Como cada año, el primer mes de 2022 terminó con el recuerdo aquellos siete días de enero –entre el 23 y el 30 de enero de 1977– que tuvieron al país con la boca en un puño. Es difícil entender para quienes no lo vivimos de cerca lo que significaron los asesinatos de Arturo Ruiz, Mariluz Nájera y la matanza de los abogados laboralistas de Atocha 55. Una semana de escalada de la tensión jalonada también por el secuestro del Teniente General Villaescusa y los asesinatos de dos policías armados y un guardia civil a manos del GRAPO. Las huelgas de solidaridad, los paros de la Universidad, las manifestaciones, asambleas, saltos…
Una de las imágenes que vimos desfilar por los perfiles de las redes sociales más proclives al cultivo de la memoria fue la de un joven que sostenía sobre su cabeza un ramo de flores, formado por claveles rojos en forma de hoz y martillo. La escena se produjo durante la manifestación-cortejo fúnebre que tuvo lugar el 26 de enero, después del atentado terrorista de la extrema derecha ocurrido en el despacho de abogados laboralistas del PCE y CCOO en la calle Atocha. Fueron asesinados Enrique Valdelvira Ibáñez, Luis Javier Benavides Orgaz y Francisco Javier Sauquillo; también el estudiante de derecho Serafín Holgado y al administrativo Ángel Rodríguez Leal. La fuerza de la instantánea se acrecienta si nos paramos a pensar que en aquellos momentos el PCE era aún ilegal en España.
La persona que sostenía aquel ramo sobre su cabeza era Juan Miguel López, un trabajador de la Chrysler y militante del PCE que, aunque solo tenía 22 años, atesoraba ya experiencia militante en la clandestinidad y había sido detenido por la policía franquista tras la muerte del dictador. Hoy está jubilado y vive en Guisando, provincia de Ávila. Hemos mantenido una larga conversación telefónica con él sobre aquellos días y sus recuerdos inmortalizados en aquella ya mítica fotografía. “Tenía una amiga que trabajaba en un laboratorio fotográfico donde acudían muchos fotógrafos de prensa de la época y conseguí fotos del momento, aunque ya no conservo nada más que una que me regaló enmarcada mi hijo”, cuenta sobre la imagen.
En primer lugar, hace falta ponerse en situación para entender la magnitud y la trascendencia de la jornada. Nadie esperaba el carácter masivo del entierro de los abogados laboralistas de Atocha. Si bien en el entierro de Mariluz Nájera se habían congregado unas 3000 personas en el cementerio de Barajas –el de Arturo Ruiz, en Fuencarral, fue más íntimo por petición de la familia– parecía impensable una congregación de más de 100.000 personas en la que fue el propio PCE quien se hizo cargo del servicio de orden. La primera manifestación de esas dimensiones tras la muerte de Franco y fue sin policía.
Hicieron falta horas de tensión y forcejeos entre el gremio de letrados y las autoridades gubernativas para que se pudiera instalar la capilla ardiente de los asesinados en el Colegio de Abogados de Madrid (en el Palacio de Justicia, antiguas Salesas Reales y hoy sede del Tribunal Supremo). Martín Villa, tras un sí inicial, dijo que “por razones que no podía revelar debido al secreto oficial”, el Gobierno no consideraba conveniente que se instalara la capilla ardiente porque podrían ocurrir hechos más luctuosos, incluso, que los del día anterior; y el Ministro de la Gobernación advirtió no poder garantizar la seguridad de los asistentes. Pero, finalmente, se hizo.
No todos los cuerpos harían el mismo recorrido aquel día. El de Luis Javier Benavides fue trasladado directamente del Instituto Anatómico Forense a la Sacramental de San Isidro por voluntad de su familia, y el de Serafín Holgado fue llevado a Salamanca, de donde era oriundo.
Los cuerpos de Sauquillo, Valdelvira y Rodríguez Leal, sin embargo, llegaron para la capilla ardiente al Palacio de Justicia pasada la una de la tarde y en la calle –en la plaza de las Salesas, la Plaza de la Villa de París y todas las calles adyacentes– iban llegando miles y miles de personas a velar el cuerpo y manifestarse por el asesinato de la noche del 24 de enero.
