Hubo un tiempo en el que el boticario formaba parte de las fuerzas vivas en el campo y la farmacia era uno de los centros neurálgicos en la ciudad. A partir del XVIII, a la par que florecían en salones, ateneos o salones, surgieron las tertulias de rebotica, que no pocas veces dieron cobijo a distintos contubernios políticos a la vista de los matraces. Malasaña es tierra de boticas. La presencia de la Universidad Central en el barrio debió constituir un caldo de cultivo fértil para tertulias de rebotica cuya historia está por escribir.
De gran valor son las farmacias Deleuze, en San Bernardo; la Farmacia del Águila, en la calle Fuencarral; o Juanse, que recientemente dejó de ser farmacia pero ha legado sus famosos azulejos a la estampa de Malasaña. Por tener, tenemos hasta una calle llamada Farmacia, donde está la Real Academia del gremio. Un secreto: en su interior se conserva íntegra la vieja farmacia neogótica de la calle del Príncipe , abierta en 1876.
Hace unos días pasamos por la farmacia de la Plaza de San Ildefonso (la clásica Farmacia Puerto, llamada Malasaña desde que llegaron sus nuevos responsables el pasado mes de noviembre). Allí nos atendió Lourdes entre cliente y cliente, y nosotros curioseamos mientras. En la fachada, algo desvaída por el tiempo, unas pilastras jónicas anuncian la riqueza ornamental del interior. Dentro nos rodea un imponente artesonado y las efigies de Galeno e Hipócrates cruzan sus miradas de pared a pared.
Hay noticia de una farmacia en el lugar desde 1654, ubicada en un edificio anterior al actual, y a la altura de 1830 estaba, ya en este inmueble, la botica del doctor Diego García-Herreros, que será director del Colegio de Farmacéuticos. De este momento datan sus nogales nobles, bustos y molduras. Han sido diversos los farmacéuticos ilustres que han pasado por la Farmacia Puerto (Antígono Puerto le da el nombre a principios del siglo XX). Muchos han sido también los ungüentos y fórmulas registradas que, salidas de su laboratorio, han dejado rastro en la prensa de Madrid. El anticatarral, los jarabes a base de cocaína o su fórmula patentada contra las hemorroides. Estratos que han construido un museo vivo.
Los nuevos inquilinos de la Farmacia Puerto, ahora Malasaña, han hecho más cambios –y más que van a hacer- dándole un poco de espacio al local. Un viejo mostrador de época, que estaba en la trastienda, ha vuelto a la vida, y la gran mesa, que era santo y seña de la casa, anda tomando fuerzas en el ebanista. En el rato que estamos allí hay quien pregunta por ella: “la llamaban la farmacia de la mesa”. Algunos elementos del lugar, como unos recipientes de cristal con caballitos de mar, ya no estaban en el local cuando entraron en él.
Una farmacia es un lugar vivo y diverso. Evocador de la abundancia. En los anaqueles de madera noble se amontonan envases de colorido mercadotécnico (comida de bebés, medicamentos o condones). Bajo la mirada severa de Hipócrates y Galeno discurre la vida más mundana.
Es mediodía y el ajetreo en la farmacia es considerable. Vecinas y vecinos entran pidiendo consejos, saludando y contando batallitas de los servicios de salud. “Entre semana esta es una farmacia de barrio, con mucha gente mayor y personas que gustan de que les ofrezcas un minuto de tu tiempo. Encuentran paciencia y empatía”, nos cuenta Lourdes. Los fines de semana, en cambio, la farmacia se ve envuelta por Malasaña, convirtiéndose en un lugar de paso, con mucho público extranjero.
Ya no hay tertulias de botica en las farmacias del barrio, pero los viejos tarros de cristal, perfectamente ordenados en los altos de la Farmacia Malasaña, presiden las conversaciones sabias del día a día. Hoy los clientes encuentran servicios novedosos, como el SPD ( Sistema Personalizado de Dosificación de Medicamentos), - “encontramos que era necesario porque hay mucha gente mayor en el barrio”- pero hallan también una posta recurrente en su cotideanidad. Y la farmacia les contempla a ellos, como viene sucediendo desde hace ya siglos.