Uno de los arcos gigantes del Conde Duque se ha convertido estos días en un muro. Está construido con cientos de mantas arrojadas a la basura en Idomeni (Grecia), el campo de refugiados que fue desmantelado en 2016 después de que Europa blindara sus fronteras a la avalancha inmigrante.
La instalación, de unos imponentes siete metros de altura, sobrecoge cuando se reflexiona sobre su origen, sobre las miles de historias de personas que se cubrieron con ellas, a las que se agarraron en su primer contacto con occidente. “Cada manta representa una persona, una ausencia, una víctima de las brutales políticas de exclusión”, explican los creadores de la obra, los artistas Lucas Sere, Sebastian Podesta, Wiktoria Natasza y Matiullah Afzal. “Cada día que pasamos de este lado del muro reafirmamos su existencia. Nuestra indiferencia es su cimiento”, recalcan, lacónicos.
El muro de mantas forma parte de La artificialidad del límite, una serie de instalaciones que hasta el 7 de diciembre ocupan los pasillos y salas de la planta baja del Centro Cultural Conde Duque y golpean al espectador con duros mensajes sobre el papel de los europeos ante el drama de inmigrantes y refugiados. En ella ha participado el Instituto Goethe, que quería celebrar los 30 años de la caída del Muro de Berlín llamando la atención sobre los otros muros que se están levantado en el viejo continente: “Las mantas que protegen a la gente en su camino, pero su acumulación se convierte en un bloqueo, en una prohibición de acceso”, explica el director del instituto alemán, Reinhard Maiworm.
Al otro lado del muro de mantas, detrás de las escaleras de acceso a la primera planta, se encuentra Balsa (banderas mojadas), la otra obra que por sus dimensiones y significado más llama la atención del visitante. Es una instalación del colectivo 1668 (Mario Gutiérrez y Dómix Garrido) compuesta por una zodiac real usada para el transporte de personas en el Mediterráneo, decomisada por la Guardia Civil y luego obtenida por los artistas mediante subasta pública. Está rellena de agua del mar que cruzaba, el mismo agua que se ha utilizado para bañar las 38 banderas de países africanos que acompañan a la embarcación.
“Está homologada para llevar a 20 personas, pero puede haber transportado hasta 200”, explican los autores sobre esta lanzadera “que sirve de enlace y disolución de fronteras, de territorios, de culturas y, por supuesto, es un medio de transporte peligroso”. Ambos animan a interactuar con las piezas, para “tocar y sentir los elementos que las integran”.
El colectivo es también autor de otras instalaciones que componen la muestra, como el puesto de vigía colocado en el patio del Conde Duque, desde el que se puede observar lo que ven cada día los vigilantes de la valla de Melilla. La concertina alargada como si fuera una pieza de museo y los altavoces colocados en los pasillos también son suyos. Con estos últimos representan un “diálogo de sordos” en los que se mezclan argumentos en defensa de las fronteras con otros favorables a las migraciones.
Por último, un montaje audiovisual con tres pantallas termina de echar a la cara del visitante la dura realidad de los refugiados que se lanzan al mar para intentar alcanzar Europa. Lo hace en un vídeo que reproduce las llamadas desesperadas que efectuaron los ocupantes de una barca con cientos de inmigrantes y decenas de niños, pidiendo el rescate de una Italia que prefirió en ese momento decirles que marcaran el número de otro país. El desenlace es mejor verlo in situ.
La artificialidad del límite se expone hasta el 7 de diciembre durante el horario de apertura del Centro Conde Duque e incluye varias jornadas de reflexión y debate los días 12, 13 y 14 de noviembre, de 17.00 a 22.00 horas en el auditorio, con entrada libre.