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Última cena en el chino subterráneo de Plaza España

Madrid es una ciudad que, por su tamaño, acoge multitud de locales extraños, diferentes, raros. Bares que parecen sacados de otro sitio, que por lógica no deberían estar ahí pero que alguna enrevesada razón les ha permitido hacerse hueco en la ciudad y, de paso, en los corazones de los que amamos estas anomalías amables de la gran urbe. Ejemplos en Madrid ha habido y habrá muchos: el bar de Beni, el Palentino, la Pepita, el Boñar, el karaoke de los Mostenses... o el protagonista de este texto, el restaurante chino del subterráneo de Plaza España.

Sitios como el Zhou Yulong (ese era su nombre oficial, puesto recientemente) llevan siempre en su singularidad su propio final: la deriva del entorno que lo rodea acabará por poner fin a su rareza, más pronto o más tarde, de la manera que sea. Es algo que todos los que acudimos a estos sitios, enamorados de su diferencia, deberíamos tener presente: que cada visita puede ser la última. En mi caso, esto es literal. Cuando escribo este artículo sé que mis pies no volverán a llevarme al chino de Plaza España, un local que llevo visitando desde hace tiempo y que está pendiente de cierre porque todo el pasadizo lo van a echar abajo para construir una nueva plaza. Y me quiero despedir en condiciones, sin estar pendiente de que la próxima vez que venga pueda encontrarme con la puerta cerrada.

Como en cualquier templo que se precie (este es culinario), cumplo el obligatorio ritual de entrada: bajo por las escaleras que dan al párking, me pongo a la cola y pido la última cena. Como el lugar es tan pequeño (apenas caben nueve mesas) se las han ingeniado para acortar al máximo los tiempos. Tanto que el menú te lo apuntan y preparan antes de que te sienten. Así, cuando llegas a la mesa, te lo sirven de inmediato. En este grado de eficiencia de sus procesos productivos, más que chinos parecen japoneses.

Cuando descubrí este lugar -hace casi veinte años- la zona de Plaza España era bastante diferente a la de ahora. Restaurantes que llamamos chinos de chinos (locales con mayoría de clientes de este país) había muy pocos y estaban desperdigados: uno en Leganitos, otro en San Bernardino y uno más en Silva. Algunos se centraban tanto en su clientela asiática que ni tenían la carta es castellano, pero recibían visitas puntuales de exploradores gastronómicos que, sin posibles para llegar en avión a China, cubríamos un viaje imaginario a través de sus empanadillas que -dábamos por hecho- sabían igual que las de cualquier tasca de barrio en Pekín.

Hoy las empanadillas -el plato estrella del local- tampoco se hacen esperar y me las han servido casi antes de llegar a la mesa. Aquí las cuecen con anís estrellado, para hacerlas distintas a las que sirven los numerosísimos restaurantes de comida china que han abierto en los alrededores (a bote pronto, recuerdo más de 30). Supongo que echaré de menos este sabor tan característico o que me lo tendré que intentar recrear en casa echando un poco de maña (al igual que restaurantes, en la zona también han aparecido muchos supermercados asiáticos que las venden congeladas).

Casi a la vez traen el zongzi, una pirámide de arroz glutinoso rellena de carne y envuelta en bambú que nunca he visto en ningún otro local madrileño. Una comida china típica para llevar e irse comiendo por la calle y que para mí también se había convertido en un imprescindible cada vez que bajaba al subterráneo. Lo acompaño de pastel de año nuevo (una pasta de arroz riquísima), costillas de cerdo con un sabor bastante dulce y pollo con pak choi. Un auténtico festín para despedirme de este lugar como se merece.

Hago amago de preguntar al personal por el cierre inminente. Como siempre, son ultrarreservados, aunque ponen gesto de circunstancia. No insisto. En teoría a finales de mes empezarán las obras que echarán abajo el pasadizo y antes tendrán que haberse ido del local, que llevan alquilando desde hace décadas al Ayuntamiento. Se marcharán como ya hicieron las tiendas contiguas, una de alimentación y una agencia de viajes especializada en China, que se ha trasladado a la Gran Vía.

Antes de pedir la cuenta, compro una bola de sésamo, frita y rellena de pasta de soja, que ofrecen como postre batallero. Me la llevo a casa para desayunarla al día siguiente y casi como recuerdo de un sitio que -al igual que a los cientos de clientes que tenía cada día- me dejará un poquito huérfano cuando desaparezca. Lo mismo que lo hicieron otros que ya se fueron. Hasta que encuentre otro lugar raro de esta bendita ciudad que lo sustituya, supongo.