El Madrid que me perdí

Cuando no vi a Lynch visitar un instituto de Coslada ni hablar de meditación trascendental en el Reina Sofía

Una de las peores cosas de vivir en una gran capital es no flipar cuando tu ciudad sale en el telediario (aunque normalmente sea por una tragedia). Ver a Algeciras en los informativos era todo un acontecimiento, fuese por una mención a los orígenes de Paco de Lucía o por un vertido contaminante en las playas. Un breve pasaje de calles conocidas entre el aluvión de caras populares de la política o el deporte que protagonizan las noticias recorriendo Madrid, Barcelona, València o (a veces) la más cercana Sevilla.

Esa distancia entre la proximidad y la pantalla se ensanchaba todavía más con personalidades del arte y la cultura, con ese aura de seres más allá de lo humano y casi que de lo divino. Ahí el orgullo del origen se transformaba en la envidia de no tener nunca nada a mano. Ver que los Rolling actuaban en el Bernabéu era como si unos extraterrestres aterrizasen en Marte.

Nunca deseé tanto vivir en Madrid antes de hacerlo como en aquellas inolvidables semanas del 15-M, en las que para un chaval iluso de 13 años la aspiración por cambiar el mundo todavía era más un juego que una fuente de decepciones. Sin embargo, una vez instalado en la ciudad y con nuevos círculos a mi alrededor ese dejó de ser el momento reciente que más anhelé haber presenciado.

Lo sustituyó, en una muestra quizá de que no somos inmunes a la desmovilización aunque en algunos ambientes de la gran ciudad todos queramos ser los reyes del compromiso político, la insólita visita a la capital del cineasta David Lynch en octubre de 2014. Es decir, solo unos meses antes de mi llegada a la ciudad (suerte para la organización, que con ello se evitó lidiar con un fan desquiciado).

Invitado por el Festival Rizoma, el director de Mulholland Drive acudió al Museo Reina Sofía para impartir una conferencia sobre meditación trascendental con el título Meditación, Conciencia y Creatividad. Posteriormente asistió a una cena en el Círculo de Bellas Artes con 100 invitados que pagaron unos 150 euros, a la que no faltaron invitados de lujo como Pedro Almodóvar o Nacho Vigalondo. A continuación, el CBA acogió una fiesta temática de Twin Peaks con entradas más económicas, a unos 20 euros. La inflación todavía no había hecho estragos.

Además de estos eventos abiertos, que lamento haberme perdido aunque de estar en Madrid probablemente no habría tenido el dinero ni la diligencia necesarios para conseguir acceder, protagonizó un encuentro con estudiantes de la Universidad Carlos III en el Aula Maga del campus de Getafe. Pero quizá lo más especial de aquella visita fue el paso de Lynch por el IES Luis Braille de Coslada.

Marlen Campayo, profesora de inglés, aprovechó su intervención dos días antes en el turno de preguntas durante la charla sobre meditación del Reina Sofía para pedirle amablemente al responsable de Corazón salvaje si podría hablar sobre el mismo tema en clase a su alumnado. Lynch aceptó sin pensárselo dos veces (o quizá sí, pero el caso es que aceptó). Esta crónica de la jornada ayuda a hacerse una idea de lo emocionante y chocante que debió ser.

Es cierto que también me habría perdido esta preciosa visita a un centro educativo público de estar ya en Madrid (aunque nunca hay que subestimar a un fan desquiciado), pero ese gesto de cercanía y campechanía de la verdadera, no de la real, solo me hizo desear con más fuerza haber tenido cerca la oportunidad de cruzarme con el artífice de la mejor adaptación de Dune hasta la fecha.

El caso es que nunca ocurrió, pero no fue necesario para que el director de Terciopelo azul marcara mi vida madrileña. Sus películas, y su serie, unieron a dos de mis mejores amigos hasta el punto de que se hicieron compañeros de piso en una casa a la que me sumé yo mismo en el último momento. Recuerdo que recién mudados se emitían los últimos episodios de Twin Peaks: The Return, una de las cosas más estratosféricas que ha parido el siglo XXI.

Siete años después, escribo estas líneas durante los últimos días antes de dejar para siempre ese mismo piso. Mis amigos ya lo hicieron años atrás. Decenas de baretos y tiendas en bajos comerciales del barrio, Pueblo Nuevo, han sido sustituidos por viviendas (muchas de ellas temporales). Vivir en Madrid, esa aspiración casi utópica pero cumplida, cada vez toma un cariz más distópico (especialmente en verano). Yo me dedico a escribir noticias sobre Madrid, la ciudad antes tan lejana, sin poder hablar de Algeciras más que en esta crónica sentimental.

Y David Lynch ha confirmado hace pocos días que tendrá complicado volver a dirigir, aunque podrá hacerlo en remoto, debido a sus problemas de salud. Definitivamente no nos cruzaremos en Madrid. Quizá no se trataba tanto de eso, sino más bien de conocer otras personas que comparten nuestra pasión y también sueñan con ese encuentro. No venimos a la capital a estar más cerca de nuestros ídolos, sino a encontrar gente con la que compartir ese anhelo. Madrid, esa ciudad que nunca deja solos a los ilusos.