Los sonidos de un parque una noche de verano: playlist de un paseo nocturno por el Rodríguez Sahagún

Menos mal que no todos los parques cierran en verano en Madrid. Todos tienen ramas susceptibles de caerse –la excusa protocolaria esgrimida para cerrar, por ejemplo, El Retiro– pero la mayoría tienen puertas, de momento. Una puerta en un parque, que a veces tiene razón de ser, no deja de ser un fracaso colectivo, como nos recordaba el amigo Pedro Bravo hace tiempo.

Hoy venía andando desde el Barrio del Pilar. He comprado un bañador en La Vaguada porque mañana me voy de camping. Me he fijado que en una salida del Alcampo aun queda un murete de piedra negra original de César Manrique, uno de los pocos que no se llevó con saña la remodelación sanguinaria del primer centro comercial del país. He entrado por curiosidad a ver las baldas vacías de El Corte Inglés, que cerrará en dos días (me he acordado de cuando chapó el Galerías Preciados que éste vino a usurpar y  me he preguntado si finalmente Primark se quedará con los 20.000 metros cuadrados de local). Me he acordado de los croissants con bechamel y jamón york que comía hace treinta años en La Boutique del Pan –uno de los pocos negocios originales, creo, del lugar–, he ido, he comprobado que ya no los tienen pero me he comido una palmera de chocolate digna del enésimo artículo periodístico sobre Las xx mejores…Me he comprado el bañador sin probármelo.

Olvidad el preámbulo. Hoy llegaba al Parque Rodríguez Sahagún desde el Barrio del Pilar, a las canchas de baloncesto de abajo, donde se jugaban las últimas semifinales femeninas de la Canasta de la Integración, cuyas finales tendrán lugar el próximo domingo, 31 de julio, en el cercano Polideportivo Antonio Díaz Miguel de 17 a 21 h. Mucho nivel, muchos acentos, mucho ambiente. Yo no me lo perdería (si no fuera porque parto mañana hacia Extremadura para estrenar mi nuevo bañador).

Camino de las canchas he escuchado el sonido amortiguado de los balones de ecuavoley contras las manos, el plegar de sillitas de playa en corros y el maderazo contra el asfalto de una tabla en el skatepark (alcanzo a escuchar hip-hop, me parece). En las pistas de baloncesto, las chicas le ponen intensidad –“¡cantad los cortes, coño!” y el público los uys. En la mesa manda Vevo, que organiza el torneo, y se pincha música cada vez que el árbitro pita un tiempo muerto. Echo mano de Google para descifrar freses y acordes, me llegan los de Karol G. (Provenza), Chimbala (Yo no sé), Cracy Design (Guanguan) o Bad Bunny (Titi me preguntó), entre otras.

Tiempo después, camino el parque hasta salir por el esquinazo de Ofelia Nieto, atravesando los distintos sonidos que flotan en el ambiente. Son ya más de las diez, la oscuridad de la noche solo deja los resquicios en claroscuro de la contaminación lumínica de la ciudad y, sin embargo, la muchachada sigue haciendo deporte en las máquinas de calistenia. Suena una música electrónica muy apropiada que no me da tiempo a identificar con el móvil. Enseguida, se solapa con Nino Freestyle (El Toro). No veo al grupo alrededor del altavoz, reconozco que me suenan más inspiradoras sus risas parapetadas tras la maleza.

Continúo y cazo al vuelo, desenlatadas, palabras que presupongo tagalo, un “paso” –familias que juegan a las cartas en el mobiliario urbano–, los suspiros contenidos de una pareja hecha un cuerpo a los pies de un árbol de la vieja Huerta del Obispo, sus ramas meciéndose por la brisa de verano, sin peligro de quiebra…Y hay grillos como metrónomos desapasionados de la noche

A la altura de la ladera donde hay un monumento de Chillida, cuya parte de arriba intentan tocar tres niñas saltarinas, hay un colchón y los enseres que antes estuvieron en una casa. Alertado por un lector de que una pareja de septuagenarios vive allí últimamente, tras ser desahuciados en la zona, voy reuniendo arrestos para abordarlos por si quieren contar su historia en estas páginas virtuales. Hoy no les encuentro, sin embargo, y el silencio vacío del hogar a la intemperie me parece ineludible en este pentagrama de nocturno popular.

Ya fuera del parque, vuelvo a casa entre la quietud del caserío interior de Tetuán, rota por el altavoz prendido en el manillar de la bici de un rider o por la cumbia que se escurre por los balcones. Y arribo a casa tras pasar por el malecón que es una noche de verano en Bravo Murillo. Un taxi para en el semáforo y suena salsa. Hay un móvil sobre la mesa de una terraza de un kebap, con las botellas de cerveza apiladas a un lado del cubo, vacías. Suena por debajo de las risas ligeras. Iba escuchando y no he hecho una sola foto para ilustrar el artículo.