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Ruth Miguel y la belleza del barrio: “Un 100 Montaditos es un hito del paisaje social de una gran parte de la población”

Ruth Miguel Franco

Luis de la Cruz

Madrid —

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La semana pasada entré ocioso a la librería Enclave de Libros, junto a Tirso de Molina. El librero ordenaba las novedades en montoncitos cuya caótica geografía debe haber ido cartografiando la costumbre. Mientras, yo deambulaba entre las mesas, manoseándolos. Después de dejarme hacer un rato, llamó la atención sobre el gran acordeón de papel formado por los más de veinte volúmenes de la colección De la belleza, de la editorial Eolas.“Pequeños ensayos con un trasfondo poético”, me dijo invitándome a examinar las contraportadas. De entre los dos o tres que más llamaron la mi atención, sobrevivió únicamente -por razones asquerosamente económicas- La belleza del barrio, de Ruth Miguel Franco. Y resultó un hallazgo.

La autora anota barrios de ciudades unidas a su biografía en mayor o menor medida. Empieza con Snuberring (Viena), donde aparece por primera vez En la memoria de la memoria, de María Stepánova, que le sirve de rampa y cordel para hilvanar el volumen. Surgen luego, al paso, su barrio actual, Pere Garau (Palma de Mallorca); el de su natal León, Polígono 58 , y una Malasaña que una vez fue.

Ruth Franco es filóloga y profesora en la Universitat de les Illes Balears. Ha publicado los poemarios La muerte y los hermanos (Accésit del Premio Adonáis, 2011) y Guerra (Huerga & Fierro, 2021). También la colección de ensayos Unos cuerpos (Sloper, 2019) y La pureza (Ediciones menguantes, 2021).

Es una autora con mirada para encontrar paisajes ocultos y palabras para recrearlos. Este sábado, 22 de febrero, presenta el libro en la librería Nocturama, en el barcelonés barrio del Raval. Y hoy ha tenido la gentileza de conversar un rato con nosotros, al principio por teléfono, a medias por whatssup, en parte a través del correo electrónico.

La primera pregunta siempre es una obviedad necesaria, ¿cómo surge La belleza del barrio?

Aquí se esperaría que hablase sobre un proceso creativo al uso y un interés personal en el tema. En realidad, fue un autoencargo. Aunque no tenía ninguna esperanza de que se disipase la niebla mental que provocan el embarazo y el puerperio, me puse a rescatar fragmentos de cuadernos y diarios que tenían ya cierta cohesión, como ejercicio de lucidez (o, más bien, para ver si me había quedado definitivamente gilipollas), y tuve la suerte de que el resultado encajase en esta maravilla de colección, De la belleza.

El desarrollo de las ciudades, su crecimiento a través de distintos ensanches y reformas, está muy presente en los capítulos del libro, ¿cómo crees que se hace visible hoy esta arqueología invisible en las ciudades?

No es invisible; hoy en día, la arqueología se hace constatando gotelé. La arqueología no es solo irse a un cementerio neolítico con una azada y un pincelito; es ver cómo cambian las tapas de los bares. Para eso, claro, hay que ir a bares. La arqueología urbana, más allá de conservar cachos de muralla debajo de un cristal gordo que se opaca a los tres meses, tiene que ver con los bares monos que conservan el cartel de la mercería a la que sustituyeron, con cómo cambian las paradas de autobús o qué tipo de basura acumulan los solares vacíos.

Hablas mucho de las murallas de los distintos lugares que tratas, de las de piedra y de la que llamas de aire. Explícanos qué ves en lo fronterizo

Las identidades se definen en negativo, tanto las personales como las grupales: necesitamos un Otro y, para saber qué es lo Otro, necesitamos una frontera que lo distinga de nosotras. Obviamente, esto es un círculo vicioso, ya que la frontera es totalmente convencional y solo existe como límite de la identidad. Por ejemplo, en un libro anterior, La pureza, expreso mi sorpresa ante la poca importancia que los tiroleses dan a los Alpes: las partes austriacas e italianas del Tirol forman una comunidad identitaria a pesar de los picos de 4 000 metros y rechazan identificarse con otros pueblos que están a pocos kilómetros en línea recta. Yo, como no tengo identidad, solo ego, veo Alpes insalvables en todas partes.

En el libro aparece mucho la sombra del turista pero también los barrios por los que no pasan habitualmente sus maletas de rueditas, ¿hasta qué punto crees que el turismo masivo está condicionando el día a día en la ciudad?

El turismo, de masas o no, condiciona la vida del residente. Para empezar, el concepto “barrio sin maletitas de ruedas” empieza a estar en serio peligro de desaparición. Me atrevo a decir que en Palma no queda ningún lugar sin Airbnb. Muchos expertos mucho más cualificados que yo llevan años explicando y denunciando cómo afecta el alquiler turístico al acceso a la vivienda; son tristemente famosos casos como el de Ibiza, con graves carencias de personal sanitario o docente que condicionan la vida cotidiana de la población. En Palma no solo se convierte en utopía hasta el ocio más modestito, como ir a la playa un sábado o tomar una caña, sino el simple hecho de llegar, por el medio que sea, de punto A a punto B.

Una cosa que me interesa del texto es que dota de densidad e interés geografías que normalmente no son “dignas” de atención, como tu barrio nuevo en León o el de Palma de Mallorca, al otro lado de las Avenidas. ¿Qué es o no es un barrio y dónde reside su belleza?

