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Cabo Norte: “¿Un libro de auto ficción? Más bien uno de auto ciencia ficción”

Pedro Bravo

Luis de la Cruz

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Pedro Bravo es un culo inquieto de talante tranquilo. Quizá le conozcáis por sus artículos en prensa sobre ciudad y movilidad (en este mismo medio tiene tribuna y hogar), pero Pedro tiene muchas caras y una de ellas es la literaria, que asomó en 2012 con La opción B (Temas de hoy).

 La pandemia nos ha regalado una serie de relatos que Pedro tenía pendiente y que, parece, han encontrado salida en las rutas interiores de estos tiempos extraños. Cabo Norte (Ediciones Menguantes, primorosa edición, vayan a su página) es una colección de pasajes sobre un viaje familiar hacia la particular Ítaca del padre (el Cabo Norte, en Noruega). El verano que todo el planeta veía el mundial de Brasil, Pedro viajaba a un lugar silencioso que se convierte en ocasión para que el narrador, que no sabemos cuánto ficciona su propia vida, reflexione, merodee y observe debajo de nuestras narices.

 Habitualmente, Pedro habla bajo, escucha atentamente, ríe contigo y te mira diciendo “no jodas” cuando más conviene a la conversación. Esta charla ha tenido lugar de forma asíncrona, a través del correo electrónico, pero creo que se nota.

 

  –La primera pregunta es obligada, ¿los libros de viajes toman un nuevo significado en tiempo de cierres perimetrales?

 

Eso dicen, que en tiempos de pandemia los libros son una buena forma de viajar sin moverse del sitio. Pero, en realidad, siempre ha sido así, ¿no? Uno lee para evadirse, para conocer cosas nuevas, para penetrar en la mente y en la vida de otros y, también, en la de uno mismo. Leer siempre ha sido una forma de viajar, ya sea hacia fuera o hacia dentro, Y escribir, ni te cuento. En cualquier caso, yo veo “Cabo Norte”, más que como un libro de viajes, como una colección de relatos sobre una exploración interior a partir del recuerdo de un viaje pero también de momentos personales y familiares, recuerdos pasados por la fabulación y, a veces, el delirio. ¿Un libro de auto ficción? Más bien uno de auto ciencia ficción.

 –Durante los últimos meses, ¿te has sentido aquí como si estuvieras en un lugar donde todo el mundo hablara noruego?

 En realidad, llevo bastante tiempo así. Cada vez estoy más sensible al ruido, me afecta más, me da más pereza; y desconecto. Asomo poco a las redes sociales y nada a la televisión. El problema no sé si es tanto el idioma incomprensible en el que habla todo el mundo sino que todo el mundo habla y nadie escucha. Seguro que tienes algún conocido o amigo que está constantemente acaparando la conversación, hablando de sí mismo, cargándose el momento; bueno, pues eso estamos haciendo todos en esta etapa de presunta conversación global, agarrados a la bandera de nuestro dogma o a las instrucciones de nuestra marca personal para dar la chapa al resto, que a su vez nos están dando la chapa a nosotros. Luego, cuando nos encontramos en persona a veces no es tan pesado, pero como ahora está complicado verse... Como para no ponerse a leer.

 

 –¿Cambiar el paisaje habitual cambia también la relación con la gente más cercana?

 

Pues... depende. Es que quizá el paisaje habitual sea algo más que lo que ven los ojos. El paisaje habitual son también las costumbres, los pensamientos, las inquietudes, los anhelos. Con esto quiero decir que no hace falta viajar para ver las cosas y a las personas de otra manera, aunque a veces puede ayudar, lo que es indispensable es mirar y mirarse de otra manera. Moverse puede ser una forma de provocar el cambio necesario, como también lo puede ser quedarse quieto.

 

   –Eres un tipo solicitado en foros sobre el futuro de la industria turística y su relación con nuestra sociedad. ¿Tienen los turistas de Malasaña que caricaturizamos en nuestras charlas también viajes interiores susceptibles de traducirse en relatos intimistas?

