Los organilleros, de marginados sociales a glorias castizas en las verbenas madrileñas

Es tiempo de fiestas de agosto en Madrid, noches calurosas de mahous y risotadas en las que se mezclan -por San Cayetano, San Lorenzo y La Paloma- las canciones del momento con las imágenes icónicas (e impostadas para la mayoría de los participantes) de los mantones, las parpusas y la limoná. Entre la nómina de tipos característicos de la verbena capitalina encontramos la imagen del organillero dándole al manubrio y sacando notas de querencia madrileña.

El 7 de enero de 1930  el periodista José Díaz Morales firmaba en la revista Estampa un reportaje de dos páginas dedicado a Esteban Espósito, “el hombre que hizo sonar el primer organillo en España” (según la propia revista). El viejo organillero y su periplo vital sirven para hacerse una idea de la realidad de una profesión que dicta el guión del tipo castizo que hoy tenemos en mente. Una vida dura y, a menudo, asociada con la marginalidad en su tiempo, tal y como explica Samuel Llano en Notas discordantes. Flamenquismo, músicas marginales y control social en Madrid, 1850-1930, que hoy nos sirve como guía.

Espósito era de origen italiano como fijaban los cánones del estereotipo. La del organillero no es una figura propia de Madrid, ni mucho menos de España. Tenía antes de llegar aquí una tradición que se extendía por las grandes capitales europeas, como Londres o París. Como lazarillos de Tormes, solían ir acompañados de niños, aprendices y futuros organilleros no exentos de dinámicas de explotación. Esteban Espósito, un niño del hospicio en Piamonte, compró su organillo en Marsella y viajó por Portugal, Orán y distintos sitios en España.

“Me dieron un burro para acarrear arena. No tenía entonces cumplidos los quince años. Trabajaba todos los días porque a eso me habían acostumbrado. Hasta que un día, muy de mañana, salí con mi burro en busca de arena y empecé a andar, sin volver la cabeza, y todavía no he vuelto…” Así es cómo explicaba el organillero los primeros pasos de la errancia como horizonte y la vida en los márgenes del duro trabajo asalariado de las clases populares del XIX.

En Europa los llamaban sabordianos por su supuesta procedencia de Saboya. Es verdad que muchos de ellos eran de origen italiano, como hemos dicho,  pero en realidad procedían de Parma y otras partes de la bota. El término, contaminado de xenofobia, parece tener que ver con que muchos deshollinadores sí provenían de esta región italiana.

A España los organilleros llegan un poco después pero existía un antecedente autóctono también conocido como sabordiano, personajes errantes que solían llevar animales junto con unas cajas de música de grandes dimensiones que utilizaban en sus espectáculos. En Madrid suele atribuirse al luthier italiano Luis Apruzzese la introducción del organillo en la última década del siglo XIX.

El organillero logrará esquivar el prejuicio con que era mirado en Europa en un primer momento por ser una rareza exótica, pero a mediados del siglo XIX empezarán a encontrarse de frente a las clases burguesas, que vincularon a los organilleros con habitantes de la mala vida, emparentados con mendigos y otros marginados sociales. Su difícil encaje entre la condición de trabajador humilde y marginado social será una constante ¿Qué eran los organilleros? Depende del momento.

Pronto, el ruido es visto como una alteración del orden público que se interpone entre el trabajo en casa de intelectuales o periodistas. Desde finales del XIX las fiestas callejeras e improvisadas en las que eran contratados se asocian con el desorden social y comienzan a darse licencias que limitaban su actividad a unos espacios concretos. Es por ello que Esteban Espósito habla con el periodista, ya surcando los ochenta años, en el merendero de la Bombilla, un lugar típico del esparcimiento de las clases populares donde su presencia estaba permitida.

El ruido, como el hedor, son elementos a erradicar en la concepción liberal de la ciudad, en la que se conjugan la preocupación por la higiene pública con la prevención ante la seguridad y el mantenimiento del orden social. La planificación urbanística de las ciudades corre paralela a la sospecha permanente sobre los espacios que se consideran enfermos. Los habitantes desposeídos y míseros son portadores de la degradación moral además de víctimas. Su traslación al espacio de lo sonoro ha sido denominado por Sergio Llano higiene auditiva y cristalizó en disposiciones y leyes que perseguían a los músicos callejeros.

El propio Llanos muestra en su libro un caso paradigmático de su persecución en Madrid. En 1889 el entonces gobernador civil Alberto Aguilera comenzó una campaña contra el colectivo que obtuvo amplia resonancia en la prensa del momento. Con motivo de la aparición de un cadáver en la carretera que llevaba a Carabanchel y las supuestas declaraciones de una joven, que dijo haber visto que la cosa se había originado en una riña entre organilleros, se armó un caso mediático que luego quedó en nada pero que supuso la detención de algunos miembros del gremio, el registro de sus casas y, a las finales, un clima social propicio a aprobar medidas que limitaran su presencia en el espacio público madrileño.

Ya en los años veinte se produciría una romantización de la figura del organillero que podríamos entender como el inicio del tipo popular descargado de prejuicio pero artificial que hoy conocemos. Fue una respuesta castiza a la invasión del jazz y la cultura anglosajona. En realidad, también durante estos años, siguieron sufriendo los organilleros los rigores de clase social pero su estampa estaba pasando a integrar un lugar en el panteón de la tradición madrileña.