Son dos preguntas diferentes. Lo del barrio mejor se lo preguntas a mi madre; ella lo sabe todo y esto también. Supongo que si tras un “¡Hasta luego!” hipócrita te sabes la vida de la persona a quien has saludado pero no sabes cómo se llama ni dónde vive exactamente, estás en un barrio. Si sabes dónde vive, estás en un pueblo. Si no saludas, no es un barrio. Si el hasta luego no es hipócrita, no lo sé; no me ha pasado nunca.

Por lo que respecta a la segunda pregunta, la respuesta es “La belleza está en los ojos de quien mira”. Esa frase lamentable de totebag (que han sustituido a los azucarillos como vector de difusión del refranero) implica que solo quien tiene ojos, esto es, tiempo, ganas y una cierta formación, formal o no, puede pararse a mirar y juzgar. Yo puedo y es privilegio.

Vinculado a todo lo anterior, al interés de lugares sobre los que no se suele escribir, me llama la atención el rechazo a la idea de no lugar, que es uno de los conceptos comodín de las ciencias sociales de las últimas décadas

La idea de no lugar presupone necesariamente una idea de sí-lugar, es decir, el “lugar de identidad, relacional e histórico” de Marc Augé. Pero el sí-lugar de Augé está mediado por las ideas de clase y, por supuesto, de género: mi identidad no es la suya, mi historia no es la suya, no me relaciono en los mismos lugares que él (lo evito, de hecho). Un antropólogo sabelotodo entra a un 100 Montaditos y decide que es un no lugar, pero no se da cuenta de que es un hito del paisaje social de una gran parte de la población de una manera mucho más vivida y profunda que la Biblioteca Nacional; el perfume del Stradivarius forma parte de mi capital cultural y la capilla de Barceló ni de lejos. Pero esta crítica no es mía; estudiosos como Marco Lazzari la lanzaron hace ya quince años. Lazzari estudió los centros comerciales como lugares identitarios para chicas y chicos de una determinada edad y creo que Mira las luces, amor mío, de Annie Ernaux (en combinación con ciertos pasajes de La mujer helada) podría leerse como un manifiesto del supermercado como lugar antropológico para madres renegadas.

En algún momento del capítulo dedicado a Malasaña dices que nunca has sido más feliz que cuando vivías allí pero lo comparas con un diorama o un museo, ¿nos explicas el porqué de estas metáforas?

Perdona, ¿por qué no puedo ser feliz en un diorama? Hace tiempo que la representación sustituyó al objeto representado; ahí, la posmodernidad hizo pública una obviedad. Nuestros padres se quejaban porque jugábamos a videojuegos de fútbol en lugar de estar en la calle con la pelota. Nosotras nos quejamos porque nuestros hijos ven vídeos de gamers en lugar de jugar a los videojuegos. Yo me quedo en un término medio: me encanta el futbolín. Mira, otra metáfora más: ese barrio como un futbolín nuevecito al que se le hacen unas quemaduras de cigarro para que parezca el de toda la vida. Yo soy muy buena al futbolín, que conste.

Cuentas que Malasaña es un barrio sin ventanas, en referencia a los pisos interiores o de distribuciones imposibles en los que vivían algunos conocidos. ¿Es ese rastro de precariedad de otros tiempos la memoria que aún queda en el barrio gentrificado? ¿La constatación del quiero y no puedo?

La guerra por el espacio nos devuelve otra vez a la idea de frontera y a la idea de arqueología: las corralas chic, los pisos burgueses con puerta de servicio remodeladísimos, los locales comerciales transformados en infraviviendas. Comparemos sus planos con el estudio de los estratos arquitectónicos de cualquier catedral. En cualquier caso, ya ni queremos; querer es de clasemedianas y la infravivienda no está ni tan mal. La precariedad no es un rastro, sino un circo. Y, como de costumbre, lo más inteligente sobre este tema lo ha dicho Esty Quesada: “¡Por las precarias!”.

La belleza del barrio es un ensayo muy literario, ¿qué tienen las ciudades para que se conviertan a menudo en materia literaria?, ¿y las ruinas?

No sé si es un ensayo, pero gracias.

Es ya un cliché afirmar que las ciudades son un personaje literario más; los personajes humanos son únicamente una excusa para hablar de lugares, reales o imaginarios. Sí que se podría mencionar el papel de la ciudad en la literatura escrita por mujeres. Del mismo modo, muchas de las iniciativas que proponen el caminar como apropiación y conocimiento del espacio urbano surgen de mujeres. Vivian Gornick, en La mujer singular y la ciudad, lo expone con todo su karenismo y buen hacer, pero también hay muchas otras. Digamos que una habitación propia en Villanueva del Carnero no sirve para mucho.

Por lo que respecta a las ruinas, se mezcla la advertencia moral y la sensación de victoria: tu casa puede acabar así, pero de momento la que ha caído es la del vecino. Pero también es innegable su atractivo estético: acaban de tirar un edificio al lado de mi casa y han aparecido unas baldosas hidráulicas preciosas, que ganan con las grietas; de las pilas de escombros asoman trozos de vigas y ferralla como bosquecitos japoneses. O espera ¿te referías a ruinas de sí-lugares, el rollito “Miré los muros de la patria mía” y así? Ah, de eso no sé.

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