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Reconstruyendo el rastro invisible de las mujeres lesbianas y bisexuales de los años treinta en Madrid

Imagen de Victorina Durán en los años veinte.

Luis de la Cruz

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Todos los que nos hemos topado en los últimos años con la referencia a la existencia del llamado Círculo Sáfico de Madrid en los años 20 y 30, y hemos intentado indagar sobre el tema, nos hemos visto perdidos entre la nada. Un páramo de información –así sean fuentes primarias o secundarias– que habla del paso silencioso de las mujeres lesbianas a través de la historia. Un camino insinuado al que incluso los biógrafos de las mujeres lesbianas y bisexuales han contribuido con sus referencias confusas a la amistad femenina.

Recientemente ha llegado a las librerías El Círculo Sáfico. Lesbianismo y bisexualidad en el Madrid de principios del siglo XX (Levanta Fuego, 2024), de la filóloga Paula Villanueva, el primer ensayo que aborda el tema en extenso.

Contábamos ya con lo investigado por Vicente Carretón –quien acuña el término Círculo Sáfico hace 20 años a propósito de la escenógrafa Victorina Durán– y con los estudios de otras investigadoras, como Eva Moreno Lago, que pone ante nuestros ojos algunos textos de la propia Durán, de Elena Fortún o de Rosa Chacel atravesados por aquellos días de secreto deseo entre mujeres.

El lesbianismo era considerado en el primer tercio del siglo XX un acto contra natura y era una conducta estigmatizada. Era parcialmente visible, en todo caso, en algunos ambientes artísticos y bohemios. Los círculos intelectuales, copados por clases medias urbanas, comienzan a ser también un poco más permeables a la diversidad sexual y es en este ambiente donde surge un Círculo Sáfico madrileño.

El Círculo Sáfico no era un club con un letrero en la puerta sino un grupo de mujeres y sus espacios de encuentro. La investigadora Eva Moreno Lago habla del “secreto a voces” como método de captar adeptos a unas tertulias clandestinas de códigos para iniciadas. Espacios de libertad que afloraban en tertulias de café como la del Teatro Español o la Granja de El Henar, pero se desarrollaban más ampliamente entre paredes privadas, como el estudio de Victorina Durán en el centro de Madrid. Pequeñas sociedades urbanas donde la homosexualidad era aceptada como plenamente normal.

Ni siquiera los oasis de modernidad femenina como el Lyceum Club, en el que desarrollaban sus actividades estas mujeres avanzadas, eran espacios libres de homofobia, lo que hizo que algunas de ellas salieran informalmente de su ámbito de influencia. Por ello mismo, eran también mujeres condenadas a la permanente contradicción personal, presionadas por la influencia aplastante de la religión y los usos sociales, que invalidaban como insana su propia naturaleza. Es por ello, y quizá también por los marcadores de su clase burguesa (y la propia legislación vigente), que apelaban al decoro y a veces eliminaban el rastro de su felicidad. Como Elena Fortún, que pidió sin éxito antes de morir que se destruyeran los manuscritos de Oculto sendero y El pensionado de Santa Casilda, sus obras de mayor presencia sáfica.

Victorina Durán, vestida de modernidad y libertad

Por el ensayo de Paula Villanueva, que mencionábamos al principio del artículo, desfilan muchos nombres, como los de Victoria Kent, Carmen Conde, Elena Fortún o Rosa Chacel, pero seguramente el más recurrente del Círculo Sáfico sea el de Victorina Durán.

 La figurinista y pintora desgrana en su autobiografía Así fue muchas de sus experiencias compartidas en los ámbitos de la sexualidad disidente, aunque decide no sacar del armario a sus amigas (es el caso de la actriz Margarita Xirgú que, parece, fue su amante).

Durán fue una de las fundadoras del Lyceum Club junto con María de Maeztu y otras mujeres de la burguesía capitalina. Cultivó el surrealismo tras graduarse en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (donde fue la primera mujer en ostentar la cátedra de Indumentaria y Arte Escenográfico). Colaboró con Cipriano Rivas Cheriff en la creación del TEA (Teatro Escuela de Arte) de Madrid y llevó los aires de vanguardia a los decorados y vestuarios de los montajes de Federico García Lorca o Margarita Xirgú.

Se exilió en Buenos Aires en 1937, donde desarrollaría una carrera exitosa como directora artística de los teatros Colón y Cervantes, continuando también con su periplo pictórico. Regresó a España en la década de los ochenta, murió a los 94 años (en 1993) y dejó tras de sí un importante legado artístico por reivindicar y un epitafio elocuente: “No sé si habré dejado de amar por haber muerto o habré muerto por haber dejado de amar”.

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