El jueves 15 de septiembre, en torno a las nueve de la mañana, diluviaba en Madrid y una mujer mayor con un paraguas, sentada en una vieja silla de oficina abandonada, miraba en medio de un descampado como una máquina excavadora derribaba su casa hecha de materiales endebles.
La escena sucedió en el descampado de la calle de Tiziano (Cuatro Caminos), un gran vacío urbano encallado en el tiempo y las complejidades de la justicia después de que en los años noventa se produjera una estafa, en el contexto de la Junta de Compensación privada del PERI-Tiziano Dulcinea, que dejó sin casa a un centenar de vecinos. Desde entonces, el área que según la planificación urbanística debería ser zona verde, es un enorme descampado.
En la mañana del jueves, llegaron al solar numerosas furgoneta de operarios acompañados por la policía y el Samur Social. Días atrás, se había avisado a los diez moradores de un pequeño asentamiento de cuatro chabolas que el desmantelamiento se produciría ese día. Según explican desde el área de Seguridad del Ayuntamiento, la operación obedecía a una solicitud del servicio de Disciplina Urbanística “para el desmantelamiento de un asentamiento ilegal (chabolas y una parcela con diversos enseres)”.
Los habitantes de las infraviviendas trataban de cobijarse de la lluvia bajo uno de los aliantos silvestres. “¡No tenemos casa!”, gritaban desgarradoramente frente a los agentes, los técnicos municipales y la policía. Horas después, ya en silencio, algunos seguían mirando, apoyados en la fachada del edificio de enfrente; otros se marchaban ya del lugar acarreando mochilas, carritos de la compra rebosantes y maletas con ruedas.
Las personas que habitaban las infraviviendas eran en su mayoría jóvenes, de origen filipino. Antes estuvieron en un cercano edificio abandonado de la calle de Jaén que tuvieron que abandonar en febrero, cuando se produjo un incendio y, aún antes, habían levantado el asentamiento en el descampado contiguo, sobre un garaje abandonado que da a la calle Teruel que es pústula de la misma estafa inmobiliaria. Según ha explicado desde Servicios Sociales del Ayuntamiento a Somos Tetuán, las personas desalojadas fueron atendidas por el equipo de Calle del Samur Social. Aunque “por el momento rechazan alojamiento en la red de atención a las personas sin hogar, se está trabajando para localizarlas a todas y poder proponerles alternativas de alojamiento en dicha red”. El día siguiente al desalojo, varias de estas personas siguen estando en el entorno del descampado acompañados de sus pertenencias.
Después de meter pala en las chabolas, le tocó el turno al resto de construcciones informales que existían en el descampado: la colonia felina y un pequeño huerto urbano. La colonia de gatos está en un descampado anejo, apoyada en una medianera con la memoria de una vieja casa tatuada en el ladrillo –la silueta de un tejado a dos aguas y las concreciones de lo que fue argamasa de una casa derribada, estampa en el ADN de Tetuán–. Tras una valla metálica, colocada por el propio Ayuntamiento en su momento, algunas cajitas de madera apoyadas en la pared servían de refugio gatuno y un cartelito casero anunciaba su presencia.
En los últimos tiempos, Tinín, un vecino de la calle contigua, ocupaba las horas en adecentar el espacio con plantas e, incluso, había solado algunas partes. También colocaba cosas que encontraba, aquí y allá, en la pared, desde una diana hasta un espejo. Un perro Pluto de peluche colgado de la valla pareciera que vigilara el paso de los vecinos desde tiempo inmemorial.
Cabría pensar que estos detalles humanizantes del rincón, que agradaban a muchos vecinos –aunque suponemos que no a todos– llevaron a pensar a los operarios que formaba parte del asentamiento, pero algunos testigos presenciales nos cuentan que se les avisó antes de que procedieran a arrasar. Los gatitos, explican, saltaron súbitamente sobre el tejado de la nave industrial que queda un poco más abajo ante el rugido de la excavadora.
Las colonias felinas sirven para llevar un control de las poblaciones de gatos en la ciudad. El Ayuntamiento mantiene un registro, se esteriliza a los gatos y una serie de colaboradores autorizados por el propio Consistorio alimentan y cuidan la colonia. Esta es, también, una colonia registrada por lo que Judit, cuidadora de la colonia no entiende el destrozo ni por qué no les han avisado de nada.
“Por lo que parece, los del departamento de Urbanismo y los de Colonias Felinas no deben tener coordinación alguna. Solo había cajas para comida y refugios, y la colonia está declarada…”, dice. Judit ha puesto, según nos cuenta, una reclamación al Ayuntamiento y ha preguntado a los responsables de las colonias si comparten las ubicaciones con otros negociados municipales.
Por último, la pala mecánica ha arremetido con el huerto urbano, un recinto delimitado por una valla de colores construida con palets que vivió épocas de mayor exuberancia. El huerto fue puesto en pie en su día por un grupo de vecinos, entre los que abundaban las familias de la cercana Escuela Infantil municipal Los Gavilanes. El emplazamiento estaba demasiado expuesto –por la noche pasa mucha gente por el descampado– y, entre el hastío por los frecuentes desperfectos ocasionados y que los niños de la guarde crecieron, el grupo fue menguando hasta desaparecer. Sin embargo, Cristina seguía acudiendo cada día con sus perros al descampado y ocupándose del huerto. En este momento, cuenta, “solo tenía plantado el bancal de habas”.
Como sabía del desalojo de sus vecinos –que habían colocado sus frágiles estructuras pared con pared con el límite del corralito–, fue pronto esa mañana. En principio, estaba tranquila porque la orden era sobre las infraviviendas. La policía le dijo que esperara a que llegara el técnico municipal y, cuando este llegó, dijo que salieran, ella y su perro, del recinto. Iba a ir todo fuera. “Ya me he buscado otro huerto, me han dejado una llave para que vaya cuando quiera”, contaba la hortelana, que ha tenido a lo largo del último año contactos mucho más amables con otros técnicos municipales, según explica. El Ayuntamiento, por su parte, habla del desalojo “de vallados y acopios varios de enseres y residuos”, evitando mencionar la palabra huerto.
Después de la destrucción, siguió el trabajo. Una jornada de retirada de escombros hasta llenar tres contenedores de obra. Durante todo el día, la mujer mayor desalojada, a la que nos referimos en el primer párrafo, siguió observando desde el mismo lugar. Y a la mañana siguiente volvía a estar allí. Esa misma noche volverán a escucharse algunas voces en el descampado. Por el día, el lugar reúne un paisanaje más o menos homogéneo. Extrañas alianzas intergeneracionales entre dueños de perros, desocupados que se quedan para siempre en la tertulia de Los lunes al sol, unos que tocan la guitara, chavales a la hora de las pellas o sesiones de fotos que se quieren urbanas. Pero cada noche las voces vienen y van, distintas. Si la tertulia se alarga, algún grito de “¡silencio!” desde una ventana despierta a los vecinos que habían conciliado el sueño.
Al amanecer, el agujero de Tiziano, un descampado que conserva las aceras, a cuyos lados hubo casas; un solar casi a orillas de Bravo Murillo y a la sombra de la torre Picasso, presentaba un aspecto casi desbrozado de una miseria que, sin duda, buscará acomodo cerca otra vez. Que no ha desaparecido, solo se ha hecho menos visible. No existe ya allí tampoco un huerto renqueante y los gatos, que el jueves daban vueltas nerviosos buscando sus casitas, se hacían sitio entre los matorrales. Tinín, paletina en mano, ha empezado ya a acondicionar de nuevo la esquina de la colonia felina. Vuelta a empezar.