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El Madrid que me perdí

El día que no vi cantar a Laurel Aitken en La Nevera

El 17 de abril de 1999 Laurel Aitken, el Padrino del Ska, llegó en limusina al CSO La Nevera, en Pueblo Nuevo. Un día antes mi amigo El P, -¿qué será de El P.?- me preguntó si quería ir con él al concierto. Yo, que no sabía quién era ese señor mayor, le dije que no. Y, a otra cosa, mariposa. 

Me vino el pensamiento el otro día mientras viajaba solo en un autobús interurbano. Llevaba los cascos y el algoritmo de YouTube me llevó de The Specials a The Selecter y, de ahí, a Laurel Aitken. Y ahí me quedé viajando un buen rato, con la cabeza apoyada en la luna vibrante del autobús. Hoy me acuerdo de nuevo del día que no fui a ese concierto en una okupa para escribir este texto porque he convenido con mis compañeros que escribiríamos acerca de eso que pasó en Madrid y nosotros nos perdimos. Anda que no habrán sucedido otras cosas importantes en la jodida capital de España y yo escribiendo una anécdota.

Recuerdo que aquel día mi amigo El P. se enfundó un traje negro ceñido y, si mal no recuerdo, un sombrero. Entonces ya había virado de heavy a quién sabe qué versión personal y única de sincretismo de época con espíritu punkie. Hablaba de todo con seguridad pasional y, también esta vez, me contó la importancia de Laurel Aitken de forma que aún hoy la anécdota puede hacerse hueco y emerger. Hace 25 años.

De aquellas, yo no era precisamente un melómano -tampoco hoy- La música era entonces central para nosotros pero mi acercamiento tenía que ver con las caras que se congregaban alrededor de las canciones. Yo solo iba recogiendo letras rabiosas y riffs de guitarra del suelo. Por las mismas, habíamos visto al Jimmy Cliff en Caiga quien caiga (la peli) y a los Malarians (luego he sabido que colaboraban con Aitken) tocar en numerosas fiestas. Nuestros amigos sharperos nos contagiaron algunas brisas de Kingston y Jamaica volvería a ser importante años después a través del periodista que más me ha influido. Jamaica o muerte, Javier.

 Creo que he pensado muchas veces en aquella charla intrascendente en casa de El P. a lo largo de mi vida. No sé por qué, he retenido decenas de momentos banales a los que he cogido cariño, pero nunca me había parado a mirarla con atención. Su impronta en mi cabeza va mucho más allá de la importancia musical de aquel setentón cubano-jamaicano emigrado a Londres. Su leyenda no me impresionaba entonces y tampoco es lo importante hoy. Hay mucho de nostalgia, claro, de activación de los recuerdos de tiempos del CSO David Castilla o del CSO La Guindalera, que son los que más recuerdo de aquellos años.

Pero, en realidad, creo que todo esto es porque hay una moraleja simplona que me cuento a mi mismo, sin palabras, cuando me viene aquella conversación a la cabeza. Porque también me acuerdo, algo menos, quizá solo tenga sensaciones, de la que tuve unos días después, cuando El P me contaba con la misma pasión convincente de siempre lo bien que había estado la noche. Y recuerdo también otros encuentros casuales a lo largo de los años con gente fantástica que fue a ver cantar aquel sábado a Laurel a La Nevera. Y ahora creo que esta chorrada que acabo de contar me viene a la cabeza como una línea reiterativa de bajo que pone mis pies a funcionar y me empuja a decir, simplemente: “sí, voy”.