Eleno Céspedes, figura trans de tiempos de Felipe II que podrá tener una calle en Chueca

Luis de la Cruz

13 de febrero de 2022 08:08 h

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Esta semana se ha aprobado en el Pleno Municipal del Distrito Centro una proposición del Grupo Mixto para poner a una calle del barrio de Chueca –aún por definir– el nombre de Eleno Céspedes, persona trans –diríamos hoy– de tiempos de Felipe II, que tuvo cierta notoriedad en su época pero que no es hoy muy conocido a nivel popular.

La iniciativa salió adelante con el voto favorable de Grupo Mixto (autor de la propuesta), PP y Ciudadanos, la oposición de Vox y la abstención de Más Madrid, que decidió no pronunciarse al no establecer qué lugar estaría dedicado a esta figura. La votación no se convertirá automáticamente en realidad, pues las iniciativas de las juntas de distrito necesitan de la aprobación después del equipo de gobierno para llevarse a cabo, aunque el apoyo de los dos partidos que lo forman supone una mayor garantía para que se cumpla.

Céspedes nació en Granada en casa de su amo y padre, Benito de Medina, que la tuvo extramatrimonialmente con una esclava árabe. Obtenida la libertad, se casó muy joven con un albañil de Jaén, pero, tras la muerte de su madre decidió abandonar a su marido y hacerse varón. Ejerció los oficios de sastre y calcetero para luego enrolarse en labores militares durante el levantamiento morisco en las Alpujarras. Es en este momento cuando comienza a usar el genérico Céspedes, para luego hacerse nombrar Eleno. Más tarde, aprendió en Madrid el oficio de cirujano de un médico valenciano y comenzó a ejercer por su cuenta, aunque acabaría sacándose los títulos necesarios para poder sangrar, purgar y hacer cirugía.

Tuvo numerosas relaciones con mujeres durante su vida y se casó, en 1585, con María del Caño. Su matrimonio fue visto desde el principio con sospecha por su aspecto afeminado e imberbe, por lo que fue denunciado, pero, no se sabe bien cómo, sus conocimientos de medicina le ayudaron a pasar los exámenes médicos que certificaron su condición de hombre. Sin embargo, habiéndose trasladado a Ocaña (en las Alpujarras), fue de nuevo denunciado y esta vez acabó en un proceso inquisitorial en Toledo por “sodomía y burla a la institución matrimonial”, que se desarrolló entre los años 1587 a 1589.

Eleno mantenía que en el momento del parto de su primer hijo había aflorado el pene de su interior, y, ya ante los exámenes negativos frente al Santo Oficio, que sus órganos se habían caído tras contraer un cáncer. En su opinión, acorde con la doctrina imperante en la época, como hermafrodita tenía derecho a elegir con qué sexo desempeñaría su vida. Finalmente, fue condenado a recibir 200 azotes en la calle y a servir sin sueldo en un hospital durante una década.

Quien tenga más curiosidad sobre el caso de Eleno Céspedes puede sumergirse en su proceso inquisitorial digitalizado o hacerse con Elena o Eleno de Céspedes. Un hombre atrapado en el cuerpo de una mujer en la España de Felipe II, publicado en 2017. Adicionalmente, su rastro se puede encontrar también en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, donde Cervantes le encarnó en el personaje de la bruja Cenotia.

No es el de Eleno un caso único en la España Moderna, ni mucho menos. Otra biografía trans muy conocida es la de Catalina de Erauso, La Monja Alférez, que ella misma contó en su autobiografía. Catalina fue criada en un convento de dominicos, del que escapó por los abusos recibidos. Una vez fuera, empezó a vestirse y comportarse como un varón. Tras distintas peripecias, se embarcó en 1603 como grumete hacia América. Allí, terminará como alférez y tendrá que sortear varios compromisos de casamiento para no enfrentarse a situaciones sexuales. En 1626 se vió obligada a confesar su condición en Perú para evitar la pena de muerte, a la que se enfrentaba por una de las muchas pendencias que atesoraba. Tras ser examinada por unas parteras es devuelta a España, donde Felipe IV le permitió seguir utilizando su identidad masculina y hasta le pensionó por los servicios prestados a la Corona en Las Indias.

