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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Brujas, hechiceras y, sobre todo, mujeres

En El Coloquio de los perros Cervantes nos presenta a la Cañizares, la Montiela y a Circe – brujas, con sus aquelarres y todo- como trasfondo de una historia compleja de relación entre mujeres. En la novelita se pueden leer, si se afina la vista, líneas de fuga (la condena de la relación entres mujeres o de la contracepción) que transcienden con mucho a la visión de la bruja como ser oculto que nos ha llegado, y que aquí vamos a tratar de traspasar.

El mundo de lo mágico no siempre cayó del lado de lo supersticioso y negativo. Antes de la Edad Media tardía no existía una separación clara entre pensamiento mágico y racional y, de hecho, la necromancia (magia para controlar a los espíritus demoniacos) se practicaba sobre todo en sedes papales o episcopales. Curiosamente, cuando la consideración de la magia cayó en desgracia cambió también de género y el señor-mago se convirtió en bruja.

Las primeras cazas de brujas se dan a mediados del siglo XV y el fenómeno alcanza las cotas máximas en los siglos XVI y XVII, periodo del que hablaremos sobre todo. Para el imaginario colectivo la bruja ha quedado como un ser mitológico en la nebulosa de las ficciones tradicionales, para la historia, como una anécdota. Trataremos de poner cara a aquellas mujeres y de conectar políticamente la represión de las brujas con una Europa que convulsiona en el camino al capitalismo y la formación de los estados.

Como bien hace notar Silvia Federici en Calibán y la bruja el contexto histórico de las cazas de brujas coincide con la aparición de la esclavitud, la expulsión de los campesinos de sus tierras, la colonización de América, la aparición de regulaciones que persiguen la mendicidad y, sobre todo, con la proletarización en masa de los trabajadores europeos.

La brujería siempre fue un fenómeno eminentemente rural, como norma general las brujas son del campo y las hechiceras son de ciudad, como veremos en el caso madrileño. Siguiendo a Julio Caro Baroja la hechicería sería un arte más solitario y la brujería un culto comunitario, aunque a la bruja se le supone también una relación más íntima con el demonio y toda una parafernalia que cambia de un lugar a otro. En una Europa que se hace urbana desposeyendo de comunales al campesino la caracterización de la bruja rural (también en la ciudad son venidas del campo) no parece casual.

Muchos de los tics persecutorios de la caza de brujas responden a la constitución de los estados modernos que, con su afán centralista, intentaron imponer criterios unitarios frente a una cultura popular diversa y local. El mito de las mujeres capaces de trasladarse (con o sin escoba) a lugares muy distantes vendría a hablar de la represión de la movilidad; en la caracterización del aquelarre se leen las reuniones en el campo (en tiempos de sublevaciones campesinas, frecuentemente lideradas por mujeres); en la denigración de su nocturnidad los ecos de las nuevas divisiones del tiempo en las nacientes relaciones laborales asalariadas...

Uno de los elementos olvidados hasta ahora, y que con Federici y otros se ha empezado a tratar, es la represión de las brujas en tanto que mujeres. Aunque para la legislación nada tenía que ver el género, el 80 % de las condenadas fueron brujas y no brujos (salvo en excepciones como Rusia y Estonia).

Las mujeres fueron disciplinadas y la contracepción demonizada como vía de favorecer la creación de un proletariado urbano, y esto se ve muy bien en la frecuente condena de comadronas o parteras. Los delitos de los que se les acusa: hacer que los niños nacieran muertos, provocar esterilidad o impotencia, a veces también desatar la ahora indeseable lujuria, porque se empieza a presentar a la mujer como ser incapaz que puede caer fácilmente desde el estado virtuoso en el hogar al precipicio de la sexualidad desordenada sin un hombre a su lado. Muchas de las brujas eran mujeres pobres y solteras o viudas

La brujería en España

Curiosamente, los países en los que la Inquisición estuvo al frente de la represión de la brujería (España e Italia) son aquellos en los que no existe un genocidio en la hoguera como el del resto de Europa, si bien cierto que es ahora cuando empieza a estudiarse la represión que, aunque en menor medida que la eclesiástica, llevaron a cabo otras autoridades civiles. En cualquier caso, esto da idea de que la represión parte del naciente Estado, frente a la creencia generalizada de que la religión fue la principal causa de persecución de las brujas. La iglesia dispuso el andamiaje ideológico, convirtiendo la brujería en una herejía más, y las instituciones civiles pusieron las piras. Aquí, en Madrid, el quemadero estaba en lo que hoy es la plaza de Bilbao, y quedan en el barrio recuerdos de la Inquisición, como la calle de la Cruz Verde, cuyo nombre evoca su estandarte, aunque los autos de fe entendieron más de judaizantes que de hechiceras.

