Pasear por el corazón de Malasaña a la medianoche de este viernes era una experiencia extraña e inédita: todos los bares y restaurantes habían cerrado, y por la calle apenas caminaban personas. En plena alerta por coronavirus y con muchos bares y discotecas que habían adelantado sus cierres al decreto de la Comunidad de Madrid, solo te cruzabas con los que paseaban a sus perros y con algún rider que, montado en su bicicleta, llevaba comida a los que se habían quedado en casa.
A diferencia del principio de la semana, cuando las terrazas y las plazas se llenaron de jóvenes tomando cervezas y haciendo botellón, las calles de Malasaña estaban irreconocibles: la plaza del Dos de Mayo era un desierto. Solo por sus esquinas se veía alguna persona con ánimo de trapicheo, mirando al horizonte ante la falta de clientes y vigilando al coche de la Policía Municipal que constantemente daba vueltas por las calles del entorno.
Las calles San Vicente Ferrer, Palma o Velarde, que a la misma hora de cualquier otro fin de semana eran un hervidero de gente, estaban cerradas a cal y canto, lúgubres, en silencio, por el cierre de unos hosteleros que ya habían avisado que bajaban la persiana “por responsabilidad” y pese al “drama económico que se les avecinaba”. Luego, el viernes por la tarde, la Comunidad de Madrid publicaba un decreto por el que anunciaba la clausura obligatoria de todos los espacios de ocios y tiendas no esenciales.
Desde este sábado, a los espacios de restauración que abran solo se les permite servir comida a domicilio. También pueden permanecer abiertas pescaderías, carnicerías, supermercados, tiendas que vendan artículos de higiene, farmacias o estancos, entre otros. Los fumadores colapsaron estos últimos establecimientos el viernes, ante el rumor de que podían cerrar a partir del sábado, cosa que no sucederá.
Horas antes del vacío nocturno, la actividad en Malasaña era ya muy reducida por el citado cierre preventivo de algunos comercios, el precinto de los parques infantiles y el levantamiento de las terrazas. Entre las pocas personas que hacían recados por la calle, un número considerable llevaba mascarillas y otras se tapaban boca y nariz con lo que tenían a mano, ya fuera pañuelo o bufanda.
Malasaña se enfrenta desde este fin de semana al abismo, en una crisis sanitaria sin precedentes y con una fecha de reapertura incierta. De momento, muchas de las medidas tomadas tienen una duración inicial de dos semanas, pero a nadie se le escapa que la situación se alargará más y los más optimistas lo celebrarían si todo acabara después de Semana Santa. De momento, toca quedarse en casa y esperar.