Y allí llegó también, con sus compañeros, Juan Miguel. “Como en todas las fábricas, en la Chrysler nos organizamos para contribuir al dispositivo de seguridad de aquel día, igual que hicieron en cada agrupación y barrio”. Hay que tener en cuenta que la Chrysler venía de participar, durante los dos años anteriores, en un importante ciclo huelguístico liderado por las Comisiones Obreras. Aquella mañana, se presentó con 60 o 70 trabajadores de la fábrica de automoción en las Salesas y, a las puertas del velatorio, se encontró con Arcadio González, militante del ramo de la construcción a quien conocía hace tiempo porque era responsable de la distribución de Mundo Obrero en Coslada y San Fernando.
“Me dijo que nos pusiéramos a la salida y allí, con brazaletes rojos, recibimos todos los ramos que iban llegando y los pasábamos adentro tras registrarlos. Se esperaba que alguien intentara colar una bomba”.
Juan Miguel recuerda a la perfección el momento en el que llegó el ramo de las fotografías. Lo trajeron una mujer de unos cuarenta y algo años, y otra con aspecto de veinteañera, en una caja plana como las actuales de las pizzas. “Aunque en la calle no había policía, dentro del recinto había algunos grises y también secretas. Cuando hice ademán de abrir la caja, las dos se asustaron. La deje abierta donde las coronas y entonces los policías me miraron. No sabían que hacer”, rememora.
Es posible que una de las mujeres que llevó aquel día el ramo fuera Lola Valcárcel, militante comunista a quien una asamblea de 400 personas puso al frente de la primera junta directiva de la hoy desaparecida Asociación de Vecinos de Valdeacederas, legalizada el 29 de octubre de 1976. El ramo fue encargado por ellos, tal y como rezaba la banda. Hay que tener en cuenta que el asesinato fue un duro golpe para esta y otras asociaciones vecinales, a las que algunos de los abogados de atocha asesoraban. Concretamente, Luis Javier Benavides era un buen conocido de la asociación de Tetuán y hoy unos jardines llevan su nombre donde estuvo su sede, en la calle Gabriel Portadales.
Aunque parezca mentira, la floristería donde se elaboró el ramo de flores de la fotografía aún existe al principio de la calle Pinos Alta: Flores Moreno, visible desde Bravo Murillo. Toñi lleva el negocio familiar junto con su hijo y recuerda que su padre fue quien elaboró el encargo, como hacían con otros de lo más diversos. Alguno de Zarzuela, incluso. Era “todo un relaciones públicas”, como dice Toñi y demuestra aún hoy el local, un pequeño museo fotográfico de antiguos clientes ilustres que incluye a Camarón, toreros de relumbrón o jugadores del Real Madrid. Ahora se mueven fundamentalmente en redes sociales. El sino de los tiempos.
Volvemos al velorio de las Salesas, que duró unas tres horas. La gente entraba por la puerta de la calle General Castaños y salía por la principal del palacio, que daba a la plaza de la Villa de París. Posteriormente, los féretros fueron sacados por compañeros camino del cementerio y llegó también el momento de sacar las coronas para iniciar la comitiva fúnebre. Juan Miguel y sus compañeros hicieron una fila para ir pasándoselas y cuando tuvo entre las manos la hoz y el martillo, como ya la había visto, supo que era una estructura frágil de claveles prendidos en un porexpán, con unas cañas para armarla. Así que la cogió en alto y la sacó con cuidado. Se dirigió a la puerta y, de repente, se vio frente a miles de personas y a un montón de fotógrafos cámara en mano.
“Siempre cuento que fue un poco como en la peli de Tiempos Modernos, de Charles Chaplin, en esa escena en la que Charlot intenta devolver una bandera que se cae de un camión y acaba, casualmente, encabezando una manifestación. Me vi ahí y dije, pues vamos para delante, y seguí caminando con el ramo sobre la cabeza hasta la calle Génova, donde lo deposité sobre el coche fúnebre”. Las crónicas recogen el momento de la salida de los cuerpos y la comitiva como un monumental, sentido y elocuente silencio colectivo.