 

Jajaja, pues supongo que sí. Creo entender por dónde vas, por esa forma de ahorrarnos las visiones complejas; lo de creer que los turistas que nos fastidian a nosotros son, eso, turistas, una categoría que nos permite acusar y tranquilizarnos porque el infierno son los otros. Los turistas, los okupas, los yonkis, los menas, pero también los empresarios, los hosteleros, los jóvenes... Todos son sacos para reducir los problemas a estereotipos y personajes y evitarnos ver realidades y personas. Yo creo que todos tenemos viajes interiores a explorar, otra cosa es el tiempo y las oportunidades que cada uno y sus circunstancias se hayan dado para hacerlo. La vida viene sin libro de instrucciones y yo creo que buscarlo y tratar de entenderlo es esencial para estar por aquí de forma consciente y consecuente.

  –Pedro, la música es muy importante en tu vida, ¿no?

 Pues sí. La música me ha acompañado desde muy pequeño, ha sido parte de la construcción de unos cuantos de mis personajes y también me ha ayudado a entenderme y entender el mundo, ha sido una afición y también una profesión: como periodista cultural, durante muchos años me dediqué a la crítica y la crónica musical; estuve metido en un sello y un grupo de música electrónica a principios de los 90, cuando aquello empezaba; fui codirector de un festival de electrónica audiovisual... Hace tiempo que no me dedico a nada de eso y creo que estoy deshaciéndome de esos personajes, pero la música sigue ahí, ocupando buena parte del tiempo diario de disfrute y de búsqueda. Soy curioso en general y mucho en lo musical y sigo buscando cosas nuevas para mis oídos, ya sean del presente o del pasado. Y, por todo esto, cuando escribo no puedo evitar que caigan unas cuantas historias y/o referencias musicales. En este libro ha vuelto a suceder.

   –Habitualmente escribes acerca de “temas urbanos”, ¿crees que la situación que vivimos pone de alguna forma en crisis la moda de vivir en las ciudades hasta el punto de generar una huida?

 Creo que la verdad suele estar en los matices. Vivimos en ciudades no tanto por moda sino por necesidad y tendencia de nuestro propio modelo económico, de una economía dedicada sobre todo a los servicios y en la que las grandes urbes compiten, como si fueran empresas, por ser las que más crecen, también en población, a pesar de los problemas que eso genera. Con la pandemia y el confinamiento, han cambiado algunas cosas y muchos procesos en marcha se han acelerado. Llevábamos años hablando del teletrabajo pero nos ha tenido que obligar a ello un coronavirus. También llevábamos tiempo con anhelo de lo rural, aunque al mismo tiempo estábamos con la vuelta a los centros de las ciudades. Ahora parece que la gente busca salir, casas con jardín, adosados, chalets y casas de campo. ¿Todo el mundo? No creo. Para empezar, la mayoría de la gente no puede pensar en eso, tan sólo se preocupa de cómo sobrevivir. Luego, la vida en la ciudad es buena para asuntos que ahora no están en su esplendor pero que pueden volver a estarlo: la oferta cultural, las oportunidades, la socialización, los encuentros espontáneos, las soledades acompañadas, el contacto... No creo que haya ni vaya a haber una huida, pero sí procesos urbanos de descentralización que son sanos, tanto para dar vidilla a suburbios que antes eran sólo para dormir como para activar un poco lo rural. Aunque para eso faltan políticas que, precisamente, fomenten la vida y la economía de las pequeñas y medianas ciudades (y, así, en sus alrededores) y no tanto en las grandes. Eso sería una buena forma de aprovechar esta situación, creo yo.

 

 –Vamos a acabar volviendo al libro para saciar mi curiosidad. En este medio escribiste una columna sobre estatuas; no voy a desvelar nada del contenido de Cabo Norte pero leyéndolo pensé, ¿Qué te pasa con las estatuas?

 Jajaja, no sé... Como te dije antes, soy un tipo curioso y además me gusta caminar fijándome en las cosas de la calle y las estatuas, allí están. La verdad es que las que más me llaman la atención son las menos grandilocuentes, las que parecen vecinos varados. No hace falta estar subido a un caballo ni blandir una espada para tener detrás una buena historia. Por eso, como decía en ese artículo que mencionas, la Julia que se apoya en una pared de la calle del Pez es una de mis favoritas. Y por eso me fijé en la de Gunnar Sønsteby en Oslo, un tío de bronce, con gorra y apoyado en su bici como esperando un amigo... o una guerra mundial.

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