lanzarse al mundo de reglamentación, competición y práctica pública del deporte. Y empezaron, como no podía ser de otra forma, por aquellos deportes que recogían la esencia del modo de vida aristocrático, como la hípica, el polo o la esgrima.

En opinión de la investigadora Marie-Linda Ortega Kuntscher, el papel de la nobleza en la modernización de Madrid a lo largo del siglo XIX es muy discutible, pero no así su esfuerzo comunicativo para convencer a la sociedad de su importancia central en la misma. De esta manera, se hacen más presentes en el espacio público y hasta publicitan sus nuevas residencias palaciegas de la zona de la Castellana o el Ensanche, que se construyen con grandes ventanales y encuentran hueco en la prensa de la época a través de grabados.

En 1841 se crea en Madrid la primera Sociedad de Fomento de la Cría Caballar –formada por un selecto grupo nobiliario–, se imprimen unos reglamentos para carreras y se llevan a cabo las primeras entre el 15 y el 20 de abril de 1843. Al principio, estas pruebas hípicas de velocidad y resistencia tuvieron poco éxito e, incluso, tuvieron que suspenderse en distintas ocasiones, por lo que en 1845 la reina Isabel II y el gobierno ofrecieron premios especiales para animar a la inscripción. Este fue el primer año que se llevaron a cabo en la Casa de Campo (perteneciente a la Corona), donde siguieron celebrándose durante las siguientes décadas en primavera y en otoño, con los triunfos invariables de los duques de Frías, de Fernán Núñez y de Alba; o los marqueses de Alcañices, Villafranca o el señor de Salamanca.

A partir de los años sesenta las crónicas periodísticas van trufándose de palabras inglesas como jockey, turf o gentleman-riders, explica Ortega Kuntscher, avisando de la paulatina transformación de la escenificación nobiliaria en práctica deportiva. Es en este momento cuando, como sucederá en las décadas siguientes con otros deportes provenientes de Inglaterra, la planificación urbana incluirá espacios para la práctica espectacularizada de la hípica. Y el lugar escogido será la Castellana, en el entorno de los actuales Nuevos Ministerios.

En 1977 aparece la Guía de carreras de caballos de la península, editada por El Campo, revista de reciente creación subtitulada subtitulada Agricultura, jardinería y sport. Aparecen en sus páginas regatas, monterías, villas… Un escaparate más de la vida aristocrática perteneciente a José Luis Albareda, que participará en la comisión creada por el conde de Toreno (ministro de Fomento) para la construcción del hipódromo.

El proyecto, que suscitó polémica –curiosamente Toreno pertenecía al Partido Liberal, que lo criticaba por elitista– se aprobó el 15 de mayo de 1977. La idea de situarlo al final de la Castellana partió del duque de Fernán-Nuñez, miembro señero de la Sociedad de Fomento de la Cría Caballar. A la construcción del hipódromo madrileño les acompañaron otros de su género en diversas ciudades de España, como el de Sevilla (1874), o el de Can-Tunis en Barcelona (1883).

El encargado de levantar el hipódromo fue el ingeniero Francisco Boguerín y su inauguración no pudo tener más tintes reales: la celebración de los esponsales entre Alfonso XII y María de las Mercedes de Orleans el 31 de enero de 1878. Aunque se trataba de un lugar bastante fuera de la ciudad, estaba a tiro de paseo en carruaje desde el eje Prado-Recoletos, donde estaba conformándose el nuevo espacio nobiliario. La Castellana era ya un ámbito de expansión en la mente de las élites madrileñas y resultaba un escenario perfecto para la exhibición pública que les era tan propia.

Ver el gran espacio que ocupaba en los planos de época puede llevar a imaginarlo parecido a un estadio moderno, pero debemos pensarlo más como espacio que como edificio, pues tenía solo dos tribunas. En su superficie de césped se celebraban también partidos de polo (el duque de Alba era el presidente de la Sociedad Madrid Polo Club), juegos y reuniones sociales de la aristocracia y la alta burguesía capitalina.

Con el siglo XX el deporte de ecos aristocráticos fue decayendo, quedando como un nicho de sociabilidad aristocratizante. El espacio, sin embargo, fue importante para acoger las primeras manifestaciones deportivas de algunas disciplinas importadas como el baseball o el football. En este sentido, cabe resaltar que albergó el Concurso Madrid de Foot-ball Association en 1902, que pasa por ser la primera competición de fútbol nacional y antecedente directo de la Copa de España (luego del Rey).

También sirvió como uno de los primeros escenarios para las exhibiciones aéreas en la capital, no siempre con buenos resultados, como veremos. En 1910 voló por primera vez un avión sobre Madrid en el aeródromo de la Ciudad Lineal. Solo unos días después, se llevó a cabo ya una exhibición privada con la asistencia de la infanta Isabel en los altos del Hipódromo (eran vuelos de menos de cuarto de hora y en un radio de no más de un kilómetro). El 3 de marzo de 1911 se celebraba en el Hipódromo la primera Copa de Aviación de Madrid y el aviador Mauvais estrelló su aeroplano contra la multitud que atestaba las pistas. Varias personas resultaron heridas y una mujer murió.

Avanzando el siglo XX, el hipódromo quedó fuera de lugar, en las dimensiones del espacio y el tiempo. Su presencia supuso durante años un obstáculo para el ensanche de la ciudad y acabó siendo derruido en 1933. Sin embargo, solo un año después se aprobaría la construcción de un nuevo hipódromo en las inmediaciones de El Pardo, el de la Zarzuela, que se inauguró en 1941. El deporte aristocrático se alejaba de los espacios de la ciudad trabajadora y la gente corriente se empezó a aficionar a las carreras de galgos, remedo popular de la hípica donde las apuestas ilegales eran un elemento central. La monarquía, así es Madrid, también estuvo invitada a la fiesta con una estafa que involucraba al mismísimo Alfonso XIII. Pero esa es otra historia.

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