Como hemos dicho, la brujería es un fenómeno más bien rural, frente a la hechicería, más urbana, de la que encontramos más ejemplos en el supersticioso Madrid, donde tan habituales eran los conjuros entre el hambriento pueblo llano como en la corte.

Aquí por doquier abundaban hechiceras que todos buscaban y que llevaban a cabo conjuros, la más de las veces inocuos. El hecho de que en Madrid los casos relacionados con lo mágico no ocupen más que el sexto lugar en procesos del tribunal inquisitorial denota que las más de las veces los inquisidores no los tomaron muy en serio y, en cualquier caso, se despacharon las querellas con penas menores como azotes o destierro.

Una hechicera en el Horno de la Mata

Una conocida hechicera del barrio a mediados del siglo XVIII fue Teresa Espada, que vivía junto a dos compañeras en el número 4 de la calle del Horno de la Mata. De ella se dice que para enloquecer de amor a sus clientes (era, solía ser así, prostituta) dejaba secar su menstruación para con ella hacer unos polvos que disolvía en vino tinto o chocolate. A media noche hacía un ritual para asegurarse los clientes que consistía en desnudarse de cintura hacia arriba y recitar unos conjuros: “ Alma más triste, sola, afligida desesperada y desamparada, que esta en los profundos abismos del infierno, no des sosiego, reposo ni descanso a mi amante hasta que no venga a dormir conmigo”

La historia real de Teresa es la de una mujer que había vivido amancebada con un tal Isidro López, que la había abandonado, y quedando en la miseria había acudido a una famosa hechicera, Antonia Monedero “La Pendona”. Esta le engañó diciéndole que debía ir a la puerta y que en seguida acudiría un hombre, realmente el Diablo Cojuelo, con quien debería hacer el amor sin mediar palabra durante toda la tarde para que le impregnara de sus poderes. El hombre debía ser, por supuesto, un amigo listillo de “La Pendona”. A saber la historia de como la hechicera vieja había “conocido al diablo”...

El grupo de mujeres de la calle del Horno de la Mata fue juzgado por la Inquisición, siendo condenadas, como fue común en la época, a destierro. Otra hechicera conocida del barrio fue Antonia de la Calle, que en su casa en la calle de la Madera echaba las habas para saber si volvería el marido.

El noventa por ciento de los conjuros del Madrid de la época tenían trasfondo amoroso (cartas, habas o ungüentos para conseguir la vuelta del amado) y en un Madrid lleno de miseria donde muchas mujeres eran empujadas a la prostitución, también este era un escenario frecuente.

De brujas al uso, que no hechiceras, es decir, mujeres que habían hecho pactos con el diablo y se reunían en aquelarres, no se sabe prácticamente en Madrid, a no ser algunas excepciones como una tal Manuela Maruja García, sirvienta que se hizo amiga de unas mujeres con las que habría acabado untándose de mejunjes que les posibilitaban viajar a Valencia, Portugal y otras tierras lejanas. De posesiones demoniacas sí tenemos ejemplos sobrados en los procesos inquisitoriales, el más famoso seguramente, el de las vecinas monjas de San Plácido, en el cual 25 religiosas fueron presuntamente poseídas en lo que parece un caso de histeria colectiva (unas corrían sin rumbo, otras se caían, por su boca salían insultos descontrolados como si tuvieran el síndrome de Tourette...). La Inquisición intervino y toda la comunidad fue trasladada a Toledo.

No fue Madrid, como Logroño o Navarra, tierra de brujas, aunque sí de hechiceras, insertas en una ciudad adepta a lo oculto y formada por calles sucias de difícil vecindad entre hambrientos. Aunque falta por estudiar mucho al respecto, no creo que se salvaran aquellas mujeres del prejuicio sexual y el disciplinamiento del cuerpo del que sus primas brujas del campo y del resto de Europa eran víctimas a medida que nacía algo que hoy conocemos como estado y se imponían las relaciones capitalistas.