Vida social en tiempos de pandemia

Lunes, 23 de marzo de 2020. Esta mañana algo ha quebrado el silencio catedralicio de la plaza. Una empleada de la limpieza, la primera que aparece en el cerrado recinto, hablaba por teléfono y su voz amplificada por la acústica especial de Olavide llegaba a mi balcón como un heraldo del bullicio futuro.

Llegarán los niños a llenar las zonas infantiles y los terracistas las mesas de los bares. Y con ellos el ruido de fondo.

Hoy los únicos ruidos son los aplausos graves y rítmicos de las ocho de la noche y los agudos de las cacerolas de las nueve. Los primeros unánimes y expresivos del agradecimiento a los sanitarios. Y los segundos ceremonias particulares de estos o de los otros. Unas veces en reproche monárquico y otras gubernamental. Nada raro para una sociedad dividida políticamente y a la que resulta imposible cambiarle el paso. Siempre he creído que por encima de las ideas políticas se cuela el carácter de las personas. Irascibles, justicieros, apocados, dialogantes, bárbaros, pacíficos… Todos tenemos asiento en el parlamento de la calle. Pero todos, también, tenemos hijos, padres, abuelos, hermanos y perrito que nos ladre. Espero, no, estoy seguro, que esa condición nos permitirá salir adelante y conquistar de nuevo ya que no la paz total, sí el deseado ruido de la convivencia pacífica.

La cuarentena se extiende por el mundo y los parientes y amigos de EEUU, México, Argentina y Francia vuelven su cara a los españoles veteranos en estas aventuras. Tienen la excitación y el miedo ante lo nuevo. Las aplicaciones de videollamada llenan la memoria de los teléfonos y computadoras y todos asistimos a horas fijas a ese batiburrillo de conversaciones cruzadas y a la aparición constante en las pantallas de nuestros primos. Asombroso mundo.

Mientras, no sé cómo idear un método para que el pequeño y cercano universo de los vecinos de la plaza seamos capaces de juntarnos un día a cantar la eterna canción del maestro Lara: Madrid, Madrid, Madrid.

Mañana seguiremos. Cuídense.

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