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Emilio Carrere y su “Ruta emocional de Madrid”: entre la bohemia y la psicogeografía

Emilio Carrere

Luis de la Cruz

29 de noviembre de 2020 00:22 h

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¿Sabéis esos libros de antaño cuyas cubiertas en piel se amoldaban a los dedos? Esos de colección, que nuestros padres y abuelos situaban en el anaquel más visible del salón, con marcapáginas de cinta y que parecen cosidos con hilo noble. Esos libros ya no existen. Pero La Felguera es una editorial que se mueve bien en los límites de la irrealidad y, por eso, su colección Narrativas del desorden viste estas calidades propias de otros tiempos.

De esa guisa se presenta ahora Ruta emocional de Madrid, reedición del libro de Emilio Carrere tal y como se editó en 1935. Acompañan a los poemas de Carrere, versificación de su paseos nocturnos por todos los Madrid del primer tercio de siglo —de los cenáculos bohemios a la ciudad más noble— un texto de Servando Rocha y una extensa colección de fotografías de época. De aquel Madrid de cafés.

El prólogo de Rocha sitúa al bohemio en los contornos de la psicogeografía, haciendo de su deambular nocturno un ejercicio propio de escritura, más allá de la práctica puramente literaria.

Como ya hicieran con Baroja, colocan a Emilio Carrere como un flaneur místico, dialogando con el espíritu de la ciudad, su historia y sus calles.

Carrere fue el bohemio exitoso (que nos perdone Valle Inclán), aquel que vendía más libros que muchos de sus compañeros, de mayor prestigio y que hoy pueblan nuestros libros escolares. Y eso que era un señor colocado en el Tribunal de Cuentas, donde tenía asegurados veinte duros cada mes. En Emilio Carrere, ¿un bohemio?, José Álvarez Sánchez afirma que “las prostitutas de la calle San Bernardo conocían al dedillo las creaciones poéticas de Carrere y gustaban recitarlas cuando hacían la calle”.

Fue, además, cronista de la bohemia. De hecho, su incipiente popularidad comienza con la publicación de un poema en prensa en 1907, de título La musa del arroyo, que es una suerte de inspiradora de los bohemios. Entronca con la afición de paseante entre las sombras que tan bien refleja la obra de la que hablamos. “Cruzábamos tristemente/ las calles llenas de luna/y el hambre bailaba una/ zarabanda en nuestra mente”, comenzaba.

A diferencia de muchos de sus compañeros de generación, pisó botillerías, tupis, cafés y tascas sin prestarle atención al alcohol. Eso no quiere decir que no desgastara las noches y su afición al juego le hizo despilfarrar cuanto caía en sus manos. Se acerca al ocultismo, alterna lo mismo con hampones que en los círculos del espiritismo y llega a escribir en La luz del porvenir, de Amalia Domingo Soler.

Si bien Madrid, todo Madrid y sus contornos, eran escenario de los paseos nocturnos de Carrere, capaz de distinguir el sonido de las campanas de sus iglesias, nos cuenta Rocha, la calle de la Madera fue uno de los ecosistemas bohemios más densos de aquel Madrid. En torno a la universidad, la redacción de El País o centros oficiosos de la cultura —como la casa de Joaquín Dicenta— nacieron también cafés, billares, imprentas, cenáculos o pensiones legendarias, como la de Hans de Islandia.

Servando Rocha abunda, en la introducción, en el momento político en el que Carrere publica el libro. Antes, ha sido un tímido socialista, más moral que político, y ha virado ahora a posiciones muy conservadoras, beligerantes con la República, que lo colocarán en una situación complicada al estallar la GuerraCivil.

Carrere pasó la contienda escondido –contó que se llegó a ocultarse en el panteón de un cementerio y pasó algún tiempo fingiendo en un psiquiátrico–y fue protegido por el bohemio iracundo, convertido en miliciano, Pedro Luis de Gálvez. Al terminar la guerra, Carrere le devolverá el favor cuidando de su hijo como si fuera suyo en su hogar (en la Casa de las Flores) en Chamberí.

Vivir la posguerra como vencedor no evitó que lo hiciera como un hombre derrotado, fuera ya de su tiempo. Un tiempo en el que muchos de los lugares hechos verso en Ruta emocional de Madrid ya no eran iguales o, directamente, habían sido destruidos durante la contienda. El gran noctámbulo, atado de sumisión al Régimen, prestará su pluma para loar la prohibición de la noche decretada por el franquismo.

En el entierro de Carrere, en abril de 1974, —las fotografías aparecen en el libro— sus compañeros cubrieron el féretro con una capa de terciopelo rojo

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