Siguiendo a la investigadora Begoña Álvarez Seijo en La negación de la ambigüedad: Transgénero en la España Barroca, podemos entender mejor desde qué coordenadas mentales se miraban en la época identidades heterodoxas como las de Eleno Céspedes o la Monja Alférez:

“Un estudio pormenorizado de las construcciones de género desde todo el discurso existente en la España Barroca permite entender cómo determinadas identidades, que parecen imposibles de aceptar dentro de una sociedad fuertemente condicionada por el catolicismo, ocuparon su lugar e incluso fueron aceptadas por sectores mayoritarios de la producción cultural. El hermafroditismo o transgénero femenino (ya sea como cross-dressing, transexualidad o androginia) fueron identidades que encontraron un lugar en la España del Barroco porque servían como engranajes que justificaban el funcionamiento de un sistema, un mecanismo, mayor de alienación: el modelo de sexo único permitía entender la existencia de hermafroditas y transmutaciones de sexo, pero también justificaba la inferioridad y consecuente subordinación de la mujer al varón”.

Hay que entender que el ser humano estaba entonces concebido bajo este modelo de sexo único por el que, dependiendo de la combinación de humores en el cuerpo (calor, humedad, sequedad y frialdad), se determinaba que una persona fuera hombre o mujer. Todos tendríamos los mismos órganos sexuales, pero en los hombres predominarían el calor y la sequedad, que provocaban una serie de cualidades –fuerza o inteligencia, por ejemplo– y provocarían que el pene y los testículos emergieran hacia el exterior del cuerpo. En la mujer estaban más presentes, creían, los humores fríos y húmedos, que ocasionaban que fueran, entre otras cosas, débiles o sumisas, y que tuvieran los testículos y el pene cobijados en el interior del cuerpo.

Este constructo ideológico permitía naturalizar las diferencias sociales entre hombre y mujer, hasta tal punto que la mujer era concebida como un hombre incompleto, cuyos déficits de calor y sequedad no dejaban desplegar su sexo ni desarrollar fortaleza e inteligencia. Sin embargo, también era una lógica que permitía pensar en situaciones intermedias según el equilibrio humoral, por lo que los casos de cambio de sexo, o de lo que se consideraba hermafroditismo, fueron a veces más comprendidos de lo que podríamos imaginar desde nuestra posición en el siglo XXI.

Durante los siglos XVI y XVII españoles existieron dos tendencias. Una corriente de filósofos o médicos, adscritos a esta teoría humoral, que contemplaban la posibilidad de una ambigüedad o transmutación sexual como muestra del poder de Dios en la tierra.  Por otro lado, encontramos a quienes consideraban que estos prodigios eran obra del Maligno o un castigo divino por haber abusado de sodomía o lascivia. Desde esta perspectiva, por tanto, se consideraba antinatural a los hermafroditas o trasnsgénero.

De la primera de las posturas encontramos muchos ejemplos en la llamada literatura de maravillas, en la que normalmente autores del clero –como Antonio de Torquemada o Martín del Río– narraban rarezas y maravillas naturales. En todo caso, una mujer que transmutaba en hombre era entendida como un ascenso dentro del orden natural a través del equilibrio de sus humores, y al revés. Es por eso que los casos narrados en este género literario siempre son de mujer a hombre. y que estas personas se veían obligadas, en todo caso, a adscribirse socialmente a un solo sexo.

Según afirman algunos especialistas, el cambio de vestimenta, fisionomía y roles sexuales era suficiente para que se aceptara como varón a la mujer que transicionaba, como sucedió con la famosa Monja Alférez, que demostró su fuerza de hombre para ser aceptado como tal. En otras ocasiones, sin embargo, los cronistas hablan de que el pene emerge “por un esfuerzo” y por aumentar los humores masculinos.

En el caso de Eleno Céspedes, su condición de morisco y el hecho de mediar relaciones sexuales antes de la transición (muchos de los casos descritos en la época se produjeron en el interior de conventos), pudieron pesar para que su experiencia no encontrara amparo ni siquiera entre las tendencias que defendían la posibilidad –y hasta la virtud– del cambio de género, siempre de mujer a hombre.