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El videoartista Bill Viola nos convierte en parte de la exposición

Una de las primeras instalaciones que se pueden ver en Viola. Espejos de lo invisible (hasta mayo en Espacio Fundación Telefónica) es The Reflecting Pool. Colgada en medio de la sala (la exposición está muy panelada para que cada videoarte tenga su propia atmósfera) una pantalla nos muestra un estanque verdoso en medio de un paisaje natural. Un hombre emerge de entre la arboleda, se para junto al agua, salta y repentinamente su cuerpo queda suspendido en el aire. El tiempo se congela y solo el movimiento del agua y sus reflejos nos hacen saber que la película avanza.

Me he enfrentado a la exposición sin conocer demasiado de Viola, apenas que fue pionero del videoarte, y este primer contacto con su muestra me ha hecho reflexionar acerca de la naturaleza de las exposiciones artísticas y de cómo las afrontamos muchas personas, no necesariamente expertas en el artista en cuestión.

La sala está a oscuras, su disposición empuja a los visitantes al más riguroso silencio y aquella única fuente de luz obliga a fijar la vista en ella. Nada de rutinas del tipo veo una exposición como dando un paseo, curioseando. Que es algo que yo hago mucho, por cierto. La escenografía nos incluye y empiezo a fijarme en el resto de espectadores con el rabillo del ojo. Algunos aguantan poco, otros miran realmente interesados y sus gestos me resultan inexcrutables; la pareja de chicas que tengo al lado llega con un gesto de admiración que me hace pensar que vienen entregadas…pero a los cinco minutos parecen realmente incómodas. Sin duda, las imágenes atrapan, pero, a la vez, hay que estar muy seguro de sí mismo para mirar los 10 minutos y 18 segundos que dura la proyección sin preguntarse si no será uno gilipollas.

Lo cierto es que con The Reflecting Pool he pensado que la obligación de atender en silencio en plana Gran Vía, sujetándote la mano para no mirar la pantalla del móvil, ya da radicalidad a la exposición.

Las más de veinte obras proyectadas tienen debajo del título –no hay explicación, la interpretación corre de nuestra cuenta– el número de minutos y segundos que dura la proyección. Si no he sumado mal son 283 minutos y medio (sin incluir alguna proyección continua). Así que ya sabes lo que se tarda en ver la muestra sin perderte ningún detalle: un poco menos de cinco horas.

A lo largo de las siguientes salas, como ya nos lo sabemos, vamos aguantando largo rato la mirada a aquellas propuestas visuales, tratando de apreciar la leve danza del parpadeo o el movimiento de las siluetas, que varían sus posiciones muy lentamente. Vamos adelante, las guardamos en la retina, volvemos atrás y recomponemos la trayectoria de los movimientos perdidos. No hay palabras, solo algunos sonidos ambientales, pero sí narraciones, tan simbólicas como estemos dispuestos a interpretar, pero siempre muy bellas plásticamente.

Así que Viola. Espejos de lo invisible resulta una experiencia chocante para el espectador no iniciado. De entrada. A partir de ahí, podemos tomárnosla también como un acercamiento cronológico a la trayectoria de un importante videoartista y entrar, o no, en su juego de conceptos universales (el tiempo, la vida o la muerte) y elementos recurrentes, como los cuerpos, el agua o la gestualidad.