OPINIÓN
El huerto Zuloaga se queda: lo que nos recuerda la victoria de las hortelanas de Tetuán
Todo ha discurrido a gran velocidad. En el transcurso de un par de semanas la comunidad que trabaja el Huerto Zuloaga, en Tetuán, ha sabido que tendrían que suspender su actividad durante al menos un año porque el Ayuntamiento así se lo había concedido a la promotora que trabaja en solar contiguo; se han reunido para armar una propuesta alternativa que permitiera mantener la actividad hortelana, y, finalmente, han recibido la noticia de que su lucha ha surtido efecto. El huerto Zuloaga se queda. La historia ha discurrido rápida, pero es densa: aquí encontrarás voces y detalles.
Este jueves llegaba al grupo de WhatsApp del huerto un mensaje encabezado con las palabras “Hortelanas, buenísimas noticias!” Había llamado el jefe de la Unidad Técnica de Estudios del Departamento de Educación Ambiental, responsable de la Red de Huertos Urbanos, para comunicar que el Ayuntamiento aceptaría su contrapropuesta, en la que se invitaba a cerrar una franja al final del huerto para que los responsables de la obra pudieran acceder por allí a sus labores constructivas sin necesidad de suspender la actividad del espacio. Hoy lo han hecho público en sus redes sociales y, ahora, solo falta preparar la zona durante los próximos días, agradecer la predisposición final de la administración y celebrar.
El del Zuloaga no es el típico huerto de colegio. Para empezar, la concesión del terreno de 500 metros cuadrados, que se encuentra junto al edificio municipal que alberga la biblioteca y la escuela de música, y cercano al propio centro, la tiene el AMPA. En parte por ello, es un huerto abierto al barrio, en el que pueden ser hortelanas personas que no formen parte de la comunidad educativa del CEIP Ignacio Zuloaga (aunque el huerto está muy imbricado con el espíritu educativo del centro).
Durante los días en que las hortelanas tuvieron que afrontar la situación sobrevenida, la ambición de su reivindicación cambió de escala, según hemos podido saber. El Área de Obras lo había negociado todo con la promotora y la constructora sin que el Área de Medioambiente las viera venir, al parecer, y la llegada de la suspensión de la concesión por un año parecía inminente. En un principio, el realismo hizo camino entre la rabia y el estupor, aunque no iban a quedarse a esperar sentadas el cierre: exigirían por escrito la vuelta en las mismas condiciones, el mantenimiento de los árboles, intentarían ganar tiempo para organizarlo todo –y repartir los plantones– y harían saber que era éticamente inaceptable que los concesionarios del huerto fueran los últimos en enterarse y el barrio se quedara huérfano de un espacio clave de sociabilidad.
Sin embargo, y rebelándose también contra el hombre del tiempo, convocaron una cita en el huerto el pasado sábado. Y se pusieron a hablar y decidieron que no querían irse y que harían una propuesta al Ayuntamiento. La armaron en unos días, hicieron mucho ruido, esgrimieron razones. Y el huerto se queda.
La de las hortelanas es una de esas victorias necesarias por varias razones. En primer lugar, porque no todos los días los movimientos sociales y vecinales ganan de forma tan rotunda. Estamos acostumbrados a sacar partido a las demostraciones morales y a las victorias matizadas (que a veces no es poco en tiempos de desamparo comunitario).
En segundo lugar, porque nos recuerda la importancia de las genealogías. La historia del huerto Zuloaga empieza antes de existir, en 2014, cuando un grupo de padres del colegio ocupan un trozo de solar para hacer un huerto escolar. Entonces, el Ayuntamiento tuvo el mal tino de mandar una máquina a remover la tierra a la hora del recreo, a la vista de los niños. Después del escándalo, llegó la concesión y, desde entonces, el huerto se ha convertido en un aglutinador de experiencias y en escuela de trabajo cooperativo.
Y, en último lugar, porque confirma la necesidad de poblar la ciudad de huertos comunitarios más allá de sus obvias ventajas medioambientales. Este espacio común, situado junto a otros de naturaleza pública, se ha mostrado como un catalizador de la fuerza de la gente hasta el punto de que fue la reunión en el espacio la que vitaminó la ambición de la protesta vecinal, como hemos explicado. Las hortelanas sabían que un año sin territorialidad era mucho más que 365 días sin plantar. Suponía el peligro de que se secaran las hojas de la enredadera vecinal tejida en el lugar.
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