En Génova estaban esperando los familiares de las víctimas y, pasadas las cuatro y media de la tarde, la comitiva se dirigió a Colón, donde los coches de Sauquillo y Valdelvira se dirigieron a San Isidro y el de Ángel Rodríguez Leal hacia la Almudena, donde cinco mil personas lo esperaban y Marcelino Camacho pronunció unas palabras.
Juan Miguel recuerda que a mitad del camino, antes de dejar la corona en el coche, algunos asistentes comenzaron a gritar ¡asesinos! y que los ánimos se caldearon por un instante, pero el recorrido transcurrió sin incidentes al final. Después de depositar la corona en su destino, un camarada del barrio le advirtió de que convenía marcharse porque había policía secreta y miembros de la extrema derecha rondando. “En una de las fotos, de hecho, sale una persona con una gabardina y fumando un piti cuya cara me sonaba y no por ser comunista”, comenta con algo de sorna.
Días de nervios a flor de piel y vivencias en el barrio de San Blas
Juan Miguel aún se emociona recordando aquellos terribles días de enero. “Yo, que llevaba poco tiempo en la fábrica, entonces estaba trabajando en el turno de tarde y llegaba a casa pasadas las doce. Llamaron a la puerta dos compañeros que eran vecinos del barrio para avisar del asesinato, no sabíamos si aquella iba a ser la noche de los cuchillos largos pero sí que estábamos fichados y seríamos los primeros a por los que vendrían”, explica. Se metieron un cuchillo en la bota y siguieron avisando al resto de compañeros de San Blas durante la madrugada, de puerta en puerta. Se hizo una asamblea en la iglesia del barrio y, poco a poco, vieron que la cosa no iría a más. “Recuerdo que aquellos días debajo de la ropa llevaba el pijama puesto, no sabíamos dónde nos tocaría dormir en esas noches”, dice Juan Miguel para resaltar la sensación de peligro del momento.
San Blas era el lugar donde había crecido, donde se politizó y donde siguió años después su militancia político-social. “Llegué al barrio con seis o siete años y con unos 14 vi a un amigo pintar en una pared con tiza negra ”Viva el Ché“. Era del partido y empecé a interesarme por la política. Intentamos crear unas CCOO juveniles en el barrio, organizamos charlas con aprendices y abogados laboralistas en la iglesia de Pegaso, llegarían la asociación, la militancia en el comité del PCE local…”
Recuerda una barriada donde la nota habitual era la pobreza, en la que entró además la droga. “Casi todos mis amigos eran delincuentes y paraban en el parque”, cuenta. Juan Miguel vio claro que quedarse en el local de la agrupación no era útil a quienes tenía alrededor y, junto con unos amigos, decidió irse al parque. “Siempre fui un verso libre dentro del partido”, advierte. Durante los años de Tierno, montarían una suerte de cooperativa pedagógica en un espacio cedido en un colegio del barrio, el XXV años de paz (luego Pablo Casals).
“Con la Compensatoria, La Compe, atrajimos a los chavales que habían dejado los estudios y montamos multitud de talleres (de peluquería, de fotografía, un gimnasio…) Yo estuve ocho años y por allí pasaron miles de chavales, con los que nunca tuvimos ningún problema. Fue bonito y duro a la vez, porque no teníamos preparación, éramos gente de la calle. La experiencia se extendió de San Blas a otros barrios como Pan Bendito u Orcasitas pero todo se acabó con la llegada del PP”, se lamenta un Juan Miguel más mayor, que mira aquellas décadas pasadas con la viveza de quien estuvo, con otros, en el centro de la fotografía.
PARA SABER MÁS:
Gallego López, M. (2016). La dinamización de la transición política española a través del asesinato de los abogados de Atocha, que ha sido la principal fuente para reconstruir los detalles de la jornada además de la hemeroteca